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Algunas notas sobre El Prenacimiento
Jaime Monestier

El presente artículo fue publicado en la revista virtual Hontanar (Cervantes Publishing, octubre 2009), dirigida por el escritor Michael Gamarra, en respuesta a un ensayo titulado "El Prenacimento", que como tema de debate publicara el profesor y escritor Leonardo Rossiello (Universidad de Upsala) sobre las perspectivas ante el próximo milenio. 

 

Como punto de partida parece necesario destacar algunos en el editorial de Leonardo Rossiello. El primero es que no tiene una intención prospectiva, sólo un cierto atisbo de optimismo en su esperanzado final: “...lo mejor de la historia nuestra todavía está por vivirse.”

Lo segundo es que a lo largo de su desarrollo refiere la situación de crisis que aqueja al hombre y a su habitat- y –sin enumerarlos- los múltiples factores que la causan. Recordamos las palabras de un viejo profesor de matemáticas: “Muchas veces consideramos problema lo que no lo es: un problema tiene que tener solución; si no la tiene no es un problema”. El editorial no da ni pide soluciones, no es ese su objetivo. Tampoco plantea problemas. Más bien traza un esbozo del presente y apunta –con optimismo- factores que permiten pensar en la evolución hacia un futuro menos doloroso. 

No cabe duda de que desde hace mucho tiempo –hasta donde alcanza la historia- el mundo vive una situación de crisis. Generalicemos, globalicemos el concepto, de momento que ha habido y hay en el mundo una parte muy importante –mayoritaria, sí-  de seres humanos que padecen, que carecen: así es de simple.

Tampoco es posible hoy, para tal situación, una salida inmediata, y eso por una razón elemental: tal posibilidad escapa a la voluntad humana y a sus posibilidades, al menos a corto o mediano plazo. Si a ella se llega será por el camino de la evolución natural (progreso) que la humanidad viene transitando desde milenios. El tercero de estos –arbitrariamente partimos del siglo I-, nos encuentra con pactos, tratados y acuerdos internacionales que son letra muerta: la voluntad de cambio es bloqueada por las apetencias de los poderosos.

Es importante, para abordar el tema, analizar si los múltiples problemas que nos duelen tiene un origen o causa común.

La guerra fría generó –es cierto- un mundo bipolar, y actualmente es –o aparenta ser- multipolar y globalizado. El gran salto dado a partir de la guerra del 39 y el fin de la guerra fría puede señalarse como alguna de las causas de  este cambio. La escisión del átomo, la salida del hombre al espacio, la cibernética, la bioquímica y su conmixtión con la industria, la internacionalización del capital, generaron nuevas formas de poder y aceleraron la globalización. 

Tenemos dudas en cuanto a una multipolaridad. Quizás lo que creemos como tal no es sino una máscara o apariencia de una persistente e inevitable bipolaridad, la eterna, el lenguaje de la inevitable dialéctica inherente a la naturaleza, el principio de acción y reacción. La guerra fría pareció terminar al disolverse uno de los dos grandes bloques ideológicos. Sin embargo persiste en el mundo una bipolaridad económica, y el hombre es su víctima: a la bipolaridad ideológica sobrevivió la preexistente bipolaridad económica y su consecuencia, la cultural. Siempre hubo amos y sometidos, fuertes y débiles, ricos y pobres, aunque esto no significa que los habrá siempre. 

A partir del Renacimiento, los grandes movimientos reivindicatorios, el positivismo y la caída de los Estados Pontificios –ambos hechos tan simbólicamente imbricados-, las revoluciones francesa y rusa, nacieron de otras tantas oposiciones igualmente dialécticas. El posmodernismo (¿existió realmente? ¿no fue una esquiva elaboración cultural?) y sus secuelas, quizás disimularon un fenómeno muy sutil: la transformación de la bipolaridad, que hasta entonces se manifestó en enfrentamientos de poder, en otras formas más veladas de oposición no ajenas al principio de reciprocidad. Las permanentes guerras de baja intensidad, las luchas de mercado, y el más reciente enfrentamiento entre diferentes fundamentalismos, el oriental-islámico, que sustentado por un  inmenso poderío económico, sustituyó en la escena al extinguido mundo socialista, y el occidental cristiano y capitalista, cada vez menos cristiano y más capitalista, o ya capitalista a secas. La bipolaridad parece subsistir. En el horizonte asoman y ya operan (gravitan) las grandes potencias orientales, fundamentalmente Japón, China e India, implicadas y alineadas en un porvenir que se adivina como una versión empeorada de lo que siempre ha sucedido: la lucha de poder, de supervivencia, llámesele guerra de mercados, que son guerras asordinadas pero ferozmente crueles, quizás más destructivas que las anteriores a la aparición de la disuasiva bomba atómica: destructivas del habitat en forma mucho más agresiva que el napalm, las bombas y las guerras focales. Históricas rivalidades etno religiosas parecen perdurar y enmascarar otras formas de conquista (lucro) con la aquiescencia y el placet de los grandes núcleos de poder. 

No parece que pueda hablarse ni de una futura distopía ni de una parusía, ya se trate del advenimiento de un mesías, del comunismo, de una fraternidad universal u otras ilusiones utópicas que siempre han alentado esperanzas sin fundamento. El hombre –para consuelo y desde siempre- ha proyectado, así en la tierra como en el cielo y en un futuro incierto, una ética ideal que sabe inalcanzable, en la que quiere creer y que quebranta a diario. Pienso que no hay otra cosa que el presente, y que –me cito- una metafísica de la esperanza es la última esperanza que queda a la metafísica, jitanjáfora de mi invención que juega con dos términos de vago e inasible contenido.

Quizás el progreso, en el sentido primario de mejoramiento, de conocimiento del medio y de sí mismo, sea la misión esencial del hombre, su destino, su tarea y su razón de ser en el mundo, así como el de las abejas el laboreo de la miel. La vieja tesis (Marx sobre Feuerbach) de que no basta con conocer el mundo sino que hay que transformarlo –diría mejorarlo- y su asunción consciente por parte de los humanos, sería el primer paso (¿mandamiento?) del Prenacimiento.

Sí, poco a poco el conocimiento se extiende, el analfabetismo retrocede (quizás), la salud mejora. Es difícil saber si la proporción de niños que mueren de hambre por día, en relación con la población mundial, es inferior o superior a la de hace diez o veinte siglos. Imposible saberlo, es probable que la actual sea menor.   

La población mundial se multiplica, y también la riqueza y el hambre; pero también avanza el conocimiento, la ciencia. La ignorancia –gracias a nuevas formas de comunicación y a la tecnología- parece comenzar a retroceder. Pero la velocidad de ese progreso deberá superar la del crecimiento demográfico, y por consiguiente, de la pobreza y del hambre, limitantes de la libertad y demás derechos elementales.  

El pensamiento mágico que alienta en toda religión parece también retroceder, o concentrarse cada vez más en las grandes masas todavía aculturadas. Dios –dice Alexandre Koyrè- parece perderse en el horizonte ante el avance de la ciencia. Juan Pablo II aconsejó a un congreso de  astrofísicos no hurgar mucho en el bigbang, ya que se podría llegar a tocar la esencia de la obra de Dios. Las religiones, estructuralmente  monárquicas y esencialmente autoritarias, siempre han temido a la ciencia. Con incomparable ironía lo dice Bertrand Russell: “El conflicto entre la teología y la ciencia vino a ser un conflicto entre la autoridad y la observación”. Sólo el conocimiento científico podrá salvar al hombre cuando el crecimiento demográfico lo expulse de la tierra y lo lleve al espacio. Un neonomadismo espacial es, por ahora, ficción.

Leonardo Rossiello señala posibles e irreversibles cambios exigidos por la subsistencia en la inevitable superpoblación. Quizás también sea inevitable la destrucción masiva de especies animales y vegetales, tal como sucede hoy en la naturaleza entre diversas especies. “Hay herramientas, hay condiciones, hay alimentos, riqueza acumulada y recursos tecnológicos más que suficientes para todos”. Pero hay que tratar de que esa suficiencia no tenga un costo demasiado alto. El hombre es parte de la naturaleza y no debe verse fuera de la cadena biológica, en la que –qué duda cabe- tiene asignado un papel. Corresponde al hombre averiguar cuál. Hoy, parte de la humanidad –pandemias, guerras, nuevas enfermedades-, muere en una no querida autorregulación de la especie, lo que no es –por supuesto- una adhesión a Malthus. El amor y el respeto a la dignidad del hombre no subsistirá si el progreso de la ciencia no va  acompañado de una conciencia ética. El equilibrio de la naturaleza exige a veces la lucha de las especies y su mutua destrucción. Eso sucede con el plancton, numerosas especies animales y vegetales. El riesgo está en que la explosión demográfica puede buscar una forma trágica de autorregulación. He ahí el problema nuclear del prenacimiento: el hombre lo sabe pero no piensa en cómo evitarlo. Y ese es su deber ético, además de su salvación. Si bien la ciencia logra controlar algunas enfermedades, paralelamente a ese control se desarrolla el lucro de las industrias químicas y su trágica consecuencia, la limitación del acceso a  la prevención y a la salud en extensas masas pauperizadas. Por su parte la bomba atómica y su poder omnidestructivo redujo los enfrentamientos bélicos, pero el hombre sigue en su empeño armamentista y en el lucro que él conlleva. Sin embargo, la destrucción de las armas y de sus fábricas, la eliminación de su comercio, aún en un proceso paulatino, sumiría a millones de hombres en la desocupación y en la miseria. Eso también debe asumirse como una de las manifestaciones de la globalización y de la polarización económica. 

Hay un proceso de desertificación, dice Rossiello, y eso –acotamos-  justificaría la afirmación de la física moderna, de que todo en el universo es cíclico. Según el Génesis, en el principio Javèh creó un mundo que era solamente tierra, y posteriormente al hombre, a los animales y vegetales. Pero cuando el hombre desobedeció y comió del árbol de la sabiduría, entonces lo expulsó al desierto, al que debería labrar con sudor y dolor. Es curiosa la coincidencia de que el desborde científico y tecnológico –y su consecuencia involuntaria- el lucro incontrolado, provoquen la desertificación. Ilustrativo es también el Génesis al narrar la primea muerte: Caín,  labrador que ultima a Abel, pastor: el sedentarismo que ultima al nomadismo. Como castigo, Caín es expulsado al desierto. Lo mismo sucede con Ismael, el hijo que Abraham concibe con la criada, ambos expulsados a la aridez y al hambre. La alegoría permanece: ¿la desertificación como castigo al conocimiento y progreso? No sabemos si el Génesis, algún día, será escrito por segunda vez -inmemor amnis-, cuando del actual ya no queden rastros.

También debe incluirse como inevitables, entre los cambios por venir y como consecuencia de la explosión demográfica, algunos sustantivos en el ordenamiento jurídico que regula la convivencia. El derecho de propiedad, por ejemplo, verá esfumarse sus límites en igual medida que más y más pies aplanen la tierra y más cuerpos requieran un lugar donde dormir y descansar. La máquina ha terminado por desplazar al hombre, que cada vez tiene y tendrá menos acceso al trabajo en la medida que no aprenda a dominarlas. El hacinamiento inevitable debilitará los límites políticos, hará más permeables las fronteras, obligará a una reelaboración de los fundamentos del derecho civil, del derecho constitucional y posiblemente del derecho penal, y lo más grave, se quiera o no, de los derechos humanos. Esto último se dará, no por voluntad propia, sino por imposición natural de una lucha por subsistir. Es la realidad la que elabora la norma y no viceversa.  El “derecho al sitio” que postula Vaz Ferreira en “El problema de la tierra”, se verá necesariamente cuestionado, y eso hay que preverlo desde ya. La limitación de la natalidad deberá ser incuestionablemente aceptada, tal como ya lo es en algunos países, y los que hoy se rasgan las vestiduras ante la eutanasia y el aborto –como tantas otras veces- deberán retocar sus dogmas.   

Todo esto –no seré tan tonto- ni lo afirmo ni lo pronostico, solamente lo admito como hipótesis posibles, ya adelantadas en muchos aspectos por Huxley, Orwell y otros.

No conocemos estadísticas, pero admitamos que nunca hubo en el mundo tan alto porcentaje de alfabetizados. El misoneísmo parece haber retrocedido ante el  progresismo acelerado y aceptado. La revolución cibernética -PC, celulares, más otras formas que sin duda vendrán en corto plazo-, ha intercomunicado al hombre con el hombre, esté donde esté, en forma instantánea. “Es sólo el comienzo de una revolución mucho más importante que el invento de la imprenta de Gutemberg”, afirma Rosiello, y es cierto. Es posible que dentro de uno o dos siglos no haya en el mundo analfabetos. Y eso es bueno, pero si bien la ciencia ha hecho que el hombre se comunique en forma inmediata con el hombre, también ha creado la vigilancia inmediata, la delación inmediata, la multiplicación del delito y la violencia, y ha multiplicado los medios del poder. El conocimiento, en sí mismo, no es ni bueno ni malo. A mayor progreso mayor poder, a mayor poder mayor fuerza, a mayor fuerza mayor riesgo de sojuzgamiento. El yin y el yan es inapelable.

Deberemos buscar, esperar, y si fuera posible promover el Prenacimiento, entonces, también al interior del hombre, en su dimensión ética. Dice Edgar Morin, en  Ciencia con conciencia”, al señalar el papel del científico: “Si enunciamos que todo conocimiento, por ejemplo físico, está inscrito en la sociedad, le corresponde al físico no sólo estudiar los objetos físicos, sino también reflexionar sobre las características culturales de los conceptos y teorías físicas, así como su propio papel en la sociedad”. Es inapelable que sea así.   

Quizás un problema irresoluble sea el de los límites del poder, ya que no su erradicación. No refiero el poder necesario para ordenar, distribuir equitativamente, hacer justicia, sanar, alimentar. Sino el otro, el que genera amos,  guerras, despojo, ultraje y muerte, el que va de la mano con el dinero y la ambición, y aún el que quiere imponer la justicia con violencia, lo que genera, tarde o temprano, nueva injusticia.

La guerra es hija del dinero y viceversa: se retroalimentan. El rey “Don Alfonso el Onceno” (1312-1350) escribió en sus crónicas que en época en que escasearon las grandes batallas se alteró el valor de la moneda, tanto que ”... el aver que fue levado fuera del regno, que en París et Aviñon et en Valencia et en Barcelona et en Pamplona et en Estella, en todos estos logares baxó el oro et la plata la sesma parte menos de como valió”.  

Las guerras son y han sido un monstruoso medio de lucro y saqueo, y paradojalmente, también promotoras de avances científicos. Grandes inventos destinados a la guerra han terminado por ser aplicados como valiosos instrumentos en beneficio del hombre. Sin embargo, la paz no puede decretarse. Quizás llegue como una desesperada y única salida ante el peligro final. Y no nos referimos a la autodestrucción por la guerra, sino por la agresión al planeta. Por consiguiente la paz es sustantiva al Prenacimento, sólo ella puede hacer viable el segundo renacimiento: sin ella se tornará extremadamente difícil y lento, o bien hará cierto el mítico armagedón de los esotéricos, el fantasmagórico “fin de los tiempos”, por causa de la ceguera y la ambición. 

¿Hay posibilidad de cambiar –desde este estadio Prenatal- el destino de la humanidad y salvarla? Al enunciar esto último nos preguntamos “de qué”. Pienso que la evolución es intrínseca a la vida y forma parte de ella, de momento que es movimiento. Y al decir evolución digo progreso, eso que Rossiello presiente como víspera. Aunque nunca se llegue ni a la parusía ni a la distopía, feliz neologismo. El ascenso siempre es doloroso, y el dolor y el placer se complementan, no se oponen, quizás uno no pueda existir sin el otro, su justificante. Es probable que la educación redima al hombre y que estemos en un punto axial: hacia el cambio, hacia el renacer. Se dice que el universo camina hacia un Apex, punto que se sitúa en el infinito, y el hombre viaja en él. Hace pocas semanas el telescopio espacial Hubble captó y fotografió el choque de dos galaxias ocurrido, posiblemente, hace millones de años, quizás de siglos.

Ante esto, formular hipótesis para el próximo milenio –tan poco tiempo comparado con lo precedente- no parece tan aventurado. ¿Continuará el hombre explorando el universo y avanzará en su conocimiento y en el de sí mismo? No hemos mencionado la educación, parece superfluo señalar que esa es la gran avenida. Jugando con las palabras, Julio Ricci –que mucho hubiera podido aportar a este debate- tituló su último libro con una palabra terrible: “El desalme”. Es probable que el peligro de una eversión mundial despierte la conciencia de los ricos en poder y que finalmente venza la inteligencia del bien sobre las grandes plagas que nos aquejan, el lucro, el entertainment, la violencia. El mundo, nuestra casa, en ese  supuesto, se salvará y seguirá girando hasta el fin de sus días,  inevitable pero en paz. Entonces advendrá lo que preanuncia Leonardo Rossiello, “lo mejor”, eso que está aún por vivirse. Aunque seguirá subsistiendo en alguna forma impensable, la eterna y equilibrada dualidad, esencia del ser y máquina de toda evolución.

Jaime Monestier

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