El Avestruz

 
Iban ya varios años desde que don Tatú Vergara había poblado en aquel bajo, junto a las Cañadas de Arruda. Se trataba de un tatú peludo, grandote, solterón, cuya prudencia y sabiduría (una de las pruebas de esta sabiduría y prudencia es que era solterón) lo hicieron célebre en su pago. Por ejemplo: desde muy pequeño, por observación venida de sus tatarabuelos, sabía que el hombre -animal tan sabio como malo- usaba como uno de sus métodos de caza el llenar con agua el hogar de cualquiera de su familia que codiciase, con el muy menguado fin de atraparlo a la salida -en la huida a la inundación- luego asesinarlo, abrirlo, atravesarlo en un varal, asarlo y engullírselo. Cuando don Tatú Vergara pobló donde pobló, antes de hacerlo miró detenidamente el sitio. Y eligió uno en el que se alzaba la tierra en una giba. Cayó sus galerías y construyó una salida de aire en la cresta de esta giba. Y probó su innovación dos veces. Dos veces sintió ruidaje de caballos y de perros, y desde la base de la verruga aquella sintió las voces de los hombres y el sonar de una lata que iba y venía de la cañada a su casa. Y ya irrumpieron las aguas... Pero el nivel de las mismas se detuvo al llegar al pie del levante. Él, con la, nariz pegada al tubo de aire, sintió los comentarios. Y entre ellos oyó éste:
-¡Qué bicho ruin! ¡Se ha dejao morir ahogao por no entregarse!
¿Pero, qué criterio tenía este viviente? ¿No podía pensar que para él significaba lo mismo morir taponado en su casa que achicharrado sobre un fogón? Es claro: en el segundo aspecto de la cuestión había algo en favor del hombre: su estómago. ¡Qué animal dañino y fiero! No le alcanzaba con los novillos y ovejas que degollaba, las gallinas que les retorcía el pescuezo, y los chanchos que hacía berrear en agosto... todavía más -pensaba don Tatú Vergara estremecido de cólera- hurtándole la leche de los terneritos a las pobres vacas, el dulce sudor de las avispas a las lechiguanas, bigotudos bagres y coludas tarariras al arroyo, "¡pa venir a ensoparle la casa a un triste tatú como yo con el fin de matar un hambre que no tiene!" Este último pensamiento lo comentaba siempre con Ño Ñandú Mujica, su vecino. Hacía como seis meses que éste y su esposa determinaron anidar a unas dos cuadras de la cañada. Ya habían resuelto la cosa y arrastrado unos juncos secos cuando les salió de golpe, casi a los pies de ellos, don Tatú. La ñandusa tuvo como un sobresalto ante la inesperada aparición y pegó varios "revolutis", valga la expresión del negro Polanco que por allá vivía. Y ya Mujica preparaba el remo izquierdo -por ser más recio que el derecho- para descargarlo sobre el cascarudo cuando la voz y la actitud de éste los serenó. Saludolos muy finamente con un ¡güen día! manso y cordial. Desde entonces fueron los vecinos de la mejor vecindad del mundo. Se pasaban las horas de prosa y cada cual hacía su cada cual sin estorbarse, observarse, ni criticarse.
Hasta que llegó el día en que la doña empezó a blanquear el nido. Dejó sobre él hasta diez y ocho huevos de extremada belleza. El sol iba patinando el marfil, y era un espectáculo realmente estético ver la uniformidad y esplendidez de las formas.
-De ahí -le decía el ñandú a su vecino- van a salir diez y ocho charaboncitos que serán nuestra alegría y la suya, don Vergara. Mucho nos vamos a reír cuando empiecen a largar su gambetaje y a barajar con los picos. Yo no sé, -mesmamente, cómo usté entodavía no ha buscao par...
-Son cosas, don Mujica, que les toca a cada uno. Dicen por ahí que el güey solo bien se lambe. Yo hasta aura me he venido lambiendo mejor que tuitos los güeyes juntos sin dejar, a veces y de refilón, de besar alguna tatusa. Por eso le digo: son cosas...
Lo malo de todo esto fue que don Tatú, en las horas de la noche se dio en pensar que cada uno de aquellos huevos tendría en su interior una yema y una clara de generosos y vitales jugos. Y comenzó -fue el fruto de sus meditaciones- a trazar otra galería en su casa rumbo al nido hasta que sintió que estaba justamente bajo él por el acompasado ir y venir de sus vecinos, cuyas patas batían sordamente el techo. Y se envaneció un poco por la exacta resolución de sus cálculos. Y esa tarde...
La ñandusa había ido lejos a curiosear por el campo. Mujica estuvo unas horas sobre los huevos. Se irguió en una de esas y salió rumbo A la cañada. Entonces Vergara resbaló por el nuevo túnel y en tres manotazos bajó la corteza que había entre su casa y el nidal. Y cayó un huevo. Con unos palitos que había traído -siempre siguiendo su inspiración- aseguró la tierra y dejó el nido como estaba. Y deslizó el tesoro hasta su comedor. Y lo contempló embelesado largos instantes, y después, batiéndolo acompasadamente contra el pie de una piedra que allí habla, le hizo un boquete y por él se dio el mejor festín de su vida.
Al otro día, temprano, asomó y saludó a sus vecinos. Se entabló la conversación de rigor y la vida siguió como siempre. Dos días después se comió otro huevo. Y pasados cuatro más, una tarde al volver de su andanza la ñandusa y su esposo levantarse para saludarla y desperezarse -pues el empolle era cada vez más dilatado y corría por su cuenta- don Tatú vio que ella clavó los ojos en el nido y quedó como estaqueada. Y ya gritó:
-¡Cómo! ¿No eran diez y ocho?
-Diez y ocho eran- le respondió Mujica medio alarmado.
-Güeno, contalos pues.
Mujica contó.
-¡Canejo! ¡Hay sólo catorce!
-¡Ya te han pelao cuatro! ¡Y han sido los malditos zorros! Pero la culpa no es de ellos, que al fin y al cabo nacieron forajidos; ¡la culpa es tuya bandido, desalmao, que has dejao a la buena de Dios los güevos!
Aquí empezó Mujica a zumbar juramentos y a patalear de desesperación. Don Tatú intervino:
-Mire, doña: ni un momento ha estao sola su casa. Don Mujica sale cuando usté güelve y asma y todo por un pedacito de tiempo. Yo acabo de contarlos aura mesmo y me estoy revolviendo el mate pensando cómo ha podido ser la cosa, a no ser por brujería.
Ni la ñandusa ni Vergara se dieron cuenta entonces del brusco retorno a la serenidad que tuvo el ñandú, quien les habló así:
-Güeno: a lo hecho pecho. Si nos ponemos a desenredar esta madeja podemos enredar la otra, que es la criación de mis hijos. Vamos a atender mejor la cosa y a no dejar perder estos catorce que nos quedan.
La doña alegó un rato, Vergara comentó otro poco el suceso y Mujica se echó en el nido.
La cuestión es que al día siguiente, pasado el mediodía, el ñandú le dijo a Vergara, que estaba en la puerta de su casa:
-Voy a dir hasta la cañada a tomar un algo de agua y picotear un poco. A estas horas no hay zorro que se arrime a los güevos ni bruja que haga sus fechorías.
Don Tatú habló:
-Mesmo. Y yo me viá dormir la siesta.
Enderezó al cañadón Mujica y el tatú se perdió tras la puerta. Pero el ñandú se volvió y, apenas rozando los pastos, en tres zancadas estuvo sobre el nido. Y ya sintió el trabajo de zapa bajo él. Y ya vio caer uno de los huevos. Y se despidió de este otro hijo pues ponerse a reclamarlo a don Tatú seria revelarle su crimen y tenerlo un año metido en la cueva. Se resignó, pues, y al caer la tarde, cuando la ñandusa retornó de su andanza le narró todo por señas. Y se plantaron junto a la boca de la cueva de Vergara pues sabían que no tardaría en aparecer éste. Y en cuanto apareció y salió del todo bostezando, la doña -ganándole de mano a su esposo- lo dejó con sólo el "güenas" de las "güenas tardes" que acostumbraba a dar, pues le dio una patada tan recia, tan certera y tan dura que el peludo, después de atravesar los aires girando como una hélice, fue a caer como a tres cuadras de allí. Crujió la caparazón y Vergara se aplastó en ella como nunca lo había hecho, escondiendo patas y cabeza. Y cuando asomó ésta, luego de un cuarto de hora esperando la definición de aquel cataclismo que le había caído, se encontró con sus vecinos casi encima de él. Y ya oyó la voz, encendida de cólera, de don Mujica:
-¿Con que eras vos, perdulario, la bruja que me hacía volar los huevos? ¡Aura mesmo me vas a devolver las crías que me robaste o vas a quedar patas arriba hasta que revientes!
-Mire, don Mujica -gimió Vergara pues el golpe le había sacudido toda la carne- enderéceme un poco que yo le viá explicar lo sucedido.
Mujica era un ñandú hecho, había corrido mucho mundo. Pensó que nada sacarla con matar aquel viviente tan sinvergüenza. Lo dio vuelta, le puso una pata encima y le dijo:
-Hablá, pues, pero si no me convencés, te doy güelta de nuevo y ahí te vas a quedar hasta que te sequés.
-Sucede -empezó a hablar con desmayada voz don Vergara- sucede que yo iba estendiendo mi casa y, sin decir agua va, del techo me cayó un güevo. ¿Cuándo iba a carcular que era uno de los suyos si me vino como llovido y sin yo andarlo buscando?
-Pero decime una cosa, bandido -gritó la ñandusa- ¿y no nos oíste aquella vez, cuando alegamos por la falta de cuatro güevos? ¿No pudiste colegir que eran nuestros los que te llovían del cielo?
-Si, señora -respondió humildemente Vergara- pero había comido aquél, !y ya estaba aquerenciao! ¡De muy güena y muy destinguida y superior familia han de ser ustedes ya que las crías tienen un sabor del que no he conocido par en tuitos mis años!
-¿Y sos vos -lo atajó el ñandú- sos vos, pedazo de ladrón, el que tanto te asquiaba el hombre porque teniendo comida a mano, estaquiaba alguno de tu familia a veces pa tostarlo y comérselo? Sindudamente te morías de hambre cuando tuviste que robar los huevos ...
-No, don Mujica, y usté mesmo me da la razón de la cosa. Porque si el hombre, que dicen que es el rey de tuitos nosotros nos come a tuitos nosotros cuando se dispone, ¿qué se me va a echar a mí encima, ¡pobre tatú desamparao! porque comí unos güevos, que en total jueron cinco sobre los diez y ocho que usté cuidaba?
Y don Tatú rompió en una lamentación tan patética que de ahí al poco rato lloraban los tres a moco tendido.
Fue perdonado el vecino después de jurar que no rebajaría más la nidada.
Tiempo después trece ñanducitos alegraban aquel pago. Pero al hacerse grandes empezaron a complicar la cosa. Una tarde armaron tal escándalo con sus corridas y "revolutis" que el ñandú empezó, a bramar de ira. Y aquí terció Vergara:
-¡Y eso que son trece nomás! ¿Qué diría si juesen diez y ocho? Algo me tiene que agradecer, don Mujica.
Ahora fue éste el que levantó la zurda -que era más ágil y diestra que la derecha- y la descargó sobre el peludo. Otra vez dicho ser atravesó como un bólido los mansos aires de Cañada de Arruda. Y fue a caer como a cinco cuadras. Y vuelta a llorar y vuelta al coro de las lágrimas, con el aumento de trece solistas más. Y otra vez el perdón.
Por eso cuando en campaña alguno despunta de zonzo lo tratan de avestruz.

Cuentos de Bichos 
José Monegal
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1973

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