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La poesía uruguaya de la generación de la resistencia (1973-1985)

Álvaro Miranda Buranelli
alvaro@alvaromiranda.com 

I.- Primera aproximación

Introducción

En términos generales, la poesía uruguaya escrita y publicada durante dos décadas (la de los años 70 y la de los años 80), precisada en el título como la poesía comprendida entre 1973 – inicios de la Dictadura – y 1985 – fines de ésta – enmarcada en contexto socio-político, aun cuando no necesariamente relacionada con ese marco histórico, se proyecta más allá de ese confinamiento aunque permanece estigmatizada por los hechos ocurridos en el país entre las fechas antes citadas. El signo, sin embargo y por obvias razones, es el que designa a la generación de poetas que comienzan a escribir en este período como integrantes de una resistencia cultural más o menos asumida y/o lúcida pero efectivamente real en cuanto la sola presencia de la poesía, como el canto popular y otras manifestaciones artísticas, implicaban con su sola existencia un acto resistente contra el estado de cosas que se vivía en el país. No era necesario escribir un poema panfletario para terminar de escribirlo en la cárcel o el exilio y, acaso, no poder terminar de escribirlo. De hecho, la sola existencia del poema era un gesto resistente, más allá del contenido mismo del poema. La situación impuesta obligaba a trabajar con la sutileza, la ironía, el paralelismo, la metáfora, la alegoría y todas aquellas figuras retóricas que contribuían a decir las cosas sin nombrarlas, a afinar la pluma procurando la lectura entre líneas, que los lectores atentos pudieran percibir. El carácter naturalmente polisémico de la escritura invitaba a la construcción cuidadosa de un texto, aparentemente críptico, que podía desmenuzarse en el análisis exhaustivo y consciente revelando más cosas en la textura tejida de las que podían sospecharse a primera vista. Como se sabe, esto es esencial a la poesía, en todo tiempo y lugar. Bajo un gobierno represivo se vuelve indispensable. Paradojalmente,  un régimen de tales características,  contribuye al ejercicio perfeccionista de la creación artística estimulando al creador a elaborar su obra con el oficio, la serenidad y la lucidez insoslayables que requiere la hora. Parafraseando a Samuel Smiles cuando dice “la dificultad hace a los hombres y la facilidad a los niños” podríamos agregar que las situaciones difíciles contribuyen al ejercicio de la buena poesía mientras el facilismo genera textos menores.

El abrupto corte en la vida del país que significó la caída de las instituciones y el advenimiento de los militares al poder coincide con la transición que va de una segunda promoción de la Generación del 60 (integrada en principio por Enrique Fierro, Roberto Echavarren, Cristina Peri Rossi, Hugo Achúgar, Jorge Arbeleche, Salvador Puig, Diego Pérez Pintos, Enrique Elissalde, Enrique Estrázulas, Cristina Carneiro, autores nacidos hacia los años 40, poetas cuya producción se inicia en la década de los años 60,[1] al gradual surgimiento de una nueva generación  cuya primera producción édita se concretará en el marco socio-político establecido por el gobierno dictatorial que rige los destinos del país a partir de 1973 hasta el resurgimiento democrático de 1985.

Quizás la transición pueda percibirse entre la obra de Cristina Carneiro, nacida en 1948, cuyo libro Zafarrancho solo (1967) refleja, en cierta forma, una poética propia de los creadores del 60 y los libros de poetas como Rolando Faget, nacido en 1941, cuya primera producción, Poemas de río marrón, data de 1971 y Guillermo Chaparro, cuyo título Toda la noche de Wisconsin es del mismo año. Y no deja de ser significativo que en el infaustamente memorable 1973 se publiquen, sin embargo, primeras obras de poetas que, con el transcurso del tiempo, adquirirían un perfil propio y reconocible en la poesía uruguaya de la Generación de la Resistencia: Cal para primeras pinturas de Eduardo Milán y Poemas de la sombra diferida de Víctor Cunha (en volumen compartido) y Un esqueleto azul y otra agonía de Alfredo Fressia. Comenzaba a insinuarse el relevo generacional a través de los primeros ejercicios poéticos de jóvenes que, más allá de la herencia de las promociones precedentes, percibían acaso la necesidad de atender a una disciplina cifrada sobre una nueva realidad que se proyectaba, ominosa, hacia el futuro.

Suscribiéndonos a la definición que José María Monner Sans[2] establece para las generaciones literarias como “núcleos humanos de edad pareja en sus componentes, cuya solidaria vida interindividual queda enmarcada en la vida histórica de una época y de una nacionalidad”, comienza a percibirse la fecha 1973 como clave para el inicio de una configuración generacional, habida cuenta que “son diferentes las circunstancias que rodean a cada generación. Cada generación reacciona a su modo ante esas circunstancias de lugar y de tiempo”. La quiebra institucional y la implantación de un gobierno cívico-militar en Uruguay constituyen el marco dentro del cual comienza a desenvolverse una nueva realidad nacional, aquel “nuevo Uruguay” que la propaganda de la época lanzó como imagen del país ante el mundo. Quedaba atrás la “Generación de la crisis” o del 45, o del 60. Algunos principales representantes fallecían dentro o fuera del país. Se desmembraban las generaciones precedentes, se desarticulaba la cultura toda, se procedía a la invasión del  best seller” que inundaba librerías y desplazaba las casi inexistentes ediciones nacionales. Cada cual va haciendo o encontrando su camino: el exilio, que significó la dispersión de gran parte de la intelectualidad uruguaya por los diversos rincones del mundo, o la prisión o el exilio interior, el repliegue obligado hacia el silenciamiento impuesto por las circunstancias.

La vida cultural del país comienza a sentir la rotunda  transformación que se trasunta en un desvanecimiento de las figuras generacionales precedentes, la sensación de un vacío que los jóvenes recogen como herencia forzada y, a la vez, como un desafío de futuro. Los intelectuales que permanecen en el medio encuentran sus propias respuestas personales que, sólo en contados casos, se convierten en orientación constructiva para la nueva generación. La joven poesía comienza a trazar su propio camino.

Se ha hablado, se ha escrito, sobre esta generación de los años 70 como “generación del silencio”. No consideraría feliz esta designación. Ciertamente no fue el silencio la respuesta de los jóvenes creadores que comienzan a producir por estos años pues, si bien existía un silenciamiento impuesto al medio cultural, la nueva generación no se hace eco de ese silencio: produce su obra y la vuelca a la poesía, a la escasa narrativa o al inquieto teatro de la época; la canaliza a través del dinámico movimiento que constituyó el canto popular. Lejos del silencio las voces se oyen, a veces apagadas, tenues, en ocasiones firmes, valientes, auténticas. Sea cual sea el arte elegido, el común denominador es una persistente voluntad de resistencia cultural (acaso similar a la de

los jóvenes creadores argentinos, chilenos y brasileños por la misma época). Cuando en 1981 publiqué en La vida en sintaxis aquel manifiesto cultista que comenzaba “para que la cultura se difunda” acaso no muchos entendieron el rol que el texto debía cumplir como presencia resistente de una cultura desintegrada. Esa actitud crítica inmanente era una respuesta al silencio que se quería imponer y que, como absurdo imposible, estaba destinado al fracaso. Resistente fue el teatro nuestro del período 1973-1985 como lo fue, muy nítidamente, el canto popular en toda su variada gama de matices o la poesía de esta nueva generación nacida bajo signos poco auspiciosos.

¿Cómo incidió ese marco negativo en el ejercicio de la poesía nacional?. Hubo una incidencia visible (en la limitación de publicaciones del período, siendo, no obstante, el género más editado durante esos años) y una incidencia invisible (en la temática y el estilo de los autores). En este sentido, cabe destacar que el ejercicio del lenguaje poético se convirtió en alternativa válida para sobrentender, para decir tácitamente lo que no podía decirse en forma expresa. De ahí, como señalamos al comienzo, el hermetismo latente, que más allá de ser un rasgo propio de la moderna poesía del siglo XX, fue determinado, muchas veces, por las circunstancias. El lenguaje figurado en sus múltiples formas, así como el uso constante de la elipsis, pueden advertirse como rasgos atinentes al registro poético de la época. De hecho, la poesía deviene, muchas veces, en lenguaje sustitutivo del género narrativo, ya sea en función de su propiedad sugerente o en atención a razones más prosaicas pero atendibles: los inferiores costos de edición.

Lo cierto es que durante el período 1973-1985 se asiste al surgimiento de una generación de la resistencia. Un amplio caudal de poetas que, quizás en otro marco socio-político se hubiera canalizado hacia otros géneros, da a conocer sus primeras producciones poéticas.

Deslinde promocional

Si la Generación se advierte una, pueden percibirse, asimismo, dos instancias promocionales:  una primera promoción poética surgente en el período 1973-1980, acaso los años más difíciles, hasta la realización del plebiscito constitucional cuyo resultado significa la primera señal de apertura necesaria y, a partir del cual, se generan cuatro intensos años de mayor actividad cultural (aparición de los Semanarios, de la revista La Plaza, etc.) que desembocan en la convocatoria a las elecciones generales de 1984 y el retorno a la democracia. Una segunda promoción poética se insinúa en el lapso 1980-1985 pues aparecen nuevos poetas, la mayoría de ellos muy jóvenes, cuyas líneas de creación fueron definiéndose en las décadas posteriores.

Entre 1973 y 1976 la poesía uruguaya parece acusar el impacto de la dispersión cultural que vive el país. Pocas ediciones de nuevos poetas. Eduardo Milán se constituye en una presencia solitaria con la edición de Secos y mojados en 1974 y Estación estaciones en 1975. Sin embargo, comienzan a percibirse las primeras manifestaciones de una revitalización del género a través del esfuerzo creador de la nueva generación. Hacia 1976 se producen dos hitos coincidentes: la edición de una antología de jóvenes poetas[3] y el surgimiento de un sello editorial dedicado exclusivamente a la edición de poesía uruguaya (Ediciones de la Balanza, sello dirigido por Rolando Faget, Julio Chapper y Laura Oreggioni).        

En la antología de editorial Arca – más una presentación que antología en sentido estricto – aparecían reunidos, por primera vez, algunos de los nombres constitutivos de la nueva poesía: Roberto Appratto, Víctor Cunha, Eduardo Milán, Alfredo Fressia, Alejandro Michelena, Juan Carlos Macedo, Hugo Giovanetti Viola, Rafael Courtoisie, Ricardo Scagliola, José Manuel García Rey, Ramón Carlos Abim, Guillermo Chaparro, Ana Barcellos, Maeve López, Jorge Liberati, Helena Corbellini, Roger Mirza, Alfredo Lasnier. No todos los seleccionados en esa oportunidad continuaron luego el rumbo de la poesía (algunos se sintieron más atraídos por el ensayo como en los casos de Jorge Liberati y Roger Mirza; hubo quienes emigraron desvaneciéndose en el exterior, otros no continuaron una carrera literaria y algunos desaparecieron del constreñido panorama poético de nuestras letras) pero la cantidad de nombres alcanza para reflejar que estaba gestándose una generación de relevo sobre cuyas espaldas cabía la fuerte responsabilidad de mantener viva la cultura. En forma coadyuvante y simultánea la aparición de Ediciones de la Balanza se constituyó en el único esfuerzo continuo de supervivencia poética por aquellos años. Allí presentaban sus primeros libros autores que contribuirían a forjar la nueva generación de poetas uruguayos: Rolando Faget, Julio Chapper, Tatiana Oroño, Leonardo Garet, Hugo Fontana y el autor de este trabajo. También aquí la temprana muerte de Julio Chapper, la deserción de Fontana hacia la narrativa, produjo el deslinde imprescindible. Durante cuatro años, hasta 1980, Balanza fue un sostenido, solidario impulso creador, dentro de la joven poesía uruguaya. Por aquel tiempo aparecían otros autores, a veces bajo otros sellos editoriales, a  veces en ediciones de autor. Así pudieron conocerse los primeros trabajos de poetas como Marcelo Pareja, Juan María Fortunato, Carlos Pellegrino, Eduardo Espina.

A esta primera promoción de los 70 se sumó, luego, el aporte de los poetas que vinieron con los años 80. El plebiscito de 1980 marcó un mojón fundamental para la apertura democrática que, a partir de allí, comienza a gestarse en el país. Desvanecida la ilusión del “nuevo Uruguay” pregonado pero no realizado, comienzan a escucharse las primeras voces de disensión, discrepancia y crítica. La aparición de los Semanarios opositores (Opinar, Correo de los viernes, Aquí, Convicción, Jaque, etc.)  y las revistas culturales e informativas (La Plaza) va generando  espacios progresivos que permiten el crecimiento gradual y expansivo de la cultura, es decir, de la vida misma. La realización de concursos literarios, la fugaz pero importante presencia de las revistas literarias (la discontinua Maldoror ,Garcín, Foro Literario, Trova, Cuadernos de Granaldea,, Imágenes, etc.), las lecturas de poesía, y hasta la contribución de páginas del Interior del país (el suplemento literario de Tribuna Salteña) viabilizan una dinámica cultural más ágil que la existente en los años anteriores.

Los concursos de poesía convocan y revelan la existencia de nuevos nombres en el quehacer poético del país: Luis Bravo, Elder Silva, Jorge Castro Vega, Mario Maciel, Juan A. Bertoni. Asimismo, aparecen sellos editoriales independientes cuya finalidad esencial es la edición de poesía, como por ejemplo, Ediciones de Uno y Ediciones del Mirador. En el catálogo de Ediciones de Uno encontramos a: Gustavo Wojciechowski, Alvaro Ferolla, Luis Damián, Héctor Bardanca, Agamenón Castrillón, Daniel Bello, Richard Piñeyro, Macunaíma, F. Lussich, M. Thompson, C. Molina y, desde luego, Luis Bravo, quien dirigiera este sello. Ediciones del Mirador nace de un proyecto personal que procuraba sostener la continuidad de Ediciones de la Balanza a la desaparición de este sello. En Mirador publican por primera vez: Daniel de Mello, Delia Musso, Ana Chamorro, Héctor Rosales, Raquel Rivero, Guillermo Degiovanángelo, Melba Guariglia, Martín Santiago Herrero, Teresa Amy, Eduardo Roland y el destacado dramaturgo Ricardo Prieto. Todos ellos acompañando el itinerario poético que nos habíamos propuesto realizar. En ediciones de autor o en otros sellos editoriales aún cabe mencionar a: Humberto Benítez, Rafael Gomensoro, Rosa Dans, Consuelo Diago, Angel Oliva, Andrea Barbaranelli, Gladys Franco, Martha Peralta, Carlos Rosas, Julia Galemire, Beatriz San Vicente y otros que la esquiva memoria olvida pero cuyos méritos avalan una justa integración.

A los citados precedentemente han de sumarse los poetas uruguayos que crearon su obra en el exterior: Roberto Mascaró, Sergio Altesor, Víctor Sosa son, apenas, algunos creadores en una vasta lista de artistas uruguayos dispersos por el mundo.

Si la cantidad de nombres puede parecer excesiva no deja de reflejar el intenso florecimiento que la poesía supuso hacia aquella época. Cada uno ha seguido su propio camino. El que ellos mismos marcaron o el que tenían marcado para transitar. Hubo que padecer tempranas desapariciones físicas que interrumpían correctas o prometedoras carreras. Cambios de rumbo en la elección del vehículo expresivo, silenciamientos debidos a múltiples causas personales, nuevas elecciones de vida, nuevos caminos, búsquedas individuales. Con la distancia de los años se percibe que muchas vocaciones eran débiles e inseguras, otras acaso debieron luchar contra fuerzas que impidieron el desarrollo, otras lucharon hasta vencer esas fuerzas opuestas y continuaron. Recordemos las palabras con las que se cerraba la primera aproximación a la poesía uruguaya de la Generación de la Resistencia publicada por aquellos años fermentales: “A partir de 1985 la poesía uruguaya parece entrar en un nuevo período: gran parte de los autores citados han diluido una posible presencia gravitante en el quehacer poético; otros, en cambio, han definido su perfil y se han proyectado hacia un primer plano de la poesía nacional. No es posible vaticinar sobre el futuro. Sólo queda el registro de las transformaciones que – como la poesía – suelen procesarse vertiginosamente. El  Tiempo tendrá, al fin, la palabra.”. 

II- Segunda aproximación 

En este comienzo de siglo acuciante y acuciado por múltiples rostros de la supervivencia, devaluada la Cultura en su esencialidad de saber y conocimiento e información, desplazados los valores o extinguidos o en vías de extinción, hablar – escribir – de poesía tiene algo de ejercicio paleontológico de rememorización y estudio de especímenes antiguos. El poeta – raza en rápida vía de extinción – se va convirtiendo en un ser antiguo, extraño al mundo, marginado de una realidad de fax-modem-discoduro-movidas-tinellipergolini-colas-guarangada-tv-ozono-eco desintegración. La Biblia, el calefón, super cambalache de fines del 20 y principios del 21; ¿qué será, pues, del futuro?. Como los agujeros negros espaciales nos espera. ¿Qué hacer?. Escribir y publicar era, tiempo atrás – los 60’ – un acto de presencia, motivación y, acaso, remoción. Escribir y publicar poesía es, hoy, un acto de relativa o nula relevancia, desapercibido, sin gravitación mayor, casi un acto inútil. La gente se ha ido agotando con los discursos, de toda índole: se ve ametrallada por imágenes y sonidos continuos, los medios audio-visuales señorean y la lectura – acto de espíritu – pierde consistencia en un período donde el espíritu es una palabra desvalorizada. Entre pantallas gigantes de alta definición que muestran los últimos desnudos del Carnaval de Río, la potencia rockera-pepsi o rockera-coca, los engendros hollywoodescos iterativos, previsibles y vacíos hasta el cansancio, solamente algunas páginas web, blogs, de Internet intentan, a través de otro soporte, mantener la acosada vida de la poesía. Justo es reconocer que algunas páginas de Internet lo logran. Bienvenidas sean porque ellas multiplican la expansión poética como nunca antes y un lector de Kamchatka puede acceder a la poesía uruguaya con apenas un movimiento de su mano en el mouse o en el teclado. No toquemos, por el momento, el espinoso tema de los derechos de autor y el más irritante del plagio. ¿Qué control puede ejercer un poeta sobre sus textos desparramados por el mundo?. ¿Cómo puede saber si su obra o parte de ella no está siendo plagiada por los inescrupulosos de siempre?. Es la otra cara de la moneda y habilitaría una amplia y larga discusión. Entonces, en este geo-apogeo de la manipulación ¿qué puede hacer un poeta? ¿dónde puede estar? ¿dónde su ser?.

Vamos en el tiempo un poco hacia atrás: ubiquémonos en la década de los años setenta; comienzan a derrumbarse muchas expectativas trazadas en los convulsivos años sesenta, otras aún se mantienen, transformadas. Epoca de Woodstock, San Francisco, los hippies y el flower power. En Uruguay se cerraba abruptamente un período y se abría otro que duraría más de una década: la caída de las instituciones democráticas y el advenimiento de los militares al poder. En ese marco histórico nos ubicaremos para trazar una proyección de la poesía uruguaya en el período comprendido entre 1973 y 1980. En otras palabras, nos detenemos a revisar la poesía uruguaya surgida durante la década de los años setenta

En nuestra primera aproximación analizamos globalmente el período 1973-1985 abarcando dos décadas y delimitando dos promociones dentro de una misma generación. Aquí nos detendremos en el estudio de una de esas promociones: la de los poetas nuevos que van surgiendo durante el transcurso de los años setenta, dando a conocer sus primeras obras en libro o plaquette o realizando sus primeros ejercicios en páginas periodísticas o seleccionando textos para muestras poéticas. Privilegiaremos la atención en el poeta que publica libro, cuaderno, plaquette o similar antes que aquél cuyos textos sueltos no alcanzan la forma consolidadora del libro, lo cual no va en desmedro de las calidades eventuales del autor pero constituye un hecho de estricta justicia frente a la indefinición de perfil que algunas hojas sueltas conlleva.

Para ello contemplaremos la fecha de edición de las primeras obras como hito indicador de los comienzos de una labor poética que el tiempo irá definiendo. Debe reconocerse, no obstante, que hay casos por los cuales el poeta, si bien ubica su primera obra hacia los años setenta, encuentra su perfil definidor hacia los años ochenta. Es el caso, por ejemplo, de Héctor Rosales, poeta uruguayo residente en Barcelona, cuyo primer título Visiones y agonías data de 1979 pero cuya obra consistente – los libros siguientes – marcan una temática y un estilo afines y cercanos al quehacer poético de los años ochenta. No así en Tatiana Oroño cuyo primer libro, también de 1979, El alfabeto verde, ya insinúa los elementos caracterizantes de una poesía que la obra futura, desarrollada en los años ochenta, no hizo más que confirmar. Hay algunos casos particulares, como ocurre con Cristina Peri Rossi, adscripta por su obra narrativa a la Generación del 60 pero cuya obra lírica se desenvuelve, fundamentalmente, en la década de los años 70: Evohé (1971); Descripción de un naufragio (1975); Diáspora (1976); Lingüística general (1979), libros cuyo tono predominante se inserta en la añoranza, el dolor, la lejanía, la sensación de pérdida, la soledad, que acompañan la poesía del exilio por estos años. Otro caso cercano al de Rosales es el de Elder Silva cuyas 7 confesiones se ubican en 1977 pero cuya madurez  y utilización del instrumental poético se afinan hacia los años 80 con Líneas de fuego (1982) y los libros siguientes. En Sergio Altesor, su libro temprano de 1973, Río testigo, constituye hito aislado hasta su estabilización con los libros de los 80. Otro caso especial: Íbero Gutiérrez, cuya prematura muerte impidió una definición específica de su poética es, aun cuando su obra se publicara  póstuma y recientemente, un autor cuya obra se inserta sin dificultad en la cosmovisión intrínseca de los 70. Esto es, las distinciones precedentes  implican, inherentes a ellas, la aplicación de un juicio crítico específico aplicado al conjunto de la obra del autor cuando éste ha desarrollado una obra copiosa y puede obtenerse una visión de conjunto más precisa  de modo de evaluar su poesía en sus elementos definidores. Cada época tiene su impronta y la poesía – como el arte todo  de esa época -  está en relación estrecha con esa impronta determinando el perfil creativo de un autor. Una obra aislada puede insertarse cabalmente en el contexto o, por el contrario, quedar al margen  y como ajena al mismo. Es el conjunto de una obra la que define un perfil  que, a veces, está presente en las obras primerizas y, a veces, es completamente ajeno a los primeros ejercicios escritos que quedan como lo que son: ejercitaciones con el lenguaje, ejercicios de estilo, tanteos con la palabra poética. De allí esas distinciones que pueden llamar la atención del lector pero que vistas globalmente, en su unidad integradora, revelan el basamento de la distinción.

Hacia una delimitación crítica

 “Tras la generación del 60 – dice Alejandro Paternain – correspondería esperar el advenimiento de una nueva generación surgida en el transcurso de la década del setenta. Las especiales circunstancias por las que atravesó la cultura nacional dificultan la visualización clara de esos “novísimos” actuando, precisamente, como una generación”.(El subrayado es nuestro).[4]

Y los nuevos llegaron, no actuando – como podía esperarse – como una generación, pero procurando a pesar de las graves dificultades que el tiempo y el espacio imponían, ir trazando un camino propio, personal, que no marca un gesto de rebeldía generacional contra el 60 o el 45 – algunas figuras de generaciones anteriores guían a los nuevos – sino una necesidad de hallar la expresión personal adecuada a otro tiempo y, en ciertos casos, a otro lugar.

Es cierto que existían severos problemas en el medio. Paternain marca:

- problemas de soledad y desamparo que son frecuentes en la literatura uruguaya.

- de carencias formativas. A pesar de las cuales se forjan los nuevos poetas, ya en función autodidacta, ya en la búsqueda personal de nuevas formas y contenidos para la expresión subjetiva. Acaso late en la observación de Paternain cierta sobrevalorización de lo que provenía de anteriores generaciones. En algunos casos, la tal carencia no existió porque las figuras magistrales de generaciones precedentes actuaron sobre los nuevos.

- dificultades para la expresión y para la información. Las dificultades anotadas en primer término se insinuaban ya y con el tiempo se fueron ahondando hasta la actual desprolijidad expresiva. Involucra una problemática mayor que hace al dominio del lenguaje y cómo se ha ido perdiendo, despreocupadamente. En cuanto a la desinformación – que denunciáramos repetidas veces en forma escrita (desde las paginas de la revista Poética, por ejemplo) y oral (a través de varios programas radiales) – en Uruguay no había medios ni tampoco interés por lograr una cabal información de lo que era, por ejemplo, la poesía en el mundo. El aislamiento se acentuaba por la propia desidia de emisores y receptores culturales.[5]

En las palabras de introducción a la muestra de jóvenes poetas que editó Arca en 1976 se señala: “La armonía y el canto no son siempre imprescindibles, o mejor dicho se busca otra forma del canto: aquel que expresa no la armonía o el equilibrio sino por el contrario la disonancia, la violencia de la expresión, porque es violenta muchas veces la plataforma real que sustenta la creación artística”.[6]

La disonancia opera como rasgo caracterizante de la nueva poética – y no sólo en Uruguay – aun cuando frecuentemente incomprendida por la crítica vernácula que no vio - ¿no quiso, no pudo? – las sutiles o gruesas transformaciones que la propia dinámica poética exigía en la escritura. Como suele ocurrir fueron los receptores mejor preparados por atentas lecturas, curiosidad y anhelo de investigación, quienes mejor trabajaron en el plano creativo y en el plano crítico con respecto a los cambios que se producían en la expresión poética. Muchos no supieron ver y actuaron con modelos agotados y midieron con normas y reglas gastadas. En la antología ya citada  se sugieren, por ejemplo, dos líneas de trabajo poético practicado por la década de los años setenta: por un lado, una línea tradicionalista continúa cultivando una poesía lírica imbuída de aliento hispánico, por ejemplo, o uruguaya en formas y contenidos pero atenida a los cauces convencionales del quehacer poético. Otra línea, en cambio, se insinúa con una tendencia experimentalista-lingüística  renovadora y removedora hacia una fluencia y confluencia de asimilación vanguardista por un lado, de investigación con el lenguaje y atención específica a la palabra, por otro;  en todo caso, una muestra de lucidez creadora y crítica, de ensamble ajustado de poesía y crítica, de minuciosas y atentas lecturas de obras y autores clave en el concierto de las letras modernas, de receptividad de corrientes afines, transgresoras y estimulantes como, por ejemplo, el concretismo brasileño. Ya, en los 60, Enrique Fierro se había perfilado  a través de sus libros, plaquetas y cuadernos poéticos, como un solitario e inquieto precursor que experimentaba, tensaba, exigía al lenguaje poético de modo singular, señalizando un camino poco transitado en la breve  historia de la poesía uruguaya, dotándolo de un desafío renovador que recogieron no pocos poetas de la promoción de los nuevos .Para la época de sus comienzos, nombres como los de Eduardo Milán, Roberto Appratto, Carlos Pellegrino, exhibían una ligera tendencia de continuidad que, más tarde en el tiempo, se bifurcaría hacia otras experiencias creadoras, como la influencia del neobarroquismo, por ejemplo. En todo caso, era un emprendimiento de cierto rigor creativo en la conformación de una poética responsable que valorizó la propuesta.

Alicia Migdal también observa ese “cambio de sensibilidad” en la generación que empieza a publicar en la década del 70. “La década del 70 – escribe – impone la evidencia de una crisis, no sólo por la retracción generalizada del fenómeno de circulación cultural sino por la voluntad que un sector de los poetas jóvenes  manifiesta  por romper con los aspectos referenciales de la palabra y trabajar exclusivamente sobre la unidad del signo”. (…) “Algunos poetas han optado por la experimentación lingüística, la han fundamentado en correspondientes prólogos (…) su experimentación lingüística se entronca con varias influencias culturales claras, que provienen, no tanto de la poesía de otros poetas, como de las teorías críticas y de las ciencias del lenguaje. Son el estructuralismo, el textualismo y los modernos estudios sobre poesía, los que ingresan  como material de renovación para una práctica poética que toma del concretismo  brasileño y de Ezra Pound y Octavio Paz sus fuentes más declaradas”. Y luego: “El antecedente uruguayo inmediato es la poesía de Enrique Fierro quien desde las inmediaciones de los años 60 trabajara solitariamente en exploraciones expresivas (De la invención, Mutaciones I, Impedimenta) signadas por el hermetismo y el cierre semántico, interrumpiendo la expectativa del código y trasladándolo a un ámbito críptico” (Los subrayados son nuestros). Migdal define esta poesía como “tentación tautológica” – palabras que, muchos años después, utilizará Graciela Mántaras para referirse a la misma línea poética en su antología Contra el silencio (1989) -.[7]

Así como pueden compartirse con naturalidad sus observaciones y juicios precedentes – constatables en la práctica poética de la época - parece, por lo menos, una apreciación excesiva de Migdal la siguiente: “La poesía uruguaya actual pasa por Salvador Puig, por la controlada ideación lírica de la poesía de Puig de cuyo magisterio sobre los poetas jóvenes no hay duda”.[8] Lo aventurado del juicio, promovido acaso por esa tendencia a los padrinazgos y madrinazgos endémicos en nuestra cultura uruguaya, ha sido revelado por los años. Sin duda, varios de los más representativos poetas jóvenes de los 70 demostraron en sus textos que su obra no pasaba por Puig – dicho esto con el debido respeto hacia un autor destacado de la poesía de los 60 – y resultaría asunto espinoso demostrar el presunto magisterio que se le adjudica. Si bien pueda existir sobre algunos de los nuevos, difícilmente pueda generalizarse sobre toda la poesía joven escrita entre 1973 y 1985.

Hacia 1981, Washington Benavides señalaba que “un grupo de artistas trabajaron juntos o muy cercanos en la ciudad de Tacuarembó. Que ese grupo fuese denominado (o autodenominado) “Grupo de Tacuarembó” también es un hecho” (…) “En Tacuarembó y en la década del 60 se relacionaron, por intereses comunes, un grupo de jóvenes y maduros aspirantes a artistas (…) una gama tan amplia que mostraba desde fotógrafos y pintores pasando por el teatro o el cine hasta la poesía y la música” (…) “Que nunca imperó un dogma dentro de ese “grupo de trabajo” lo prueban las trayectorias de algunos de los artistas surgidos en ese período o en períodos posteriores” (…) Aquí debe mencionarse a Eduardo Milán (…) o Víctor Cunha. Milán y Cunha surgen a la editez (sic) en un libro compartido Poesía (1973)”.[9]

Ese libro conjunto integraba Cal para primeras pinturas de Eduardo Milán y Poemas de la sombra diferida de Víctor Cunha. Es acaso un hito iniciador, no sólo de la trayectoria poética de ambos jóvenes, sino continuador, quizás, de la línea poética que procedía de Enrique Fierro, Jorge Medina Vidal, el propio Benavides, abriéndose en expansión a través de los años cuando cada uno en su estilo y con su lenguaje abrirían el juego hacia nuevas búsquedas, nuevos hallazgos. El eje axial entre la poesía de la Generación del 60 en su segunda promoción (Fierro, Puig, Peri Rossi, Echavarren, Achugar, Arbeleche y otros) y el surgimiento de la nueva poesía de los años 70 puede ubicarse en las presencias poéticas de Cristina Carneiro con Zafarrancho solo (1967) donde aún se percibe la deuda  con una poética propia de los años 60 y Guillermo Chaparro con Toda la noche de Wisconsin (1971). Ambos marcan, de alguna forma, una línea divisoria a partir de la cual comenzará a desenvolverse la nueva poesía.

Por un lado, siguiendo la poética experimental-lingüística ya indicada confluirán las búsquedas creativas de Milán y Cunha; por otro, nuevas voces poéticas continuarán el “orden más tradicional del lirismo degustado y desplegado como intimidad derramada” (Alicia Migdal, ob. cit.). En esta línea puede ubicarse a Rolando Faget con Poemas de río marrón (1971) y, en un plano intermedio nutrido de vastas lecturas, acaso más heterogéneo, Alfredo Fressia con Un esqueleto azul y otra agonía (1973).

Ambos poetas de formación y estilos diferentes que, con el pasaje de los años, han ido construyendo una sólida posición en la nueva poesía.

Habría que indicar aún un tercer camino abierto y desarrollado hacia los años 60 con las revistas Los huevos del Plata (1965-69) y OVUM 10 (1967-75) dirigidas por el poeta visual y propulsor del concretismo primero, del arte visivo y mail-art después, Clemente Padín, cuyas obras Los horizontes abiertos (1969) y Signografía y textos (1971) marcan una sensible receptividad de las corrientes vanguardistas, del arte experimental y de las búsquedas expresivas que, rebasando el lenguaje escrito se abren hacia las modernas perspectivas de la imagen y sus diversas manifestaciones artísticas.

Cercanos a él, Ruben Tani y N.N. Argañaraz, autor de Poesía visual uruguaya (1986), libro de consulta obligada. Con estos autores pueden conocerse algunos de los textos de experimentación más radicales de nuestro medio. En otro lugar[10] Argañaraz y Beatriz Colaroff señalan: “La vanguardia en Uruguay alcanza su punto culminante en la llamada Poesía Inobjetal, generada a inicios de la década del 70 (…) fue el intento más extremista de rompimiento o destrucción del pasado al proponer el abandono de los lenguajes representativos de la realidad que constituían el medio con el cual se había manejado el arte hasta entonces”.

Las condiciones socio-políticas que marcaban la escritura de la época, la ausencia de libertad de expresión, el trabajoso sustento económico diario, el aislamiento de los creadores, la pobreza editorial – que obligó al surgimiento de editoras alternativas-, la limitada información, son algunas de las constantes que signaron el período 1973-1985. Las difíciles condiciones de vida (represión, exilio, etc.) constituyeron una prueba de fuego para la propia existencia del arte. En una Muestra de Poesía Uruguaya publicada en España hacia 1985[11] por iniciativa del poeta Héctor Rosales, se esbozaba un sucinto panorama de la situación del artista en la sociedad uruguaya de la década de los 70. Y se aportaban también algunas observaciones cuando se decía que la nueva poesía “emprende la tarea de encontrar un lenguaje propio, vigente, para contener y proyectar temáticas que trasciendan los motivos vinculados a la realidad inmediata”. Esto importa para señalar que, contra la ligera denominación de la generación emergente  en los años 70 como “generación del silencio”, la activa creatividad de una nueva generación poética por estos años, bajo el ominoso signo de la Dictadura, estuvo, sin embargo, muy lejos del silencio y más cerca de capitalizar el acto cultural (publicación, lectura, canto popular, etc.) como manifestación de resistencia a un estado de cosas impuesto por la fuerza. Esa trascendencia de la realidad asume la forma de la metáfora, la elipsis, la alegoresis,  en los textos literarios y, consecuentemente, el riesgo del hermetismo y el lenguaje críptico, pequeño precio si se quiere para preservar el don de la palabra viva y, aún, enriquecer la expresión a través de la alusión velada y la sugerencia. De ahí la necesidad de ver a esta nueva generación de poetas surgidos entre los 70 y 80 como una auténtica Generación de la Resistencia pues, efectivamente, con cabal conciencia del contexto social, jugándose, muchas veces, bastante más que una presencia literaria, construyeron con sus poemas en plaquetas, cuadernos, hojas sueltas, mimeografiadas, o poemarios en libro, un gesto, una actitud, un acto resistente de quienes se niegan, con dignidad, a aceptar la defunción de la cultura.

La poesía de “conciencia del lenguaje”

Desde una mirada retrospectiva se advierte que una destacada proyección de poetas de la segunda promoción de la generación sesentista sobre la poesía emergente de los años 70 debe detenerse en la consideración de las siguientes figuras:

- Roberto Echavarren (1944) con su incisión paródica en el devenir discursivo, su regodeo en la ficción que impulsa y apuntala la intensa – y extensa –  imaginería neo-barroca de latencias presentidas (Manuel Puig, Severo Sarduy, José Lezama Lima y, más recientes, Néstor Perlongher, Arturo Carrera, por ejemplo) y, aún, reconocidas por el autor. Se delinea una escritura poética donde lo narrativo – descriptividad mediante – no le es ajeno. La atención señala hacia el movimiento sígnico que desestructura la codificación convencional, elabora un rítmico afluyente-confluyente que dinamiza el texto y a su vez lo detiene, lo fija. Estéticamente impecable en su afinamiento mental la escritura de Echavarren fue abriendo una senda no concurrida pero recorrida por algunos solitarios.

- Enrique Fierro (1942) se ha ido convirtiendo, con los años, en puntual referencia en la poesía uruguaya. Su obra ha influido nítidamente en el estilo de algunos jóvenes poetas de la Generación de la Resistencia. Anotemos, a título de ejemplo: 1.- la elipsis cuidadosamente utilizada como matiz funcional poético de proyección “hacia dentro” del texto, en incisión que revela – a la manera de algunos poemas de Jorge Guillén – epifánicamente, el núcleo de esencialidad que, mientras en Guillén es iluminación semántica, en la poética de Fierro adquiere una híbrida bifurcación: va, por un lado, hacia el contraste  o la antítesis que ilustra el signo o afina la perceptibilidad de la clave y, por otro, como conducción silente a la concientización de la alternancia signo/negro-página/blanca (por aquí, dicho sea de paso, se accede a la “poética del silencio” de John Cage y, también, se camina acompañado por Mallarmé y Octavio Paz, por ejemplo).

2.- El uso de una interrogación dubitativa, muy personalmente usada, - si bien el recurso vuelve hacia Jorge Guillén, por citar uno de los poetas que lo utilizan – marcará otro elemento caracterizante de su poética: la apertura espacial del texto que se proyecta más allá de sí mismo involucrando una realidad de otro orden, conjurándola y, en todo caso, señalizando la escurridiza aprehensión final. Asimismo, el matiz dubitativo, en toda la obra de Fierro, es el ejercicio de la textualidad que corre en dos niveles – o más – paralelos, dividiendo la percepción receptiva.

3.- El corte textual actúa en un sentido similar al movimiento desestructurizante de la rítmica poético-discursiva que se genera en textos de Echavarren, con la diferencia que, mientras éste lo genera en la extensión del discurso, Fierro lo atomiza y reduce a su expresión mínima dando a la palabra el peso, la gravitación, la densidad que ella exige, con lo cual muestra la consistencia del lenguaje y la firmeza de su instrumentación.

Hemos marcado sólo tres rasgos importantes de la poesía de Enrique Fierro porque no es éste un ensayo específico sobre su obra, pero aún existen elementos que reclaman una atenta percepción crítica. De hecho, por lo establecido, su influencia sobre la joven poesía de los 70 – y, probablemente también en los 80 – es real y constatable en textos de Milán, Appratto, en los cuadernos de la serie Poesía Crítica que, quien esto escribe, publicara entre 1980 y 1984. Inaugura un gesto personal en la poesía uruguaya y sería deseable detectar más exhaustivamente su área de incidencia.

La poesía de Eduardo Milán (1952) representaba, en 1978, para Alejandro Paternain[12]: “El poeta joven empeñado en quebrantar el haz de tradiciones que asimila la poesía al sentimiento y la efusión a la untuosidad del “lirismo” y al bordón de la magia (…) Eduardo Milán responde al imperativo de esa necesaria ruptura”. Ruptura con una tradición lírica que se sustentaba en un trabajo  basado “en dos atributos: la deliberación reflexiva y la lucidez de su actitud creadora”. Reflexión, lucidez, poesía y crítica. En este sentido, los críticos uruguayos acuerdan en señalar la incidencia de lecturas capitales: los trovadores provenzales, Pound, Paz, Haroldo de Campos y la poesía concreta, Mallarmé, la poesía brasileña por extensión, y Fierro,  Medina Vidal, Macedo, entre los uruguayos. También las teorías lingüísticas y modernas poéticas pero, ante todo, una saludable curiosidad innata y disposición para el conocimiento de lo nuevo y transformador en poesía y en teoría poética. Es esa actitud la que le lleva al conocimiento de nuevas corrientes, textos y autores (desde Parra a Sánchez Robayna pasando por Cage, etc.). “su propósito – dice Paternain – es investigar el lenguaje” y marca la parquedad, la contención, que tienden hacia la poesía del silencio. Hugo Achugar[13] aprecia que “recurre a una hipertrofia de la elipsis (…) que en Milán termina siendo silencio”.

En el mismo ensayo, Achugar utiliza la expresión “conciencia del lenguaje” para referirse básicamente a los mismos autores que, coincidiendo con él, también convenimos en designar como poetas cuyo rasgo dominante es la concientización del lenguaje: Roberto Echavarren, Enrique Fierro, Cristina Peri Rossi, entre los sesentistas de segunda promoción y Eduardo Milán, Roberto Appratto, Marcelo Pareja, y quien esto escribe, como poetas de los 70 que continúan en la misma línea. Cada uno con sus rasgos propios y definidores pero todos en el común denominador de la efectiva conciencia del lenguaje como elemento fundamental y soporte básico del texto poético. Ya lo había notado Alicia Migdal cuando en ensayo precedentemente citado[14] escribe: “Lo más llamativo de la poesía de Eduardo Milán, Roberto Appratto, Marcelo Pareja, es que la teoría precede a la experiencia; es su condición apriorística, su deslumbrada y mediatizada revelación de la especificidad del lenguaje lo que convierte esta poesía en un territorio de experimentación metalingüístico”. En honor a la verdad, hay cambios entre el autor de Secos y mojados (1974) y el mismo de Estación estaciones (1975), libro luego recogido y reeditado bajo el título Nervadura en la década de los ochenta. En el segundo título de su producción, Secos y mojados, Milán no destierra totalmente su emoción propia del lirismo, ni la referencia personal o el homenaje emocionado (ver Brend, Siesta, Elena Damilano; los poemas dedicados a Onetti, Felisberto, Neruda, Vallejo, Brueghel, Dylan Thomas, Benavides y luego se insinúa el viraje  que vendrá cuando aparecen Mallarmé, Pound, Joyce, William Carlos Williams, Arnaut Daniel, Enrique Lihn y las dedicatorias se dirigen a Medina Vidal, Carlos Da Silveira, Cristina Peri Rossi). En esta etapa su poesía suele ser extensa, utiliza el elemento parentético – que mantiene en su libro siguiente cumpliendo diferente función: como irrupción-interrupción-comentario a lo escrito o como complemento -.Se perciben ya algunas palabras que, por repetidas, van adquiriendo carácter de imagen-símbolo iterativo, como por ejemplo ocurre con el vocablo “caballo”. Quizás la incidencia norteña y campera más la posible influencia del “Grupo de Tacuarembó” marquen estas características así como la laxitud en lo pictórico, lo plástico en su escritura. Sea como sea, hay una perceptible distancia entre el libro de 1974 y el siguiente publicado en 1975, en el cual aparecen los atributos y rasgos de la poesía que lo perfilará indisolublemente unido al marco de los autores de conciencia del lenguaje.

El Milán de Estación estaciones casi parece otro autor: para comenzar hay un prólogo que actúa como “escrito programático”, declaración de fe poética, bajo un epígrafe extraído de textos de Ida Vitale. Bajo la tutela protectora de algunos selectos autores, Milán desgrana una poética  que, en suma, lo caracteriza: cita a Mallarmé y el espacio blanco de la escritura. Continúa con el signo en la página. Pasa a Mario Chamie que señala el espacio negro de la escritura: la palabra. Destaca el ars combinatoria emergente de la “múltiple posibilidad de combinación que explica las varias lecturas que el texto ofrece”. Desvía hacia la teoría poética citando a Roman Jakobson: la función poética pone la tónica en el mensaje en cuanto forma. Lo retoma Haroldo de Campos al definir esa función como la que atiende al aspecto material de los signos. Confronta su libro de 1975 con el anterior de 1974: en Secos y mojados existía una dualidad: “coexistían dos concepciones: una machadiana, la concepción de “palabra en el tiempo”, se observa en la asimilación del lenguaje coloquial; la otra, mallarmeana, enfatiza el carácter escrito de la palabra poética”. De esa contraposición parece triunfante la línea mallarmeana en Estación estaciones: allí Milán reconoce que “sus raíces (están) en la experiencia mallarmeana de Un coup de dés…y en las concreciones literarias de la poesía concreta, ambos límites de un proceso dentro del cual la primera es causa y la segunda consecuencia”. Y luego añade: “La pre-concepción estructural se ubica en la zona de influencia de los Cantos de Pound y del poema mallarmeano. La búsqueda del blanco sigue la sombra de la enorme figura de Blanco de Octavio Paz”.

Después de tres epígrafes (extraídos de Fierro, Caetano Veloso, Joao Cabral de Melo Neto) inicia su libro estructurado complejamente: Milán utiliza recursos destinados a la fractura de la redacción tradicional, por ende, del orden tradicional lírico; se despoja de lo personal, lo anecdótico, lo emocional, lo lírico y resume una escritura que, si bien circula en el mismo sentido de ciertas vanguardias de principios del siglo XX, las trasciende en la elaboración poética teórica.  La ruptura de la codificación semántica desde la desarticulación de la sintaxis, quebrando el orden “normal” del sentido, volviendo hermético el texto, replegándolo sobre sí mismo, en su formalidad, en su mero ser de lenguaje: signo que asume forma nueva, elimina contenidos unívocos, potencializa y amplía una formulación sugerente (Mallarmé: las vanguardias). Por momentos la invertebración textual semeja procedimientos dadaístas. La desarticulación del lenguaje adviene ruptura de la norma pero también potenciación hacia una bifurcación combinatoria de lecturas posibles. Se utiliza el instrumental (lo parentético, por ejemplo) como mostración de metalenguaje; se amplía el espacio del texto, la disposición blanco-negro, página-palabra se vuelve (re)veladora de alusiones y elusiones. Cierra frente al clisé y los “lugares comunes”.

El pliego siguiente de Eduardo Milán, Esto es (1978) – título apocopado del título de su obra anterior – se compone de 5 poemas. Como suele ser frecuente en Milán  hay dedicatorias y citas textuales (a Roberto Appratto, Walter Vázquez, Regis Bonvicino y Augusto de Campos dedica sus poemas; cita el Canto 93 de Pound). Se mantiene fiel a sus ídolos pero la expresión ha cambiado: el procedimiento se vuelve más discursivo, hay continuidad textual, prima el racionalismo poético e incluso incurre en la mimética utilización de pictogramas e ideogramas que, subterráneamente, declaran la ratificación de su credo poético. Para Alicia Migdal, “empieza a ser verdaderamente un poeta comprometido con una realidad total a partir de su pliego Esto es, en donde la relación con lo “decible” acepta mostrarse limpiamente en 4 poemas plenos y austeros”.

En el decurso de los años 80 Milán publicaría Nervadura, libro que recoge Estación estaciones y agrega algunos textos más. De sus libros posteriores – que marcan un proceso de transformación – no hablaremos aquí por hallarnos circunscriptos a la poesía de los años setenta y ochenta.

Si bien Roberto Appratto (1950) inicia su producción poética con Bien Mirada (1978), su único libro de los 70, su proceso creativo se ha ido desarrollando con los años 80 marcando una evolución desde la contención, el ajuste y la rigidez expresiva de su primer libro, la expresión más abierta, libre, pero aún contenida, ajustada, precisa, de su segundo opus Cambio de palabras (1983) hasta la irradiación expresiva extensa a partir de un núcleo focal que, prosificando el verso, libera la escritura en su proceso natural aun cuando siempre se presiente el afinado control de la palabra, perceptible en Velocidad controlada (1986). La desarticulación y remoción de los clisés impuestos por la reiterada convencionalidad se instrumenta a través de la parodia y el sarcasmo inteligente que revela el tono original que la pátina de la costumbre ha opacado. En Mirada circunstancial a un cielo sin nubes (1991)se vislumbran otros aspectos de su poética  que rebasarían, por el momento, el campo de nuestro trabajo. En rigor, Bien Mirada, su libro de los años 70, contiene algunos elementos básicos de su poética: la teoría se conjuga con la creación  a partir de las palabras que el autor desgrana en su introducción , singularmente importante  en cuanto define una óptica personal de su poesía y de sus concepciones teóricas sobre poesía: “poesía – dice – es descubrir el mundo bajo el prisma del lenguaje transfigurado por la previsión del mundo”. Y más adelante: “Si se mira bien, no hay realidad fielmente observada sino una observación desde el punto de vista  del lenguaje: si la mirada desarticula las convenciones expresivas del lenguaje deja de ser el mismo por un acto de conciencia”. El corolario, es, pues, inevitable: “La mirada es textualización: se abandona la inocencia en función de esa conciencia crítica. Primero es la conciencia del lenguaje (el subrayado es mío); segundo, la previsión del mundo; tercero, la confirmación del lenguaje como mirada; cuarto, la unidad en torno de esa conciencia”. Es sintomático que, una vez más, y desde distintos enfoques el punto de confluencia sea la conciencia del lenguaje.

El epígrafe inicial del libro marca la aproximación a Eduardo Milán. Pero, si en esta obra es notoria – inclusive la afinidad con Pound que figura en otro epígrafe – sobrevuelan otras figuras en el paisaje de Appratto: Jorge Medina Vidal, Enrique Fierro, pero también y, sobre todo, la teoría crítica y lingüística. El primer libro de Appratto es más, quizás, la obra de un teórico que la obra de un poeta. Es, a partir de Cambio de palabras que el delicado equilibrio se establece nivelando lo teórico con lo creativo y haciendo brillar, por momentos, fragmentos breves como gemas. Quizás – sin quizás – la obra más espléndida de Roberto Appratto se inicia a partir de este libro de los años 80, se continúa en Velocidad controlada – donde la clave es otra – y culmina, en el período que nos ocupa, con Mirada circunstancial…. Impresiona como un viajero que ha partido de la teoría poética salpicada de matices de poesía para ir descubriendo-revelando in crescendo un progresivo desarrollo poético, en su doble acepción de teoría y creación, dando rostros nuevos cada vez, que se vuelven para completar, como diría Henry James, la “figura en el tapiz”.

Aquí también, impelidos por el marco de nuestro ensayo, debemos detenernos exclusivamente en Bien Mirada: ya se percibe una constante de la poesía de RA: la utilización de los elementos naturales desde su particular punto de vista. La incidencia de la naturaleza en toda su poesía se revela como vista y (d)escrita a partir de un personal enfoque que desarticula las partes confortantes de la estructura, deshace la figura, para articularla en nueva mirada, nueva escritura. La propuesta corrige los desfasajes del lenguaje: las convenciones, los usos comunes, los clisés, el lenguaje gastado a fuerza de repetido y, por ende, huero, vacío. De ahí que la clave es la mirada desde “otro enfoque”, no el usual, mostrando una percepción asintomática que revele, o mejor, “ilumine” los objetos. La realidad a través de un prisma cambiante elimina la semántica común, el sentido “normal” de lo dicho, el peso del contenido. La reconversión transformadora ficcionaliza la llamada “realidad” en el sentido huidobriano. De ahí el poder del lenguaje como instrumento de creación artística, “segunda realidad” que trasciende la recepción primaria. “No cantar la rosa, hacerla florecer en el poema”.

Los recursos técnicos instrumentados apelan a la morosidad  rítmica de la palabra que se internaliza, a la enmarcación cinematográfica – habría que detenerse a examinar la puntual incidencia del cine en la imaginación poética de gran parte de los creadores de la Generación de la Resistencia-  del objeto como operación aprehensiva; la plasticidad – que se asimila a ciertos plásticos uruguayos de estos años – de líneas geométricas y material pulido. Alejandro Paternain[15] aprecia la búsqueda formal, la autoexigencia, la solvencia, la tentativa de nuevos caminos. Más allá, a la luz de la obra de Appratto publicada posteriormente, su incursión en la prosa, la evolución de su poesía, ameritan incursiones críticas imprescindibles para la realización de un análisis crítico exhaustivo y completo.

Marcelo Pareja (1954) edita Salarea, su primer libro, en 1977. En las palabras de contratapa se anotaba lo siguiente: “Hacer del poema un ámbito de asombro donde el lenguaje parece rechazar los caminos de “corrección” habituales, buscando orígenes más oscuros pero no menos reales, transmutando el signo convencional en látigo sorpresivo. El neologismo, el lugar común lingüístico, el realce del valor fonético del vocablo, la destrucción de formas sintácticas habituales, son los caminos que parece emprender este primer cuaderno de Marcelo Pareja”. Como se aprecia ya desde el comienzo, el enfoque poético de Pareja apuntaba a los elementos técnicos que caracterizaban una línea poética precisa: un lenguaje transgresor de la norma académica, la ruptura con los “lugares comunes” y los convencionalismos, la desarticulación sintáctica, el valor fonético de la palabra.

El Prólogo nos comunica con un autor que utiliza la descripción narrativa – como posteriormente la prosa en Reuniones y banderas  (1981) – en forma poética.

Poesía, ya se sabe, no es sólo verso. Pareja utiliza el narrema como núcleo del cual extrae un surtidor poético. Hay poesía en las imágenes cinematográficas también. Trasciende, pues, hasta el vehículo formal convencional para iniciar una poética  de la realidad de los objetos desde la realidad del lenguaje que nomina esos objetos desde un enfoque otro que relativiza el conocimiento asiduo y común. El ritmo de los poemas de este primer libro de Pareja se sustenta en una apoyatura doble: formal, con iteración de aliteraciones y musical, con la combinación consciente de fonemas y neologismos que imantan imaginativamente la palabra, la transforman en sonido puro, en acorde, en instrumento templado con sutileza, no sin cierta magia verbal. Pareja conjuga en la palabra  poética la sensación auditiva del trovar, con delicadeza casi naif, con la sensación visual de la pintura que emula el misterio que finge olvidar su nombre.

Lo musical, en la versificación rítmica, en el aleteo lúdico de las palabras, en la alegría de la intuición del fondo de las cosas, se entremezcla a la plástica expresión del reconocimiento íntimo. Dos constantes se aprecian, pues, tempranamente, en Pareja: la imaginación dotada para el ejercicio narrativo que se sintetiza poetizado y la intensidad de un doble ejercicio de interrelaciones: la plástica y la música expresadas por el lenguaje. Hay poemas que son cuadros y hay poemas que son canciones. Como en otros autores incide el cine, en Pareja la fusión de las artes cobra virtual realidad  a través de su ejercicio textual, donde el lenguaje es el tamiz que filtra, cierne y ordena los elementos procedentes de otras manifestaciones artísticas.

Alejandro Michelena[16] ve en Pareja una “acentuada preocupación de búsqueda y apertura formal, de investigación y ruptura del verso”. Cierto es que apela a recursos técnicos de las vanguardias de principios de siglo XX y, por momentos, a elementos neo-barrocos y aún retóricos (el apócope, la onomatopeya, la aliteración, por ejemplo), sin embargo, lo que distingue la poética de Pareja de aquella que aproxima a Milán y Appratto es la atención no exclusivamente formal hacia la composición del poema sino también el marco semántico que, a veces rodea el texto y en otras se instala como eje centralizador textual. En Appratto hay contención y la ironía – cuando aparece – es precisa, ajustada; en Pareja, hay humor que recorre libremente la palabra, hay un sesgo lúdico que devuelve cierta inocencia a la perspectiva. Pero también hay ironía, cuando el autor considera que debe darse, y juego sardónico con las palabras.

Salarea aparece en 1977 y Poemas Himnos 1974-1976, su segundo libro, en 1979. La composición del segundo libro era, no obstante, anterior a la del primero. De modo que, cronológicamente, los poemas de Poemas Himnos se continúan en Salarea y, posteriormente, en Cuaderno del viento (ed. 1989) que reúne poemas compuestos entre 1978 y 1984. Hacia 1981, Pareja publica una colección de 15 textos de prosa poética bajo el título Reuniones y banderas, que debe contarse entre lo más relevante de su obra édita. A ello debe añadirse el delgado cuaderno Himnos, aparecido en 1990, con 5 textos extensos.

Como ocurriera con Secos y mojados de Milán, en Poemas Himnos 1974-1976 hay cierta emoción lírica (“Casa italiana”, “Canto viejo”, por ejemplo) y cierta intensidad lírica (“Ala”, “Rituales”) que demuestran un claro atributo poético. También aquí había homenajes (Klee, Yeats). En todo caso, este libro primero en el tiempo exhibe un tono eminentemente lírico aun cuando se vislumbra la incidencia gradual que el lenguaje irá adquiriendo en su obra futura. En Salarea prima la experiencia verbal, el trabajo textual, la atención hacia la escritura, la tensión hacia la textura poética y se equilibra, sabiamente, con la plasticidad visual y la oralidad rítmica que dimensionan el texto hacia nuevas, posibles, lecturas. Es allí donde la “conciencia del lenguaje” – en un sentido algo diferente a los poetas antes estudiados – se presentiza, cuerpo en la escritura, mostrando en Pareja a un atento lector y, asimismo, un sensible poeta.

En este punto, correspondería la inserción de Álvaro Miranda (1948). Es obvio que toda emisión de juicio crítico, que provenga del autor de este ensayo, no corresponde. Remitimos, entonces, al lector,  a los juicios críticos contenidos en la sección correspondiente de esta misma página Web. No obstante, algunos datos aclaratorios pueden resultar útiles. Por ejemplo: el primer libro publicado Nacimiento habitado (1978) presentaba el siguiente subtítulo: Primera producción 1971 – 1976; con ello se pretendía especificar un marco temporal de composición que abarcaría el lapso 1971-1976. En la concepción primigenia, esta primera producción se continuaría en un segundo libro que preserva la estructura tripartita del primero pero la invierte, de modo que cierra un ciclo. Esta “segunda producción” se iniciaría donde termina la primera (1976) con culminación en los años siguientes. Concebido, pues, como díptico, Nacimiento habitado es la primera parte de una obra que se complementa y concluye con el libro inédito Bajo cielos que llueven puñales.

Hacia 1980 se inicia la publicación de una serie de cuadernos anuales contenidos bajo el título común Poesía Crítica. Fueron 5 cuadernos publicados entre 1980 y 1984.

A los efectos de nuestro análisis precisemos que es en estos textos – más los contenidos en Escalas escal(er)as. Poemas para ascender y descender (1983) y los títulos correspondientes a los heterónimos M. Olivar Aranda (El mundo no es como uno lo usa (1982), La cochera de Fairbanks (1989)) y Arno Malvadari (Las fibras conductoras (1985), Pánico púnico (1989)) – donde debe analizarse la presencia de los elementos constitutivos de una “conciencia del lenguaje”. Puede resultar útil apreciar – como lo ha hecho Roberto Appratto en su rigurosa e insoslayable Antología Crítica de la Poesía Uruguaya (1900-1985) – el aporte concluyente de los heterónimos. Aun cuando una percepción crítica minuciosa debería tener presente la sumatoria del trabajo édito realizado por esos años.

Hasta el momento hemos transitado el camino recorrido por algunos poetas que se inician en la década de los 70 y cuya obra aparece signada por lo que hemos definido – coincidiendo con otros críticos – como “conciencia del lenguaje”. Hemos observado antecedentes en la segunda promoción de la Generación del 60  ( Echavarren, Fierro ) pero no debemos olvidar que en esta década aparecen libros de la Generación del 45 y de la primera promoción de la Generación del 60 que es necesario considerar en un período de transformaciones y nacimientos autorales. Títulos como Palabra cabra desmandada (1971) de Juan Cunha; Oidor andante (1972) de Ida Vitale; Hokusai (1975) de Washington Benavides; Composición de lugar (1976) de Amanda Berenguer; Situación anómala (1977) de Jorge Medina Vidal; Fieles (1977) de Ida Vitale; Cambios, permanencias (1978) de Circe Maia; Apalabrar (1977) de Salvador Puig; Fontefrida (1979) de Benavides; Jardín de sílice (1980) de Vitale, publicados a lo largo de una década de intensos cambios de toda índole no pueden dejar de considerarse en cualquier evaluación crítica del período que nos ocupa.

La poesía de tradición lírica

Si bien la línea poética precedentemente indicada abría rumbos difíciles, poco explorados  y establecía una presencia sólida de textos y autores que señalizaban una nueva vía de creación y crítica, existieron en los años 70, otras líneas que conservaban los aportes de la tradición y enfocaban el hecho poético desde una perspectiva más apegada a las formas y contenidos que, históricamente, forjaron la poesía uruguaya. En general, hallaron en el tono lírico, en la expresión sensible de los motivos líricos, en la acentuación expresa de los contenidos frente a las formas, en la preocupación social y/o cultural, en la inmersión, casi siempre nostalgiosa, en las calles de un Montevideo transformador y transformado, en las vetas emocionales de un vitalismo exacerbado, en los rincones del exilio interior, en el recuerdo, la añoranza, en fin, todas las persistentes páginas de la memoria, los hitos autóctonos celebrados y convertidos en poesía, el ejercicio poético que los singularizó demostrando que los cauces de la poesía tradicional uruguaya seguían indemnes. Lo hicieron, no obstante, aportando aquí también lo nuevo que, en ocasiones, se refería al enfoque de un tema, en otros al tema mismo o a los instrumentos técnicos utilizados para expresar, bajo forma novedosa, una emoción, un sentimiento, un paisaje, un recuerdo, un concepto, clásicos en la literatura universal. Fue Rolando Faget (1941) entre las figuras representativas de esta línea, uno de los más prolíficos autores y activos propulsores de la poesía en estos años. Desde Poemas de río marrón (1971) hasta No hay luz sin consecuencias (1977) pasando por Un sol, otras mañanas (1975) y El muro de los descansos (1976) más dos pliegos (La casa está habitada (1978); A Juan León Zorrilla (1977)) componen su activa obra édita por esta época. Asimismo, Faget impulsó Ediciones de la Balanza durante cuatro cruciales años (1976 a 1979) logrando reunir un conjunto de poetas que demostraron que no era el silencio el signo de la poesía uruguaya. Periodista, animador cultural pero, sobre todo, poeta, Faget cristalizó una escritura urbana donde la ciudad (reconocible Montevideo) adquiere una primordial relevancia,  con sus calles, sus árboles o su Río de la Plata; con sus habitantes melancólicos, tristes, abatidos, pero dispuestos a pelear una vez más mano a mano con la vida; es una poesía de intensa vitalidad donde la emoción es el soporte lírico que transmite sentimientos de dolor o de piedad, de miedo o de alegría. Sus extensos, descuidados – en un sentido whitmaniano -  versos, desde los iniciales textos de Poemas de río marrón hasta los más recientes, van mostrando cómo se pule su escritura, se domina el instrumento del lenguaje, se crece en sensibilidad y confesión, conformando, paulatinamente, una cabal presencia lírica. Ya en El muro de los descansos se aprecian instancias de delicada expresividad lírica que en No hay luz sin consecuencias se concretan en poemas más sintéticos, más breves, pero igualmente contundentes.

Otro poeta, enamorado de la ciudad en que le tocó nacer, Alejandro Michelena (1948) compuso su primer libro poético Formas y Fórmulas (1978), único poemario de los años 70, con una impronta personal que fija en la imagen de Montevideo, sus seres, sus rincones, sus cafés, sus calles, sus parques y sus avenidas, materia poetizable desde una sensible disposición del poeta para la captación plástica del entorno. Con un lenguaje directo, sencillo, pero expresivo y una atención dispuesta hacia el amor, la juventud, el entusiasmo estudiantil, la esperanza, pero también el dolor, la cierta sombra. En un conjunto homogéneo de poemas breves, luego recogidos y estructurados en un libro de los años 80, Rituales, editado en Suecia, Michelena traza un emotivo perfil donde recrea los matices, se interna en las sinuosidades de las relaciones humanas, escribe con emoción pudorosamente contenida pero latente y firme en la palabra, en la imagen. El código identifica las figuras de los 60, de los 70 (Joan Baez canta en la radio) o del acervo cultural uruguayo (Torres García), las mujeres amadas, las amigas cercanas, los lugares que despiertan la melancolía o el dolor; la poética de Michelena está basada en una identidad natural  con el contexto cultural que trasciende en versificación sencilla pero emotiva, en sensible captación de que, muchas veces, la belleza se encuentra en las pequeñas cosas de la vida.

Alfredo Fressia (1948) publica Un esqueleto azul y otra agonía (1973) y una década después, en 1982, publica Clave final, libro que completa su producción poética de la década de los 70. Si el primer libro recogía composiciones hasta la fecha de edición, el segundo incluye poemas compuestos en Montevideo y en Niteroi entre 1975 y 1979, cerrando así una década. “Mi poesía – declara Fressia – fue compuesta en condiciones intolerables”; esas condiciones marcan el tono eficazmente dramático de su poesía. Radicado en Brasil desde 1976, la poesía de Fressia está dotada  de un ritmo de cadencias sugerentes y precisas, una prosa casi – aun cuando escritos en verso – melodiosa y sinuosa; un tono de intenso dramatismo  que confluye en puntual temática o motivación lírica: el sexo como un estigma de soledad  e imprecación pero también como un aura de miedo dulce y peligroso; el deseo y las dificultades de la satisfacción; el placer envuelto en la certeza de la breve aventura de existir; el lado oscuro del hombre pero también el lado tierno, sensible y humano en la difícil tarea de ser en un mundo voraz y destructor. Es una poesía de lenta degustación, de suave asimilación, a pesar de ciertas imágenes sombrías que cortan como un tajo en la piel. Pero ahí están Gide, Rimbaud – una y otra vez en su recuerdo – mezclándose con amigos cercanos en el tiempo-espacio de la escritura pues, en el fondo, el ser poetizado es un humano genérico y querible, más allá de sus defectos, precisamente por ellos, mostrado con una inteligente ternura de poeta cierto, indiscutible. Obra singular en la experiencia de la década, los dos libros condensan poemas de 10 años y hacen de Alfredo Fressia un poeta cabal, una escritura que invita a la relectura pausada, atenta, generosa.

La poesía experimental y otras líneas heterogéneas

Nuestro país no se ha caracterizado, precisamente, por atender a los procesos experimentales en los distintos géneros literarios. Crear en un ámbito reducido y rechazado – conocida uruguaya vocación tradicionalista que desconfía de lo diferente – no ha sido fácil para artistas y autores., como ocurre con Clemente Padín (1939), fundador de la revista Los huevos del Plata (1965), autor de Los horizontes abiertos (1969), publicada al filo de los 70, donde “figura el poema “Alicia en llamas”, que presenta recursos propios de Cummings, Pound y el Concretismo brasileño”[17]. Su obra posterior dejó de lado la escritura en verso para comenzar el tránsito por experiencias más radicales. Signografías y textos (1971) “son poemas visuales no semánticos en los cuales se intentan incorporar los elementos de superficie como constituyentes del texto”, dice Argañaraz[18]. Establecido, como el propio Argañaraz y Ruben Tani, en la Facultad de Humanidades, Padín realiza en 1970 su exposición “La poesía debe ser hecha por todos” y, al año siguiente, “Apoye su mano y dibuje su contorno” en el Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires. El interés de Padín por la realización de una propuesta poética activa le induce a multiplicar sus experiencias: en 1971 propone su concepto de la Poesía Inobjetal o Arte de la Acción, siguiendo lineamientos de Marx: “no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo” y de Maiakovski: “No hay arte revolucionario sin forma revolucionaria”, exponiendo su teoría a través de cuatro Manifiestos de 1971 y del libro De la representación a la acción (1975).

Padín expone una concepción estética que procura enlazar su pensamiento filosófico-político con las prácticas del arte de vanguardia y los aportes de la semiología. La Poesía Inobjetal propone “actuar sobre la realidad y no sobre un sustituto representativo de la realidad como los lenguajes artísticos conocidos”, señala Argañaraz. “Su lenguaje será el de los hechos, el “lenguaje de la acción” cuyo signo es el acto que, como significante, opera sobre la realidad y, como significado, opera sobre la ideología, dependiendo su grado de información de la intensidad de la acción” (N.N. Argañaraz, ob. cit.).

En esta línea Padín fue procesando su propuesta (“El artista está al servicio de la comunidad”, San Pablo, 1975; “Por el Arte y por la Paz”, performance, Berlín, 1984). A la vez, experimenta con otro tipo de trabajos, compuestos entre 1972 y 1978: “Ángulos”,”Intersecciones”, “Bloques”, “Traslados”. El primero de los citados fue publicado en Milán (1972) y comentado por el poeta y semiólogo brasileño Moacy Cirne en 1975.

La inquietud permanente en la búsqueda de nuevas formas expresivas es constante y manifiesta con su participación en la corriente del Mail Art (Arte Correo), participando en el “Festival de la Postal Creativa” (1974) y la Exposición Internacional de Arte Correo (1983), ambas realizadas en Montevideo. Más cercanamente en el tiempo, la disposición plástica y gráfica de Padín lo ha aproximado a la nueva tecnología, como el Video, en donde ha encontrado un instrumento adecuado para el desenvolvimiento de su particular ideación creativa.

La plasticidad de las imágenes y las metáforas, el pictoricismo en algunas comparaciones, pero siempre dentro de una óptica afín a lo tradicional en el quehacer poético, fue marcando las obras de Tatiana Oroño (1947) y de Hugo Giovanetti Viola (1948). En la primera, su único libro de la década, El alfabeto verde (1979) “no se ha desprendido de la influencia de las bellas palabras que la poesía española ha volcado sobre los lectores sensibles e introspectivos” (Alicia Migdal, ob. cit.). Mientras que para Alejandro Michelena es una “poesía de raíz tradicional (por tratamiento y enfoque) que partiendo de la frescura lírica del inicio, evoluciona hacia una clara profundización – y mayor conciencia consecuente – del trabajo artístico” (ob. cit.). En el caso de Hugo Giovanetti, que prologaba el libro de Oroño, su condición de narrador, casi en primera instancia, marca su poesía. París póstumo (1976) y Bodas de hueso (1978), sus libros poéticos, alternan con sus narraciones breves y sus novelas, definiendo un perfil amplio como escritor. En la Antología Arca de 1976 se indicaba que “hay en él una actitud de amor hacia las palabras y sus infinitas posibilidades sonoras, una sensualidad verbal”. Casi de carácter opuesto resultaba el trabajo poético de Juan Carlos Macedo (1943) pues, según Migdal, es “la suya una operación de despeje y ordenamiento donde lo intelectual sosiega lo sensible y crea un cuadro de relaciones controladas y decantadas” (ob. cit.). Autor de Durar (1974), Durar II. Referencial e instrumentos (1976), sus libros de poesía de los 70, Macedo ha ido perfilando una línea mentalista, de densidad conceptual. Para Víctor Cunha (1951) en cambio, sus dos obras de los 70, Poemas de la sombra diferida (1973) y Título, umbral, contribución (1979) han producido un pasaje – según Migdal en obra citada – “de la poesía directamente enamorada de las cosas a la postulación del trabajo reconcentrado sobre la experiencia predominante  de estructuración y especialización de la palabra”. A su vez, Carlos Pellegrino (1944) autor de Te juego un puñado de perros (1971), Versatorio (1973), y Claro (1976) “ha ido despojando sus juegos modernistas e irónicos de la coartada, no siempre legítima, de lo inesperado; la escritura es ahora “más clara”, más “blanca”, más urgida por la intensidad que por el gesto” (Migdal, ob.cit.)

Quedarían aún algunos poetas a considerar pero la excedencia del material tratado inhibe una prolongación. Recordar los poemarios de Julio Chapper: Tierra preparada  (1974), Rayuela del futuro (1976), Aire espina (1978); de Leonardo Garet: Pentalogía  (1972), Máquina final (1977); de Eduardo Espina: Niebla de pianos (1975), Dadas las circunstancias (1977); de Atilio Pérez Da Cunha (Macunaíma): Derrumbado, nocturno y desván (1977) y también los de aquellos poetas que habiendo escrito una valiosa obra durante los 70, posteriormente desvanecieron su presencia lírica y/o autoral, como Juan María Fortunato (1948), autor representativo de una línea de lirismo puro y exigencia con el lenguaje, desde su inicial Ejercerás la luz (1974), donde exhibía una sensible hondura para el tratamiento de las cosas pequeñas, humildes, apenas perceptibles, pero que, por el acto de gracia del poema alcanzaban una dimensión de justo valor, debida a la captación humana del poeta, a la mirada reveladora que deposita en los objetos para extraer de ellos toda la carga poética que contienen, en una percepción de sutil fineza que las revela en su plenitud. Luego vendrían Estación de la palabra (1978) en donde apela a la mostración poetizada  de los sentimientos esenciales de la vida siempre desde una actitud de captación honda del ser en el tiempo, del ser en relación con las cosas que integran su mundo, del ser en comunicación con los otros seres. Temática que continuará, en parte, en los libros siguientes de los 80: La luz y otros rituales (1982) y Adagio al sur (1986). También Hugo Fontana que, después de sus comienzos en la poesía, se dedicó, principalmente, a la narrativa. O J.Manuel García Rey con sus iniciales Apices (1976) y Nueva Industria (1979).

Nos hemos propuesto restringir nuestra área de estudio a los libros de poesía publicados durante la década de los años setenta. Es probable que algunos poetas de estos tiempos, con suficientes méritos para estar presentes, no se encuentren citados.

La intención no ha sido una evaluación crítica exhaustiva de todos y cada uno de los poetas que inician su obra por estos años – lo cual demandaría el formato de un libro más que el de un ensayo – sino el acercamiento, la aproximación, a algunos de los creadores representativos de las diversas líneas de composición literaria para trazar, esbozar acaso, un rápido panorama de la poesía de esa década que, para unos es antecedente de la que vendría después y para otros es en sí misma, la primera avanzada de una generación que abarcaría los años 70 y 80. Si algo queda claro es que las voces persisten, se renuevan y se escuchan aún en los tiempos más oscuros. El amanecer posterior trajo nuevas voces pero nadie podrá negar el valor de quienes esgrimieron la palabra como halos de luz sembrada entre las sombras, haciéndolo, además, con el conocimiento cabal del arte al que se aplicaban. ¿El comienzo de una nueva generación?. Dejemos la respuesta al tiempo. Sin duda, una serena lección de arte y dignidad humanas. 

NOTAS

[1] Conforme al trabajo elaborado por Alejandro Paternain y publicado en Capítulo Oriental  Nº 39: Los nuevos poetas  (fascículo y antología del Centro Editor de América latina, Montevideo, 1969.)

[2] Monner Sans, José María. El problema de las generaciones. Emecé editores S.A., Buenos Aires, Argentina, 1970.

[3] Los más jóvenes poetas. Selección y prólogo de Laura Oreggioni y Jorge Arbeleche. Ed. Arca, Montevideo, Uruguay, 1976.

[4]  El Uruguay de nuestro tiempo. El testimonio de las Letras 1958-1983. CLAEH Nº 7, 1983, Montevideo, Uruguay.

[5] Corrección que, en el tiempo, tuve oportunidad de practicar. Entre 1996 y 2002 realicé (concepción, creación y dirección) el programa Letras e imágenes que se transmitió por CX38 Sodre. Una de mis puntuales preocupaciones fue divulgar, desarrollar, hacer conocer, la poesía que se escribió en el mundo durante el siglo XX a través de lecturas y programas especiales adecuadamente musicalizados. Pude percibir la receptividad de la audiencia en el interés que me fuera manifestado durante esos años.

[6] Los más jóvenes poetas. Ob.cit.

[7] Recuento de la poesía visible.  Suplemento La Semana de El Día, 14 de junio de 1980, Montevideo, Uruguay.

[8] El Uruguay de nuestro tiempo. Ob.cit

[9] El Grupo de Tacuarembó: mito y realidad . Revista Música Popular Hoy, julio de 1981, Montevideo, Uruguay.

[10] Posmodernidad e intertextualidad en la poesía uruguaya de hoy. Suplemento La Semana de El Día, 1 de octubre de 1988, Montevideo, Uruguay

[11] Poesía uruguaya contemporánea. Una Muestra. 10 autores. Edición coordinada por Jorge Fernández. 1985. Mirall de Glac, Barcelona, España.

[12] Una palabra expresada en el momento justo. Suplemento La Semana de El Día. 22 de julio de 1978. Montevideo, Uruguay.

[13] Neo-vanguardia y poesía joven de Uruguay. Revista Eco Nº193. Noviembre de 1977. Bogotá, Colombia.

[14] Recuento de la poesía visible. Ob. cit

[15] Poesía como reflexión. El Día, 25 de febrero de 1978. Montevideo, Uruguay

[16] La poesía uruguaya persiste, acaso se renueva. Revista Destabanda, 1980. Montevideo, Uruguay

[17] Surgimiento de un poeta. El Día, 4 de agosto de 1979. Montevideo, Uruguay

[18] Poesía visual uruguaya de N.N. Argañaraz. Mario Zanocchi editor. Montevideo. 1986

Versión compendiada y actualizada de los ensayos publicados en:

- La Revista del Sur: Primera aproximación a la poesía uruguaya de la Generación de la Resistencia (1973-1985). Suplemento No. 1. Noviembre 1987. Montevideo, Uruguay.

- Andrómeda: Poesía uruguaya. Generación de la Resistencia (1973-1985). No. 26. Octubre-Diciembre 1988. Costa Rica.

- Río de la Plata: Aproximación a la poesía uruguaya de la Generación de la Resistencia (1973-1985). No. 7. Setiembre 1988. CELCIRP. París, Francia.

- Graffiti: La poesía uruguaya de la Generación de la Resistencia. Segunda aproximación. No. 27. Marzo 1993. Montevideo, Uruguay.

- Cadernos Pedagógicos e Culturais: A poesia uruguaya da geraçâo da Resistencia: segunda abordagem.  Traducido al portugués por María Thereza Peixoto. Setiembre 1995. Niteroi, Brasil.

 

Alvaro Miranda  Buranelli
alvaro@alvaromiranda.com 

 

 

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