Zapata, Villa, Madero: 
las muchas caras de la Revolución Mexicana

De Adelita a los muralistas
Alejandro Michelena

Cuando estalló la revolución de 1910, agitando reivindicaciones agrarias en un país con estructuras de propiedad de la tierra todavía semifeudales, pero además levantando aspiraciones de libertad civil de una creciente clase media urbana, gobernaba México de manera autocrática don Porfirio Díaz. Su dictadura estaba cumpliendo treinta años, y en sus primeros tramos había modernizado al país de manera positiva, extendiendo por toda su geografía la red de ferrocarriles, estimulando una incipiente y efectiva industrialización, dándole cohesión al territorio nacional, levantando la autoestima mexicana luego de varias y humillantes invasiones extranjeras. Pero también hubo un sector privilegiado –europeizante y afrancesado– muy cercano al poder, que se enriqueció a costa de las mayorías populares condenadas a la pobreza, mientras que el indígena seguía tan discriminado y explotado como en los tiempos coloniales.

El alzamiento comenzó en los estados norteños, con beneplácito al comienzo de los Estados Unidos, pero se extendió en poco tiempo como reguero de pólvora por todo el país. Las multitudes alzadas, sin formación militar pero entusiastas, fueron generando sus propios líderes. Así fue que los pequeños productores ganaderos del norte, y la incipiente clase media urbana de esa misma área geográfica, confiaron en el arrojo y el carisma de Pancho Villa. Mientras que al sur, los campesinos indígenas –que reivindicaban la propiedad comunitaria de la tierra, a partir de la tradición “ejidal” que hundía sus raíces en tiempos precolombinos– consideraron a Emiliano Zapata su jefe indiscutido.

Si Adelita se fuera con otro...

Pero la Revolución Mexicana fue mucho más polifónica  de lo que parece cuando se la mira desde el esquema y el desconocimiento. En las grandes ciudades, en la capital por ejemplo, el incipiente movimiento obrero de raigambre anarquista tuvo un gran protagonismo en esos tiempos de forja (muchos batallones proletarios se largaron a la lucha, detrás de los nombrados y de otros caudillos revolucionarios).

Mientras tanto, en sectores medios –profesionales e intelectuales– que se plegaron entusiastamente al movimiento, la influencia de los ideales masónicos no fue desdeñable. Por algo México es uno de los países de Latinoamérica, junto a Uruguay y Brasil, en que por diversas coyunturas históricas los “Hermanos de la escuadra y el compás” lograron mayor éxito en la siembra de sus ideales.

Los dos caudillos agraristas, Villa y Zapata, tenían aspiraciones muy diferentes, aunque el objetivo inmediato fuera compartido. Pancho Villa había sido el típico “bandido”, que quedó “fuera de la ley” por razones socio-económicas. Astuto, violento, amigo del alcohol y de la juerga, era algo así como la encarnación del “México bronco”. Tenía por los gringos del norte del Río Bravo una mezcla de admiración y odio, y de alguna forma quería –a través de su rebelión– propiciar en su tierra algunas dinámicas de producción que resultaban exitosas en el poderoso país vecino. Arremetía contra los grandes propietarios porfiristas, pero no buscaba un cambio de sistema sino una mejor estructura que beneficiara a los medianos y pequeños. Su ferocidad y los desmanes de sus seguidores aterrorizaron a las buenas familias urbanas del norte. La llegada de Pancho Villa y sus Dorados (la plana mayor de sus comandantes) a cualquier parte, inspiraba temor.

Diferente fue el caso del mestizo Emiliano Zapata, quien se pliega a la revolución al vislumbrar a través de ella una posibilidad de hacer realidad los reclamos indígenas de su estado de Morelos y otros vecinos, que venían pidiendo desde la independencia tierra para trabajar. Zapata levanta la bandera de “Tierra y Justicia”, que para esas comunidades expoliadas significaba recuperar el tipo de estructura de propiedad comunitaria que había sido la de sus antepasados, cuyo recuerdo estaba vivo. La rebelión de Zapata tiene un componente ético y solidario, y procura un cambio sustancial en el sistema de tenencia de la tierra. 

Si por tierra en un tren militar...

La diversidad de intereses que confluyeron en torno a la Revolución Mexicana impidió que los proyectos –diferentes aunque no antagónicos– de Zapata y Villa pudieran concretarse. Mientras ambos líderes lograron con su guerra de guerrillas derribar el antiguo estado de cosas, llegando incluso hasta la capital, (donde se hicieron fotografiar juntos en el sillón presidencial) la manija político-militar quedaba, casi sin que ellos se percataran, en  manos de Francisco Madero, líder civil del movimiento revolucionario, quien había encabezado la oposición a Porfirio Díaz y quería encauzar el movimiento por carriles democráticos alejados de cualquier radicalismo. Esta circunstancia frenó las reivindicaciones campesinas, que se estancaron definitivamente luego del golpe de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero, que de hecho significó una verdadera contrarrevolución. 

El nuevo empuje constitucionalista de 1914, con Venustiano Carranza a la cabeza, si bien marcó un claro camino democrático a seguir en el futuro del país, conjuró en los hechos las esperanzas de cambios de fondo en materia de tenencia de la tierra.

EL asesinato del caudillo de Morelos, y poco después el de Pancho Villa, junto al terrible fin de Carranza –a raíz de la traición de la élite militar surgida de la revolución y cuyas cabezas visibles eran los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles– embarcarían a México en un proceso paradójico, donde el discurso progresista emitido desde las altas esferas del poder no tendría casi efectos prácticos.

Poco a poco el olor de la pólvora se disipó, sofocado el alzamiento Cristero de los años veinte (movimiento católico integrista y nacionalista), y pudo comenzar a estructurarse un estado moderno. En éste, ciertas propuestas zapatistas –como la comunidad campesina ejidal– se incorporaron parcialmente, lo mismo que aspiraciones villistas en cuanto a la producción ganadera. También, en el medio urbano, reivindicaciones obreras tuvieron su concreción. La propia constitución de Querétaro, la ley máxima del proceso revolucionario, fue en su momento una de las más avanzadas del mundo en materia económico-social. Pero, paralelamente, un incipiente capitalismo fue creciendo y fortaleciéndose a todos los niveles, adoptando en los treinta una tonalidad nacional, y pasada la Segunda Guerra adaptándose cada vez más al modelo norteamericano.

Como lo describió brillantemente Octavio Paz, el “ogro filantrópico” mexicano supo unificar el partido único, con sus élites inamovibles en el ámbito político y sindical y su burocracia interminable, con tímidos atisbos colectivizantes en áreas rurales no demasiado valiosas, con leyes sociales destacables para los trabajadores agremiados, con un discurso de corte “progresista”,  pero con un fuerte y agresivo proceso capitalista en todo lo demás.

Efectiva revolución cultural

Si en un punto llegaron a buen puerto los ideales originarios de la Revolución Mexicana. Si en un aspecto las aspiraciones libertarias de Zapata y su “plan de Ayala” tuvieron su consecuencia y desarrollo, fue en el campo de la cultura.

Sobre el año 1920, siendo presidente Álvaro Obregón y comenzando la institucionalización del proceso iniciado en el año 10, es nombrado Ministro de Educación una figura intelectual de la talla de José Vasconcelos. Bajo su gestión se concretó una masiva campaña de alfabetización –en la cual participaron ejércitos de maestros, profesores, profesionales, y hasta voluntarios que habían tenido acceso apenas a la etapa escolar– que abarcó todos los confines del extenso país (luego del empuje inicial, al irse Vasconcelos del ministerio se aminoró, pero tuvo su continuación bajo la presidencia del general Lázaro Cárdenas, en el tramo final de los años treinta).

La mayor virtud cultural de Vasconcelos estuvo no obstante en la decisión de abrir la puerta a la mejor realización de la imagen y el relato de la revolución. Esto se plasmó cuando permite a los plásticos que integraban el movimiento muralista –jóvenes y rupturistas, radicales en política– la posibilidad de concretar sus obras en edificios públicos.

Los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, para mencionar los más conocidos y sobresalientes, plasmaron la historia de México y la del proceso revolucionario en la Escuela Nacional Preparatoria, en el Palacio de Bellas Artes, en el Palacio Nacional, en el Castillo de Chapultepec (que iba a seguir siendo por algunos años residencia presidencial), y en muchos otros edificios de la capital y otras ciudades. Y lo hicieron desde un estilo renovador, el mural de gran tamaño, y con un poderoso aliento de realismo social que fue eficaz como arte y como ilustración  para un pueblo en gran parte todavía analfabeto.

Se ha llegado a sostener con razón que, si en algún lugar del mundo hubo en el Siglo XX un arte genuinamente “socialista”, ese lugar fue aquel México en ebullición de los años veinte y treinta, cuando esos jóvenes artistas recrearon en enormes pinturas murales la historia de México desde tiempos precolombinos, y también retrataron el mundo moderno y sus contradicciones.

Alejandro Michelena
Artículo aparecido en Periscopio, rememorando esa gesta americana que fue la Revolución de 1910.

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