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Verano memorable en Montevideo 
Alejandro Michelena

Son muchos los veranos que se guardan en los pliegues entrañables del recuerdo. En mi caso, a medida que avanzo en años, se acentúa la predilección por evocar el tiempo de la infancia, ese lugar mágico y definitivo en nuestras vidas. Al hacer esto me libero del pecado de pretender ser original, y de paso puedo hacer compartir al cómplice lector la estimulante experiencia de recrear vivencias escondidas en el laberinto de la memoria.

En plan de elegir, me vienen imágenes sueltas del balneario La Floresta a fines de los cincuenta, o del Piriápolis de los sesenta. Mas procurando ser fiel a mi inalterable amor montevideano, me quedo con los veranos pasados aquí, en la capital, los que tal vez fueron los primeros instigadores -ocio y andanzas de por medio- de mis más recientes "aventuras" en forma de artículos y libros sobre esta Muy Fiel y Reconquistadora ciudad de San Felipe y Santiago.

Recuerdo especialmente un largo y cálido verano de finales de los años cincuenta. La casa de mi abuela en Malvín, en avenida Italia y Santa Ana, donde pasábamos algunos días. Una de mis tías luciendo sus zapatos de taco alfiler (que por entonces comenzaban a estar de moda) y una de aquellas soleras armadas y con vuelos (que hoy evocamos al ver añejas películas de la Metro), bajando la escalera camino a un baile.

Con mi hermano matábamos las horas de la noche temprana en el balcón trasero. La casa estaba en un primer piso, pero al fondo había un largo terreno y luego otro; al ubicarse además en un alto, nos permitía disfrutar mejor del espectáculo siempre renovado del cielo estrellado; abajo, más cercanas, las luces de Malvín y del Buceo, y algo más allá la negrura sugerente del Río de la Plata. Ese balcón y sus maravillas era nuestro secreto, y el embrujo se rompía sólo cuando la familia grande lo invadía ruidosamente para ver los fuegos artificiales en la noche del 31 de diciembre.

Una aventura más concreta y terrena era la incursión en la quinta establecida en la manzana contigua a la casa de mi abuela, a la que penetrábamos por el cañaveral de los fondos. Allí nos creíamos exploradores en medio de la selva, zigzagueando entre el maíz y las plantas de tomate hasta que alguno de los perros del predio nos marcaba tarjeta con sus imperiosos ladridos, comenzando entonces la urgente retirada.

En ese verano que estamos reviviendo -habría que decir "esos", pues fueron varios y se superponen- la mayor parte del tiempo transcurría entre las mañanas yendo con mi padre y hermanos a Playa Verde, cumpliendo el requisito de la siesta por las tardes, y recorriendo el parque en bicicleta después de las cinco. El ritual playero solía ser madrugador, e incluía una buena dosis de natación a lo hondo, para lograr según mi padre "estilo y resistencia" (él tema poco de lo primero pero se defendía bien en lo segundo, dejándonos siempre al final con la lengua afuera); para colmo, después, cuando nos entusiasmábamos construyendo castillos efímeros, acostumbraba a invitarnos a caminar toda la extensión de la playa hasta el Náutico (lo que a mí en el fondo me gustaba, tal vez porque ya estaba al borde de la pubertad y rozando la edad de mirar mis "primeras muchachas"). La retirada era siempre la misma: enfilando la Commer por la calle Yaguaneses, por esas fechas un camino angosto entre pastizales con apenas contados chalets.

De vuelta a casa en el barrio de Tres Cruces, muy cerca de Garibaldi y 8 de Octubre, la siesta era sagrada, pero mi forma de transgresión consistía en la lectura ávida de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, y por supuesto las novelas de Salgari impulsándome a fantasear con la posibilidad de transformarme en Sandokán. A veces la necesidad de acción era muy fuerte, y en ese caso nos complotábamos con algún amigo y compinche para recorrer en medio del sopor de esas horas el "corazón" de la manzana; lo hacíamos saltando por los muros del fondo a la parte de atrás de un sanatorio, de allí a una casa quinta contigua y de ahí a otra, hasta dar sin advertirlo a 8 de Octubre. Al final de las tardes nos ganaba la pasión ciclística en el Parque Batlle, y si no fuera por la siempre atenta mirada de mi madre nos hubiéramos perdido varias veces sobre dos ruedas en la ciudad todavía "terra incógnita".

Mucho más aconteció por cierto en aquel cálido verano (que fueron varios), pero tal vez estos fragmentos de impresiones y vivencias cotidianas digan más sobre él (o ellos) que cualquier pretensión de conjurar lo "esencial" que -como bien nos lo enseña el maestro Saint Exupéry- es "invisible a los ojos" (y a la posibilidad de apresarlo en estas líneas).

Alejandro Michelena
Capítulo del libro Gran café del Centro: crónica del Sorocabana (Ed. Cal y Canto, Montevideo, 2003).

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