A 130 años del nacimiento del pintor uruguayo
Torres García: utopista del Sur
Alejandro Michelena

La Barcelona del 900 tuvo, para España y también para el orbe hispanoamericano, el claro sentido de faro cultural que ejerciera el Berlín del mismo período para los países del centro de Europa. Si bien Paris encandilaba a muchos, la vieja "ciudad condal" —menos espectacularmente pero en forma efectiva— recibía por esos años nutridos contingentes de peregrinos del arte, como fue el caso de Joaquín Torres García, de cuyo nacimiento se cumplieron ya los 130 años.

También desde allí nos llegaban aquellas baratas ediciones a través de las cuales la nueva generación inquieta de las grandes ciudades de América Latina se asomó al conocimiento, al goce estético y a la reflexión problemática. Eran entonces Barcelona un genuino centro de irradiación, además de un laboratorio alquímico donde se iba trasmutando la audacia de la modernidad en el contexto de nuestra lengua.

Fueron los años del esplendor arquitectónico de Antonio Gaudí, uno de los mayores creadores del "art nouveau" pero además el último de los grandes artistas religiosos en la tradición que tiene en el gótico su punto culminante. Este le imprimió a la urbe catalana una renovada entonación —actual y al mismo tiempo esencial— a través de esos edificios redondeados y curvilíneos con extrañas torrecillas inconfundibles, mediante el prodigio de su encantado parque Güell, y sobre todo por medio de su inacabada e inigualable catedral de la Sagrada Familia. El sentido místico y la libertad de Gaudí, su sensualidad, su tortuosa serenidad, se corresponden de manera sorprendente con lo que era aquella ciudad para los jóvenes con inquietudes artísticas que arribaban allí, que recorrían con timidez sus ramblas pobladas de multitudes incesantes, que frecuentaban sus cafés o se aventuraban por las tabernas intemporales del Barrio Gótico, o quizá buscaban en el puerto el secreto sutil del Mediterráneo.

Tal fue el ámbito de formación de dos figuras tan distintas y distantes como el archifamoso Pablo Picasso y el no tan conocido pero no menos universal Joaquín Torres García. Ambos han reconocido siempre una deuda original con esa ciudad, si bien su maduración y desarrollo tomó luego otros rumbos geográficos.

Del sol mediterráneo al laberinto de Nueva York

Torres García llegó muy joven a Barcelona. Hijo de un inmigrante español que se había instalado en Montevideo, Uruguay, su precoz traslado a Cataluña tiene —para el observador ubicado en este extremo del túnel del tiempo— mucho de un destino providencial. Porque sin esa diáspora europea, ni la obra ni el pensamiento de Torres hubieran adquirido luego la dimensión que tuvieron y tienen.

La luz mediterránea, que en Picasso suscitara una especial sensualidad, ese regusto por el disfrute de las primicias de la vida sin culpa ni malicia (pre-cristiana podríamos decir) que encontramos a lo largo de toda su proteica peripecia creativa; esa misma luz ejerció en el uruguayo una influencia diferente, más serena y apolínea. Pictóricamente sus frutos los vemos en los murales de la Diputación de Barcelona, en sus paisajes bucólico-mitológicos, y extendida —de modo soterrado pero actuante— en la nostalgia de algunos símbolos de su línea constructiva. y hasta en la luz que a veces asoma en sus grises paisajes montevideanos tan paleta baja.

Conceptualmente, el contacto nutricio con el Mediterráneo ancestral de ayer y de siempre, con esas permanencias detrás de la apariencia, ayudó a que germinara en Torres García su peculiar neo-platonismo, menos suscitado por lecturas filosóficas que a partir de la reflexión pragmática en torno a la luz, la forma, la estructura y la armonía. En su caso el arte no se podría explicar sin ese contacto "iniciático" juvenil con el clasicismo vitalista de las culturas populares mediterráneas.

El artista abandonará Barcelona siendo un plástico reconocido. Le iba a acompañar en éste y los otros viajes su desde entonces inseparable compañera, a la que conociera en la ciudad condal; su esposa Manolita Piña, cuyo pragmatismo y capacidad administradora en cuestiones de la vida práctica —virtudes bien catalanas, como es fama— oficiarían de ancla para su idealismo durante el azaroso peregrinar que les esperaba.

Torres se sumerge en el laberinto de Nueva York cuando esta megalópolis no era todavía un centro artístico, algo que se iba a dar recién décadas más tarde. Por cierto que ya se perfilaba como un laboratorio de nuevas audacias que iban de los rascacielos a los automóviles, de los ritmos musicales a las modas. Lo que más interesó a nuestro pintor fue su condición de gran ciudad americana, caldo de cultivo de lo nuevo, crisol de culturas diversas. Y esa soledad en medio de las multitudes, esa frialdad por momentos despiadada, impresionaron mucho a Torres. Cierto matiz, cierta mirada sobre el paisaje urbano, el mismo tono cosmopolita de sus cuadros, fueron elementos adquiridos luego de la vivencia neoyorquina.

También a orillas del río Hudson pudo el artista acercarse a algunas manifestaciones artísticas de las antiguas culturas precolombinas a través de los museos. Además, apreció allí la obra de sus estrictos contemporáneos locales y la de todo el sub-continente latinoamericano.

El París fermental de los veinte

Luego de un retorno por poco tiempo a Barcelona, la nueva estación de su andar iba a ser "la gran capital del siglo XIX" , tal como la definiera con lucidez Walter Benjamin. Paris se había proyectado en esos años veinte como matriz de casi todos los "ismos" que estaban llamados tener incidencia planetaria.

En ese caldero hirviente de ideas, creatividad, audacia, ruptura con el pasado, rescate de tradiciones olvidadas, lograría Torres García perfilar —Mondrian mediante— su "universalismo constructivo" a través de la práctica con la tela y los pinceles, deduciendo de esta experiencia una fundamentación filosófica a partir de sus meditaciones en torno a la "regla áurea", la noción de estructura como esencial, los símbolos primordiales y permanentes que desde entonces iba a privilegiar.

Retorno a Itaca y opción por el Sur

Muchos lectores tal vez hayan reparado, contemplando la obra "torresgarciana", en su casi obsesión por el Sur, lo que aparece a través de la misma palabra, o sugerido por la rosa de los vientos, o en esbozos de mapas, o en signos, o en su famoso delineamiento del contorno americano con el "sur" hacia arriba. Todo esto no es algo meramente anecdótico; por el contrario, para comprender realmente la cosmovisión de Torres hay que prestarle suma atención.

Es algo con pocos antecedentes en aquellos años —cuando el que lograba instalarse en los grandes centros neurálgicos del arte a veces no retornaba nunca más a su país de origen—, que un artista del prestigio y estatura, de la dimensión innegable que ya tenía este uruguayo, decida a la edad más plena el retorno a una ciudad todavía provinciana, alejada de todo camino de posible interacción cultural activa con el mundo. Fue una senda solitaria, insólita y a contrapelo de lícitos intereses vinculados a su carrera; un camino motivado sobre todo por una idea casi utópica: fomentar desde el Sur, por ende desde lo marginal, desde esta tierra de nadie que era el Río de la Plata, un movimiento estético-cultural que colocara a Latinoamérica como centro de un verdadero renacimiento espiritual.

Este visionario desembarcó un día en el puerto montevideano. Y como un nuevo Ulises de retorno a Itaca, todo fue llegar y ponerse a trabajar sin descanso —contra viento y marea, contra la inercia y la mediocridad, con una persistencia de titán— para que las tan rumiadas "idealidades" se concretaran en "realidades".

Es claro que Torres, como buen utopista no iba a lograr su objetivo a cabalidad, pero no fue poca cosa movilizar como lo hizo al cansino ambiente cultural de Montevideo en los treinta y cuarenta, creando una verdadera escuela pictórica, fomentando a su alrededor un culto intelectual sin parangón que resultó escandaloso para muchos por la pasión y el fervor de sus seguidores. Y en lo más valedero de su sino —en la pintura al fin— desarrolló ese Universalismo Constructivo que en su obra (no tanto en la de sus numerosos epígonos) fructificó en un original lenguaje donde confluían en cierto modo la tradición greco-latina, el arte moderno, y también aquellas "voces distantes" de indoamérica. Y en la línea de sus "paisajes urbanos", podemos afirmar sin caer en desmesuras que este gran artista interpretó como pocos el espíritu gris, aminorado, tan "de cercanías" y de medio tono, que singularizaba al Montevideo de los años cuarenta.

Ocupado en su labor de creación y en su Taller, no aminoró por ello su paralela labor intelectual. Más bien la multiplicó a través de la cátedra —célebres fueron sus conferencias en la recién fundada Facultad de Humanidades— y también el libro, procurando difundir las ideas del "universalismo" y su tan peculiar americanismo.

En cuanto a su ideología, ésta corría a contrapelo de las líneas más o menos oficiales o aceptables entonces. Su actitud chocaba tanto a los racionalistas liberales deudores del iluminismo dieciochesco, como a los positivistas, y así también al catolicismo dogmático. Aquel geronte apasionado, hablando a los cuatro vientos en lenguaje pitagórico, ofendía por cierto a esos hijos pródigos del torrente hegeliano que son los marxistas. Desconfiaba de él la derecha cerril, siempre anticultural, pero también el rebaño de los tibios prosélitos de cierto rosado "progresismo". En definitiva: era un cabal convidado de piedra, al que rodeó un núcleo audaz y sensible de la juventud de entonces.

Lo de veras permanente

Como siempre sucede cuando se trata de una personalidad imponente, de alguien tan seguro de su prédica que no deja lugar a los matices, a la muerte del maestro quedaría una cosecha de fieles seguidores que transformaron en dogma lo que había sido en vida de Torres una incitación al cambio fecundo, el señalamiento de renovados rumbos, el descubrimiento incluso de una mirada artística forjada "desde el Sur". Los mejores talentos del Taller en lo conceptual y lo plástico, hicieron luego sus propios caminos, pero la saludable "herejía" estético-cultural de los cuarenta fue transformada por el grueso de los discípulos en verdadera iglesia instituida, con su palabra revelada, su moral, sus límites estrictos, sus réprobos, su miedo a la libertad en suma.

Queda la esencia de su pensar, que puede sintetizarse en este párrafo de la lección inaugural en Facultad de Humanidades: "... el futuro arte de América tendría que ser universal: y esto, por razones de tradición (si es que queremos entroncar con la tradición universalista indoamericana) y también porque, los pueblos de América, son formados por todas las razas del mundo. Y, aunque enormemente distanciados del ideal clásico de los humanistas, tal idea, por su universalidad, podría convenirnos perfectamente. Y yo pienso, a veces, que tal tendencia en mí hacia lo universal, no puede serme exclusiva, sino que, por el contrario, debe ser la de muchos individuos de estas tierras del Nuevo Mundo. La difusión, pues, de las ideas universalistas, la creo altamente beneficiosa y adecuada". Como prueba que a pesar de su idealismo su pensamiento anclaba en las circunstancias, podemos reparar en esta afirmación: "Hay que volver al sentido humano normal; y hay que encontrar lo universal en la temporalidad de las cosas entre que vivimos".

Es obvio que la principal vigencia torresgarciana está en su obra pictórica, no porque sus cuadros se coticen ahora de la manera que lo hacen en el mercado de las subastas de arte, sino porque la mejor crítica y los veedores más profundamente sensibles ya lo consagraron hace tiempo a nivel internacional por su valía.

En este ensayo pretendimos incursionar en parte en la significación de Joaquín Torres García en el contexto del pensar estético Latinoamericano.

Alejandro Michelena
Ensayo aparecido en el 2000, su versión original, en la revista Latitud 30-35 de Montevideo.

Publicado en su versión definitiva en Cuadernos Hispanoamericanos de Madrid (mayo-julio del 2005).

 

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