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Símbolos esotéricos en nuestras calles |
Montevideo tiene una marcada característica aluvional. Junto a los inmigrantes desembarcaron por aquí costumbres y encares de la vida muy diversos. En esa variedad no faltaron las propuestas esotéricas –que se fueron desarrollando históricamente desde muy temprano– y que han quedado reflejadas en monumentos, antiguos caserones céntricos, en simples casas viejas de los barrios, y hasta en edificios notorios por su extravagancia. Para los antiguos hermetistas alejandrinos y, por extensión, para quienes en la Italia renacentista o en el Paris del siglo XIX se consideraron herederos de esa tradición filosófica, la realidad –más allá y más acá de las apariencias– fue siempre “un bosque de símbolos”. Todos ellos tenían una forma de mirar las cosas que se apartaba de lo convencional y rutinario; esencialmente trasgresora. Ya avanzado el siglo XX, una ciencia como la Semiótica vino a corroborar de algún modo esa óptica peculiar para interpretar los “signos culturales” que nos rodean. Pero han existido en todas las épocas símbolos específicos, que buscaron trasmitir un conocimiento determinado en claves secretas. Eran alegorías dirigidas a los iniciados, o sea a quienes poseían el “a b c” para interpretarlos. En tal categoría se pueden incluir desde las pinturas de templos y tumbas egipcias hasta las figuras pétreas de las catedrales góticas. Y las ciudades, a partir de su gran desarrollo en la época moderna, se constituyeron en el libro privilegiado donde grupos esotéricos como los Francmasones y los Rosacruces –sorteando los coletazos de la Santa Inquisición, de los tribunales calvinistas, del dogma luterano u otros fanatismos– dejaban plasmado en edificios y monumentos, camuflados entre motivos decorativos, una simbología alusiva a un camino diferente del conocimiento. Nuestra
ciudad, sincrética por destino, crisol de diversidades desde mucho antes
de la Guerra Grande, fue en Latinoamérica uno de los escenarios
privilegiados para que diversas corrientes esotéricas dejaran su huella
en esquinas, frontispicios, aleros y fachadas. Desde
tiempos coloniales San Felipe y Santiago se fundó en una etapa avanzada del período colonial hispánico, en un costado marginal y poco atractivo en lo económico del enorme imperio, en esas tierras calificadas pocas décadas antes como: “De ningún provecho”... El estar tan lejos de las centralidades explica cómo pudieron –algunos de sus habitantes– darse el lujo de leer y discutir a los Enciclopedistas franceses en público, y también de fundar (en secreto) las primeras logias masónicas de la región. Todo el período de la Patria Vieja estuvo marcado por el “trabajo” de los hermanos de la escuadra y el compás, cuya mano se vislumbra en el escudo nacional, la bandera y otros símbolos cívicos. Y después, durante el primer siglo como país independiente, de la cofradía de los “seguidores de Hiram” surgirá una parte sustancial de la élite política, intelectual y productiva del país. Esa influencia tenía forzosamente que generar consecuencias palpables; una de ellas fue aquel laicismo ambiental predominante desde la penúltima década del siglo XIX, y la otra, la variada simbología más o menos escondida en el laberinto de los motivos ornamentales de la ciudad. Esa
imaginería, “de pedagogía iniciática”, se iba a enriquecer con el
aporte de otras líneas más profundamente esotéricas que la de origen
masónico. Y gracias a ellas tenemos la variedad de rastros alquímicos,
rosacruces y gnósticos que habitan la geografía montevideana. Un
paseo diferente Le proponemos al lector acompañarnos en una recorrida muy especial. Será una caminata que nos irá llevando por algunos monumentos, edificios, esquinas y lugares, donde lo afirmado más arriba se comprueba. Nos vimos forzados a hacer una selección, y optamos por aquellos símbolos más identificables. Queda el desafío de avanzar más en el bosque urbano, en un recorrido que –si bien no infinito– puede parecerse mucho a un cuento de Borges. Para empezar, qué mejor que ubicarnos en la plaza Matriz, corazón y centro primigenio de aquella lejana ciudad amurallada. En medio de ella está la fuente conmemorativa de la primera instalación del agua corriente, que fuera traída de Italia. Si la observamos con atención, en su parte central se pueden ver tres bajorrelieves ubicados en tres caras: el símbolo masónico de la escuadra y el compás, el de la colmena, y también el más universal y abarcador del Caduceo de Mercurio. No es casual que sean tres, número perfecto del pitagorismo que alude a la creación y a la trinidad cósmica. La escuadra y el compás acompañan el imaginario masónico desde la construcción de las catedrales, cuando la cofradía era práctica –de artesanos y constructores– y no especulativa, como lo fue a partir del siglo XVII. La colmena es una clara metáfora del trabajo cooperativo que procuran realizar los “hijos de la viuda” en sus talleres y logias. Y el Caduceo es nada menos que el cetro transmutador de Hermes, quien sincretizado con el egipcio dios Thot dio paso al mítico Hermes Trismegisto que está en la base del esoterismo occidental. Hay
otros signos interesantes en la fuente, como la presencia de los delfines
(mamíferos misteriosos, asociados a las legendarias sirenas y además a
los ángeles) ubicados en su entorno. Y también los tres planos en que se
estructura, y las gárgolas de las partes más altas que remiten
lejanamente a sus parientes góticas. Leones
céntricos La Casa Pérsico de Mercedes y Yi fue una de las obras de la primera etapa creativa –correspondiente a los años veinte– de uno de nuestros mayores arquitectos, Julio Vilamajó. En la esquina, a cierta altura, se ubica la figura de un pequeño león que coloca su pata delantera sobre un escudo. Parece un simple detalle decorativo, pero en simbología profunda el león es el guardián y también es la ley. Este
león está sentado sobre sus extremidades traseras, en actitud de
descanso aunque alerta. Pero a pocas cuadras de allí, en una vieja casa
de la calle Yaguarón casi Pozos del Rey, otro animal de la misma especie
ocupa –en postura más dinámica y sosteniendo un pergamino– un
destacado lugar sobre la fachada. El inmueble perteneció a un alquimista.
Todavía conserva en el interior una habitación con piso de baldosas
negras y blancas, como un tablero de ajedrez; logias y templos esotéricos
en la tradición occidental han usado siempre tal simbolismo, y su sentido
es parecido al oriental “ying yang”,
ese fluctuar permanente de los opuestos que el iniciado debe armonizar
primero en sí mismo y luego en el mundo circundante. Dos
extraños caserones El más suntuoso se alza muy cerca del Parque Rodó, en la calle Lauro Müller entre Pablo de María y Blanes, y es conocido como la Casa Fauno. Y el otro, más modesto, está ubicado en el Reducto, en la confluencia de Evaristo Ciganda y Arroyo Grande, a una cuadra de Millán. Se parecen por la barroca, proliferante cantidad y variedad de cariátides y figuras que pueblan sus fachadas. En una mirada superficial, se trataría nada más que de un extremo del abuso de adornos arquitectónicos común a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Pero observando un poco más se le puede encontrar un sentido al desmesurado bestiario –con sugestivos paralelismos entre las dos casas– que se cuelga de paredes, pretiles y balcones. Hay por allí cabezas de león que sostienen argollas en sus fauces, como representación abstracta del Uroboros de los gnósticos, aquella serpiente mítica que se muerde la cola y simboliza el eterno retorno, la recurrencia como ingrediente inevitable de la vida. El león de la ley –el karma o destino– sostiene y a la vez aprisiona fuertemente ese acontecer cíclico en el que todos estamos inmersos. No faltan los atlas –que lingüísticamente remiten a los atlantes, legendarios habitantes del continente hundido en el océano al que dieron nombre–, que simbolizan los fundamentos que estructuran todo cosmos (algo similar a aquellos elefantes que sostienen el mundo en la imaginería hindú). Y además proliferan los enigmáticos rostros femeninos, como recordando que para la sabiduría oculta Dios es naturalmente también “diosas”. Masones en La Unión En los bordes del tradicional barrio de La Unión, muy cerca de Batlle y Ordóñez (ex-Propios), en la calle Carlos Crocker apenas a media cuadra de la avenida 8 de Octubre, hay una construcción vetusta, por lejos la más añeja en ese entorno. En su fachada, a los costados de la ventana, sendos bajorrelieves muestran cabezas de león y además el esquema de dos columnatas. Estas evocan las simbólicas columnas J y B que custodian el acceso a toda logia masónica (y a todo templo iniciático genuino). La
palabra “arte” aparece también por partida doble, y la podemos
relacionar con uno de los clásicos fundamentos del conocimiento esotérico:
la rama o dimensión de lo artístico. Cinco cabezas de gárgolas surgen
debajo del pretil y no es casualidad: el cinco es un número de gran carga
simbólica que encarna el “rigor” y la “ley”, y también refiere a
un elemento fundamental de la iconografía masónica como es la Pentalfa,
la estrella de cinco puntas, el jeroglífico del hombre cósmico. La finca
estuvo directamente relacionada –a fines del siglo XIX– con la
institución fraternal. El alquimista de Trouville En Francisco Vidal casi 21 de Septiembre se encuentra uno de las edificaciones más extravagantes de Montevideo. En los últimos años se ha constituido en uno de los edificios con elementos esotéricos más notorios de la ciudad, al punto que se han organizado visitas guiadas para mostrar los innumerables símbolos alquímicos que encierra en su interior, y últimamente ha pretextado hasta un libro que gira en torno a su “rareza”. Lo construyó y lo habitó por décadas el ingeniero Umberto Pittamiglio, que se dedicaba a los estudios herméticos y tenía fama de alquimista. Intentó plasmar en ese falso castillo de apariencia errática y estilo amorfo, un tratado de alquimia en piedra; ni más ni menos lo que –siglos antes– realizaron en las grandes catedrales góticas los maestros maçones. Por cierto: quien busque en esas paredes indicios de la llamada “ciencia de las trasmutaciones” los va encontrar, con creces. Aunque probablemente nadie, en el supuesto de poder llegar a decodificar la serie allí presentada, logrará armar con lo descubierto el rompecabezas de una verdadera “obra” alquímica. Sí abundan los símbolismos numéricos (escaleras de 33 escalones), o ilustrativos (el laberinto), o metafóricos (la puerta que no conduce a ninguna parte), o alegóricos (la Madonna con el niño de la entrada; o la Victoria de Samotracia, en la proa del balcón-buque al fondo del edificio, sobre la rambla). Construido en un siglo caracterizado por la fuerte tendencia irreverente y desmitificadora, el Pittamiglio no puede evitar –en la forma de presentar su simbología– la condición de parodia de un conocimiento que muchos siglos atrás, en manuscritos o en piedra, se ajustaba a un orden, el que estaba vinculado a su vez a una muy específica visión del mundo. En ese sentido podríamos considerar a este pintoresco edificio montevideano como una obra postmoderna “avant la léttre”. |
Alejandro Michelena
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