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Romance de Gardel en la calle de barrio
Alejandro Michelena

Aquella tarde veraniega no iba a ser una más. Al menos en lo que respecta a esa apacible calle empedrada. Allí donde a la hora de la siesta apenas si se movía algún que otro gato, o se oía —intermitente— el golpe seco del cansino pelotazo de los gurises en la esquina.

Todo sucedió muy rápido, y resultó tan espectacular que luego el vecindario tuvo —por largos meses—tema recurrente de conversación y motivo para las especulaciones más diversas. Es que nunca ese rincón perdido de La Comercial había sido escenario de un episodio tan inusual.

Fue el Tito Canclini, quien a pesar de tener más de veinte años seguía gastando el cordón de la vereda todas las tardes, el único testigo de la entrada de Gardel a la casa de la viuda. Sí, porque los demás hicieron correr apenas variaciones de la historia original, pero nadie más se atrevió a asegurar que había podido contemplar con sus propios ojos el pasaje canchero de Carlitos por esa cuadra perdida (gacho gris y golilla azul, pantalones a rayas, zapatos negros de charol y polainas claras, el pelo a la gomina rigurosa y la mágica sonrisa a flor de labios). Y no faltó el escéptico que cuestionara el testimonio, valiéndose del alevoso pero contundente argumento del fuerte olor a vino que despedía aquella tarde el aliento del menor de los Canclini.

Lo cierto es que el barrio cambió desde entonces, cuando el azar casquivano de la leyenda quiso que el Morocho entrara a la triste casa de la viuda. Lo que sucedió allí dentro, o lo que se oyó o se dijo que se escuchó, es más irreal todavía que la extraordinaria aparición gardeliana veinte años después de Medellín.

Se asegura, o se cree —en esto ni el propio imaginativo Tito jugó totalmente su palabra— que la viuda, siempre tan recatada y modesta a pesar de su sensualidad a flor de piel, besó a Gardel ardientemente en el zaguán. Que mientras entraban al caserón se iban despojando torpemente de las ropas, que suspiros inequívocos se escucharon después desde la calle. Lo concreto fue que en la siempre silenciosa residencia, de ese día en adelante se oyó a Carlitos cantar noche y día a través de los discos y la radio.

Y a los nueve meses la viuda hizo llamar a la partera, luego de escandalizar a todas las "doñas" con su preñez demasiado ostentosa. Cuando el padre Fulgencio —el párroco y la única persona con la cual dialogaba la bella y extraña mujer— hizo conocer a todos la explicación que ella daba sobre el origen del hijo, la mayoría tuvo que aceptar resignada la definitiva cristalización del mito.

El niño se llamó Arturo, pero todos lo conocían como Gardelito, o simplemente como El hijo de Gardel. A su madre el barrio no le conoció hombre ni antes ni después del legendario encuentro con el inmortal francés nacido en Tacuarembó. Su viudez, tan enigmática como ella misma, había tenido lugar en un improbable rincón de Lanus Oeste; las malas lenguas insinuaban que su condición no era en realidad la de "viuda", sino la de "mujer alegre", y que había llegado a regentear un prostíbulo en Barracas al sur (lo que explicaría tal vez esas curiosas rentas que le permitían algo más que un buen pasar).

Gardelito tenía para todos un destino de tango. Y su madre por supuesto lo envió a aprender música tal vez por eso mismo. De pequeño los vecinos fantaseaban: hacían especulaciones sobre cómo sería unos años después, con potente voz varonil entonando por ejemplo "Adiós muchachos" o "Volver". Hubo quien llegó a imaginarle hasta un futuro paso arrabalero, vislumbrando a las pebetas del futuro derritiéndose al verlo caminar por la vereda.

Pero el hijo de la viuda fue creciendo, aunque no con los resultados esperados... Las comadres lo vieron pasar, ya adolescente, con un pantalón bien ajustadito —a la moda italiana— moviendo el trasero sin inhibiciones. La barra de la esquina, integrada por muchachos mayores que se habían criado con la esperanza de ser los orgullosos contemporáneos del Hijo de Gardel, al adivinarle las inclinaciones no tuvieron piedad. Unos lo despreciaron, los más se burlaron, y dos o tres se confabularon una noche de luna llena para hacerlo ir al terreno baldío de mitad de cuadra donde lo sodomizaron a la fuerza.

A partir de entonces quedó oficializada su condición de maricón del barrio. Gardelito actuaba y hablaba como una señorita, y su amaneramiento fue aumentando hasta volverse caricaturesco. Su madre —la viuda—, de cuya negra cabellera sólo quedaban recuerdos, se desesperaba por encarrilarlo en lo que ella entendía era "la buena senda". Hasta llegó a conseguirle una novia melancólica, hija de una pariente suya lejana.

La esperanza que muchos secretamente abrigaban, que un milagro operara y el muchacho cambiara y se "encarrilara", se frustró en una noche fatídica. Le vieron salir con tacos altos, con una peluca rubia, con mucho colorete y los labios bien rojos, con las medias caladas y una pollera ajustada que le moldeaba los glúteos.

Así fue que murió definitivamente el sueño siestero que por mil novecientos cincuenta y tantos el finado del Tito Canclini había echado a rodar irresponsablemente, es de sospechar impulsado por los densos efluvios que le causara una inmoderada ingestión de vino suelto del almacén. Nadie habló más desde entonces del Hijo de Gardel, y todos procuraron olvidar la abortada leyenda...

Fue un poco después, ya en los ochenta, cuando el ciego Braulio —desde siempre vecino de al lado de la viuda— comenzó a contarle a quien quisiera oírle que él, con su oído extremadamente sutil había sentido a través de la pared —en aquel año— quejidos placenteros en el dormitorio de la viuda a la hora de la siesta. Y que no había sido una sola tarde, sino varias, y que la otra voz que pudo identificar entre las exclamaciones de placer fue la del Tito.

Con esa confesión tardía, Gardel quedó por fin reivindicado en esa cuadra anónima. Conformó a la mayoría de los veteranos —los más jóvenes a esa altura ya no se interesaban en el tema— que el ayer el ayer marica y hoy travesti del barrio fuera hijo de aquel atorrante irremediable, del menor de los Canclini, y no del Duende del Suburbio con su eterna sonrisa y la mágica voz.

Alejandro Michelena
Cuento publicado en antología del género aparecida en el periódico Periscopio de Montevideo, en 1999.

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