Remembranzas en el crepúsculo
relato de Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

Entorno del Molino de Pérez. Al fondo asoma el caserón que era para la triste protagonista

de este relato algo así como una suerte de "meca banal", admirada y deseada por ella en su patetismo.

“No te olvides de mi

de tu Gricel

me dijiste al besar

el cristo aquél…”

Pascual Contursi

Los años habían pasado demasiado rápido. En ese tango, uno de los pocos que le gustaba, Gardel canta aquello de “que veinte años no es nada”. Y estaba recordando, como si fuera ayer, lo vivido intensamente hacía más de cuarenta… Recién en los últimos meses, con enfermedades y algunos achaques de ella y su anciano padre, comenzó a darse cuenta del abismo de tiempo transcurrido.

 

Fue hace tanto, poco antes de cumplir los treinta, cuando en las clases de inglés de la Alianza conoció a su nuevo cortejante, un cincuentón –un estilista, así se presentaba- que en la primera cita, en una desaparecida coctelería de luces canallas de la rambla de Pocitos cuyo nombre se le había borrado, le dijo, con voz melosa, ante su queja porque ya dejaba la veintena:

--Tú estás en la plenitud de la vida, Gricel, en sazón y a punto… cariño…

Esto, mientras Luisito Aguilé cantaba una canción empalagosa, como lamentándose.

Le atrajo porque se mostró como todo un caballero, de los que abrían la puerta del auto y le acomodaban la silla a la mujer, costumbres ya en desuso en la segunda mitad de los años setenta. La chocaban un poco los perfumes que usaba y el olor a tintura en el cabello.

Fueron varias salidas, en ese Mustang negro por la rambla. De besos aparatosos al estilo viejas películas de Hollywood en algún recodo oscuro, culminando siempre en la dichosa coctelería que tanto le gustaba. A ella no; era más de las horas diurnas y las confiterías, pero se tuvo que adaptar.

Un par de meses después algo cambió. Mientras sonaba “Fiebre de Sábado de noche” en el parlante le dijo:

--Te voy a llevar a un lugar donde vas a ser feliz… - y enfiló, sin hablar, el coche por la rambla, hacia el este.

--¿A dónde vamos? – preguntó ella con voz ténue, algo insegura.

--Es una sorpresa que te tengo, cariño. Te espera un premio – dijo, mirándola con una expresión que le pareció inquietante.

Detuvo el coche en el Hotel Oceanía. Ella pensó “¡Una cena íntima, qué romántico…!” Pero en realidad terminaron en una habitación con una enorme cama redonda y muchos espejos.

Se ve todavía –pese a las décadas que pasaron- aplastada por el vientre del hombre, que jadeaba esforzándose encima de ella, al tiempo que le inhibía verse reflejada desnuda tantas veces. No le estaba gustando ese apareamiento rocambolesco y casi sin caricias previas, pero se iba excitando de a poco al compás de los movimientos frenéticos del peluquero… Cerró los ojos y pensó en Alex, a quien había dejado sin explicaciones entusiasmada por el novedoso galán maduro, y así pudo llegar al clímax rememorando las intensidades logradas con el que había sido su amor hasta no hacía tanto.

Pero la magia se rompió de golpe, cuando el hombre acabó en medio de convulsiones, dejando escapar un quejido agudo… Abrió los ojos, y pudo ver la expresión de lujuria desenfrenada en los ojos desorbitados, el rictus desagradable y la boca babeante de quien le había parecido en el período de cortejo un caballero.

Luego de esa noche le pidió algunos días para reflexionar. Estaba en duda; tenía claro que la experiencia distaba mucho de ser satisfactoria. Recordaba demasiado a Alex.

--“Ese atorrante que se dice poeta…” - como solía decir su madre que al principio, años antes, lo había visto como buen partido por ser estudiante de Derecho e hijo de prestigioso abogado. Tuvo que aguantar amargos reproches cada vez que salían, pero a ella no le importaba porque Alex fue quien “la hizo mujer”, y en la cama sentía en cada encuentro que “tocaba el cielo”… Eso a pesar de los pesares de tener que verse poco, de los hoteles de mala muerte a donde la llevaba, de que nunca salían a pasear juntos como cualquier pareja normal.

Pero se decidió al final,  tentada por la oferta de ser la secretaria de esa peluquería para hombres, una de las más prestigiosas de la Ciudad Vieja. Necesitaba un trabajo, y sobre todo salir de la atmósfera enfermiza de su casa, con su padre quieto como una momia y callado frente al televisor, y su madre lamentando el estatus social perdido, haciéndole ver que su hermana sí había elegido bien casándose con el hijo de un barraquero.

--Un muchacho simplote pero con mucho dinero – solía repetir, con los ojos ávidos de codicia.

 

Fueron años de larguísimos horarios en la peluquería, llegando a su lejana y humilde casa de la Cruz de Carrasco cansada y con ganas de dormir. Y al otro día levantarse temprano, y lo mismo una y otra vez. Dejó el inglés, y todas sus inquietudes de cursos por hacer. De vez en cuando llegaba un cliente interesante, de buena conversación, pero en esos casos sistemáticamente se interponía el coiffeur, celoso en exceso.

De vez en cuando salían algún sábado de noche, y enfilaban para algún amueblado. A él le gustaba uno en especial, con las habitaciones de colores chirriantes, espejos por doquier, boleros empalagosos en el audio, luces rojizas… A ella le daba asco, pero se cuidaba de decirlo.

Tomaban champagne, y después a desnudarse y a reiterar una ceremonia erótica parecida a la primera. Muy pocas veces logró una satisfacción adecuada. El hombre se venía muy rápido, con jadeos que parecían de un cerdo, y muchas veces se dormía enseguida, dándole la espalda y largándose pedos.

Para su suerte, estas salidas se fueron espaciando, sobre todo cuando él volvió con su señora esposa, de la que estaba separado cuando se conocieron pero no divorciado…

Con los años, Gricel se resignó simplemente a ser una eficaz asistenta en la peluquería, algo así como una gerente y relacionista pública. Fueron años, con sueldos siempre magros, gastándoselo casi todo en ropa de moda.

--Tenés que estar presentable – le repetía, como un sonsonete.

Esa grisura y medianía se vio compensada cuando, envuelto en tejemanejes en medio de la brutal crisis económica del país en el 2002, se vendió la peluquería y con eso y otros dineros –no preguntó de dónde provenían- le dio algunas decenas de miles de dólares en compensación para después tomarse “La de Villadiego…” (a decir de su madre, ya anciana pero con las mañas de siempre).

 

A esa altura ya no podía engañarse; las arrugas junto a su boca y en el cuello gritaban que la juventud había quedado muy lejos… Sus senos caídos, y su trasero, que la traumaba en su juventud por lo grande pero que tanto atraía, había desaparecido en aquella torpe cirugía estética que a instancias de su amante se tuvo que hacer.

Pasaron algunos años más, siempre en esa casa, ahora sola con su anciano padre, con la única compensación del teléfono para hablar con su hermana y las contadas amigas que conservaba. Ya estaba resignada, y asumía la edad desde hacía tiempo. Por eso le sorprendía esa avalancha tan vívida de recuerdos de aquel pasado de hace más de cuatro décadas.

 

La historia con ese hombre, tan larga como poco intensa, fue muy diferente a la magia de los pocos años con Alex. Muchas veces pensó en qué razones –si las hubo, que lo dudaba ahora- la impulsaron a dejar al que consideraba hasta poco tiempo antes el amor de su vida. Y ahora recordó la llamada de él desde un teléfono público, meses después; ella lo había eludido en decenas de intentos de comunicarse anteriores, pero esa vez atendió y no tuvo más remedio que hablar… Soportó los reproches, y ante su pedido de explicaciones le dio pretextos poco convincentes como para salir del paso. No lo convenció y comenzó a ponerse violento. Al final le cortó.

Recién dos años después, ya segura en su condición de amante del estilista y firme en su trabajo en la peluquería, se animó a llamarlo, se vieron, y le contó la historia tal cual había sido. La expresión de Alex y sus reacciones en ese encuentro le hicieron vislumbrar que sus explicaciones llegaron a destiempo, y que para él nada significaban ya.

 

Gricel no había pensado mucho en el pasado hasta que todo aquello le vino a la memoria en una avalancha de lucidez. Aunque a sus setenta y pico le era difícil recuperar, aunque fuera en tenue medida, las vivencias de su lejana juventud. De todos modos algo vinculado a aquel entusiasmo, aquellos anhelos, aquellas sensaciones que experimentó junto a Alex, la envolvió.

--Lo que llaman amor… - se dijo, en voz queda, para sí misma.

Contradictorios sentimientos le venían al evocar aquella  primavera de la vida en la que de alguna forma había sido feliz. Entre muchas imágenes hermosas se colaban los momentos de frustración. Porque salvo en un primer fugaz período nunca se pudo sentir como la pareja, o la compañera como decían entonces. Muy pronto la relación comenzó a tener un ritmo entrecortado, con encuentros intensísimos que la dejaban como en estado de gracia, combinados con semanas de no verse ni telefonearse.

Tal vez todo fue así porque eran muy distintos –pensó-, porque a ella la habían educado de manera muy formal, cultivando desde chica a impulsos de su madre el orgullo de ser heredera de un pasado familiar desahogado en lo económico, que se había casi evaporado pero que persistía al menos simbólicamente en el caserón de Camino Carrasco, donde habitaban su viejas tías abuelas solteronas. Y tal vez por todo esto fue que admiraba tanto y se desvivía por participar algunos domingos de ese círculo al que había accedido su hermano gracias a su novia: la gran casa de la rambla, junto al Molino de Pérez. Para ella fue lo máximo poder alternar en esas reuniones de las tardes, de tés servidos a la vieja usanza, donde se hizo la ilusión de alternar con gente “de la mejor sociedad”.

--¡Si, querida Gricel… gente de medio pelo… ni chicha ni limonada… esos son tus amigos! – le dijo Alex brutalmente una tarde, levantándose de la cama, tal vez harto de escuchar sus reiteradas historias que giraban siempre en torno a ese caserón levemente suntuoso y algún que otro apellido de sociedad que aparecía por ahí de cuando en vez.

Recordando y recordando, cayó en la cuenta –a tantas décadas- que nunca se le ocurrió invitar al poeta a esas tenidas dominicales.

--¿Por qué no lo hice…? – se dijo. Y se contestó que él no se iba a sentir bien allí, que era tímido y lo inhibía la carencia de un trabajo fijo…

--¡Pretextos! – casi gritó… - Ahora puedo asumir que me daba vergüenza; lo disfrutaba en la cama pero no me parecía alguien adecuado  para llevar a ese círculo que yo tanto valoraba…

Su madre cuando podía le llenaba la cabeza en contra de él. Una vez, que llegó medio tarde en la noche luego de uno de sus encuentros –algo que cuidaba que no pasara para mantener la paz en su casa- con voz tensa le dijo cosas muy duras, hirientes:

--¡Qué triste m¨hijita, yo te crié de otra manera, con rectitud, con honestidad, con valores morales!... Me duele que por culpa de ése te hayas convertido en una puta, porque eso sos, perdoname que sea tan sincera… ¿Por qué no largás de una buena vez a ese bueno para nada que se dice escritor? Estás todavía en edad de merecer, y podés conseguir si te lo proponés un buen partido. Esas chicas que frecuenta tu hermano, como se llaman, las Dialcobazo, te pueden presentar seguramente un chico de buena sociedad… Yo que vos lo mandaba a donde ya sabés, y perdoná la ordinariez. Y que vaya a coger con las atorrantas que están a su nivel…

Nunca había oído a su madre con ese lenguaje… Al otro día, al ver lo que había bajado la botella de whisky del bargueño, comprendió que se había entonado en exceso para animarse a hablarle.

Sintió entonces que su madre tenía razón en lo esencial, pero no le hizo caso. Gricel no estaba dispuesta a renunciar a la plenitud sexual y anímica que lograba con Alex. ¡Qué le importaban los chicos bien del caserón de la rambla cuando gozaba como nunca lo había imaginado, auque fuera en las camas chirriantes de un decadente hotel de la Ciudad Vieja!

 

Lo que vino después fue otra historia. El coiffeur le dio seguridad, un trabajo fuera del agobio de su casa, y lo que perdió en dicha lo ganó en confianza en sí misma. Y bien valió todo eso, aún a costa de bancarse encuentros eróticos forzados, rebuscados, aguantando boleros abominables y a su amante jadeando encima como un animal.

--Renuncié a la belleza, a la plenitud, pero gané otras cosas – exclamó Grisel, sin demasiada convicción.

 

Pasaron más de cuarenta años. Pasó la vida… Y nada fue como lo soñó. Su madre ya no estaba; se había arrepentido hacía mucho de dejarse arrastrar por sus ideas estrechas, anacrónicas, absurdas.

--Dilapidé mi vida satisfaciendo no mis propias ideas, sino las de ella… Y así perdí mis años mejores, no fui auténtica, y menos feliz… Y tampoco logré la tan cacareada seguridad con la que ella machacaba una y otra vez… Y qué sola me siento; no veo casi a mis hermanos, y menos a mis sobrinos… Aquí estoy, clavada, en esta calle tristísima de la Cruz de Carrasco, en esta casa que tuve esperanzas de abandonar cuando me involucré con ese hombre… Le agradeceré siempre el empleo que me dio, y ese dinero final que desde hace años me da una pequeña renta, pero quedó en eso – todo se lo dijo a sí misma, como pensando, antes de apagar la luz, musitando como siempre, mecánicamente, esas oraciones aprendidas en la infancia.

Pero pronto Gricel se sentó en la cama, prendió la portátil, se levantó, y se puso a buscar algo entre el montón de libros –arrumbados desde hacía milenios- en la parte alta del ropero. Tardó un poco en encontrar lo que buscaba, pero tuvo suerte; se bajó de la silla abrazando el libro que Alex le regaló dedicado justo cuando ella había decidido dejarlo y era el último encuentro, y él no lo sabía… Nunca lo había leído, y tantas décadas después se internó en esos poemas que le despertaban extrañas e inéditas emociones.

Supo muy poco de su vida después de aquellos episodios, y salvo el encuentro que tuvieron –en la confitería donde solían verse en mejores tiempos- con las explicaciones a destiempo de su parte, nunca más lo vio.

Por su prima, tan afecta a Internet y a las redes sociales se enteró de los éxitos literarios de Alex; ella no tenía ni conexión ni celular, aferrada al viejo teléfono de línea. Llegó a oír una vez por la radio su voz acariciadora de siempre, que le despertó sensaciones que hacía tiempo no experimentaba.

Pero nada más. No pasó de ahí.

 

Apagó la luz y trató de dormir, a pesar de las cumbias a todo dar que sonaban en la casa vecina. Le desagradaba esa música, le desagradaban sus vecinos… la gorda esa floreándose con vaqueros ajustados y mostrando su anatomía sin pudicia, y el tipo siempre de camiseta con su vientre prominente y el celular en la mano; los más jóvenes, los varones, el Ronald y el Bryan con los gorritos que parecían reglamentarios casi un uniforme lo mismo que los championes vistosos, y la Yéssica con hot pants y bajando una madrugada sí y otra también de autos de marca…

Los saludaba sí, y ellos a veces lo hacían y otras no, según como anduvieran. Supo por su única amiga en el barrio, que vivía dos casas por medio, que hablaban de ella como de “La vieja loca de al lado… la que se cree la nunca vista… llena de pretensiones pero una muerta de hambre”.             

 

A Gricel nada le importaba ya. Esa noche particularmente deseó morir, que Dios o el Diablo tuviera piedad de ella y se la llevara… Pero sabía que llegaría otro día, y la rutina de siempre, y el rumiar para siempre sus sueños rotos.

 

 

Alejandro Michelena
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