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El Palace, el Armonía y el Sorocabana del Salvo 
Alejandro Michelena

Eran cafés ya viejos a la hora de sus cierres respectivos (en los setenta y ochenta), pero no tan venerables como los anteriores. Eran, además, por el espacio que ocupaban, recintos algo más pequeños.

El Palace -un cafecito a la española, oscuro y alargado- que ocupaba el espacio de la rinconada años más tarde se estableciera la cervecería La Pasiva. Allí recalaba, por los sesenta, Carlos Real de Azúa, participando de una mesa de memoriosos conocedores del tema histórico, además de bibliófilos, como Arturo Scarone, Ariosto González y el doctor Armando Pirotto.

En los mismos años, al caer la noche, el Palace y el Armonía se poblaban de gente de teatro, la danza y la música, y de una fauna de medio pelo –esnob y pretendidamente transgresora- tangencial a lo artístico. El Armonía, por la tardes era uno de los lugares de encuentro de la comunidad judía; el yidhish era en esas mesas tan familiar o más que nuestro idioma, y la música del café estaba marcada por el sonar de los dados y de las piezas de dominó.

Hubo también, desde los años cuarenta hasta el sesenta, un Sorocabana en donde había estado La Giralda, concretamente en los bajos del Palacio Salvo. Fue un lugar de paso, con menos de habitúes que el de la plaza Cagancha, aunque tuvo su gente afecta. Alguna barra de cinéfilos, que venía hasta allí desde el Cine Club de la Plaza Matriz; algunas de estudiantes del Instituto de Profesores Artigas, también cercano a la plaza en ese entonces; lo mismo hacían tantos parroquianos del gran Sorocabana de la plaza Cagancha, cuando debían transitar por las cercanías.

Alejandro Michelena
Esta crónica es variación de parte de un capítulo del libro Otras latitudes de Montevideo (Arca, 1996).

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