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Ocultistas ocultos en Montevideo
Alejandro Michelena

Nuestra ciudad albergó durante todo el siglo pasado grupos y cofradías de carácter esotérico. En el 900 llegaron a estas playas, junto a los nuevos aires en materia filosófica y estética que iban a fecundar el Modernismo, algunas perspectivas heterodoxas que estaban llamando la atención en Europa y los Estados Unidos. Sobre todo la Teosófica, que entusiasmó a muchos integrantes de la Masonería, tal vez por contener una elaborada concepción cósmica que le aportaba contenido al simbolismo de sus logias y rituales.

Un libro clave para el esoterismo iniciático moderno, como Dogma y ritual de alta magia del abate francés Adolphe Louis Constant (que se hacía llamar cabalísticamente Eliphas Lévi), fue leído aquí en aquellos años. Y tempranamente circularon los siete monumentales tomos de La doctrina secreta de Madame Blavatsky, la fundadora de la Sociedad Teosófica.

Tales lecturas, y la presencia –oleada inmigratoria mediante– de iniciados en órdenes europeas, fueron generando el clima adecuado para un primer auge de estos grupos. 

Ocultismo en los twenties 

El momento de esplendor se puede ubicar entre la segunda mitad de los veinte y la primera de los treinta. Coincidió con el mayor crecimiento de la Sociedad Teosófica, bajo el liderazgo de la Dra. Annie Besant; cuando ésta cifraba todas sus esperanzas en la consagración del joven hindú Krishnamurti, su ahijado espiritual, como la encarnación del Señor Maitreya (el Señor del Mundo, según los arquetipos del budismo).

La organización reunió por entonces al núcleo mayor de los buscadores místicos, a los interesados en la antigua alquimia y el pitagorismo, a los deslumbrados por los misterios de oriente, y a quienes esperaban ser iniciados en un conocimiento “secreto”. Se multiplicaron en Montevideo, incluso por los barrios, los agrupamientos teosóficos. En algunos casos se establecieron verdaderos “vasos comunicantes” entre ellos y las logias masónicas. Otros fueron alejándose del orden institucional –de carácter más especulativo que vivencial– para aventurarse por caminos más profundos.

Esa movida no quedó limitada a un ámbito reservado. Se reflejó en la prensa a través de invitaciones a conferencias y encuentros culturales. Se proyectó a través de consultorios “naturistas”, en los que toda curación pasaba inevitablemente por el régimen de alimentación vegetariano, y también en los inicios de la Homeopatía en el país. Un poeta muy conocido como Carlos Sabat Ercasty tuvo vinculación con estos grupos, lo mismo que un plástico como Mario Radaelli, además de acercarse a las logias teosóficas empresarios, profesionales y hasta políticos.

La influencia que llegó a tener este movimiento no orgánico pero múltiple y efectivo –que llegaba al público con sus propias publicaciones–, causó preocupación en la Iglesia Católica. Por eso fue atacado desde el matutino El Bien Público, que advirtió en varias oportunidades sobre el daño moral y la confusión religiosa que estaba causando la Teosofía en el Uruguay. Pero el punto culminante del enfrentamiento tuvo lugar a propósito de la visita de Krishnamurti a Montevideo –en mitad de los treinta– cuando el diario católico, alarmado, editorializó y analizó el hecho, considerando la presencia del magnético hindú como “altamente subversiva y disolvente”. Krishnamurti –que para entonces ya había dejado la Sociedad Teosófica comenzando su camino propio de “anti-gurú” por excelencia– llenó varias veces el teatro 18 de Julio, dejando en los montevideanos una profunda impresión. 

Buscando al “Maestro” en el erial  

Las tres décadas que van del año 1940 a comienzos de los setenta, no fueron propicias para el accionar de este tipo de perspectivas. La Sociedad Teosófica fue transitando un camino de paulatino estancamiento, de encierro en sí misma, de falta de renovación. Las enseñanzas de Krishnamurti eran valoradas sólo por un puñado de raros en medio del aquel país de vacas gordas marcado luego por la euforia de Maracaná. Los libros esotéricos prácticamente desaparecieron de las estanterías, y quienes los buscaban –en librerías “de viejo”– eran por lo general personajes crepusculares, de piel de cera y mirada algo alucinada.

En aquel medio ambiente positivista y racionalista había poco lugar para misticismos o conocimientos “alternativos”. Hasta aquellos sectores de confesada fe religiosa, procuraban que su leve creencia en un dios antropomórfico y con barba blanca sentado en una nube, no desentonara demasiado con el cartesianismo ambiental.

Las polarizaciones de los sesenta no hicieron más que exacerbar, en sectores ilustrados, una mentalidad que expresaba más un jacobino cientificismo militante que verdadera postura científica; que prefería el ejercicio mecanicista del silogismo permanente a la lógica profunda. En ese marco, el ocultismo sufriría las vicisitudes y contratiempos propios de “un elefante metido en un bazar...”

Pero llegó la hora de los sables. Y de pronto, en medio del páramo de aquel Uruguay de mitad de los setenta, comenzó en Montevideo un inesperado reverdecer esotérico. Como hongos después de la lluvia aparecieron grupos novedosos y lograron un notorio crecimiento los ya tradicionales.

Los Rosacruces por ejemplo tuvieron por entonces su cuarto de hora, luego de años de anonimato. Tanto la línea de Max Heindel, de raíz cristiana, como Amorc, famosa por sus “iniciaciones” por correspondencia.

Viejos teósofos comprobaron asombrados cómo colmaban jóvenes inquietos los recargados salones del entrepiso del Palacio Díaz. Es que la Sociedad Teosófica se torno de pronto una posibilidad interesante de lograr el primer acercamiento –aunque fuera sólo intelectual– al conocimiento esotérico.

Aparecieron alquimistas dictando con cierta discreción cursos sobre su ancestral saber. La Cábala comenzó a interesar más allá de los ambientes rabínicos, fomentando la instalación de algún grupo ocultista basado en ella. El tradicional café Sorocabana de la plaza Cagancha se transformó –en algunas noches de los años 75, 76 y 77– en una múltiple tertulia vinculada a temáticas esotéricas.

La novedad en la movida de aquel período la constituyeron los grupos gnósticos. Aunque ese paradigma ya había estado presente por aquí treinta años antes, a través de derivaciones del tronco teosófico, y en los años cincuenta por medio de una solitaria “aula lucis” que respondía a la Iglesia Gnóstica fundada por el Dr. Arnaldo Krumm Heller (Maestro Huiracocha), recién en la segunda mitad de los setenta se presentó con fuerza autónoma en el panorama esotérico uruguayo. La corriente gnóstica que llegó aquí en ese momento seguía los lineamientos de Víctor Manuel Gómez (Maestro Samael Aun Weor), colombiano, proveniente de la línea de Krumm Heller, que en México desarrolló un movimiento cuyo rasgo peculiar era la transmisión sintética y clara del sincretismo espiritual que hace a la esencia de toda gnosis.

Aparecieron también, en ese mercado de lo oculto, propuestas de corte oriental y tendencia sectaria –bien diferenciadas del Yoga, que a esa altura ya era aceptado socialmente– como los Hare Krishna con sus túnicas color naranja y sus mantras y cánticos obsesivos, o los partidarios del rechoncho gurú Maharaj Ji munidos de sonrisas de yeso y esquemas inconmovibles.

Aprovechando una oferta tan variopinta, fueron muchos los montevideanos que en los años de plomo dejaron atrás un pasado de militancia política, emprendiendo la singular aventura de buscar al “Maestro en el erial”.

Alejandro Michelena

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