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Los tres parques de la modernidad:
Rodó, Capurro y Batlle

Pulmones de una ciudad en explosivo crecimiento
por Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 
 

Algo que caracteriza a Montevideo como ciudad equilibrada y armónica –donde la naturaleza no se halla ausente- además de la rambla que la relaciona con sus playas, son sus parques. Vamos a recorrer tres en esta crónica; dos que tienen la peculiaridad de ser costeros del Río de la Plata, que junto al tercero –destinado a ser nuestro “parque central”- surgieron con una planificación adecuada al compás del gran desarrollo urbano que marcó las primeras décadas del siglo XX. Los parques Rodó, Capurro y Batlle, pertenecen en forma cabal al Montevideo de la modernidad; en contraste con el Prado, que fuera el gran espacio verde del final del Romanticismo tardío.

 

El Parque Urbano: cuando los montevideanos buscaron la costa del río

 

El hotel del parque Urbano, luego Parque Hotel y actual sede del MERCOSUR. la playa Ramírez c/1910

Es el segundo más antiguo de nuestra ciudad. Es también el más céntrico. A fines del siglo XIX fue legalizada su concreción, y en estos primeros tramos del XXI sigue vigente como paseo popular. Fue el 18 de marzo de 1898 que la Junta Económico Administrativa –cuyas funciones equivalían a las de la actual Junta Departamental– aprobó los recursos para su implementación. Montevideo contaba ya con plazas atractivas, como la vieja Matriz o Constitución, y las más recientes (por ese entonces) Zabala, Independencia, Libertad y Artola, pero su único parque era el Prado, constituido sobre la base de quintas como las de Buschental, De Castro y otras.

Para llevar adelante el nuevo espacio recreativo se utilizaron dos quintas de cuarenta y cinco hectáreas, que habían pertenecido al Banco Nacional de Emilio Reus y que cuando éste quebró pasaron a

 manos del estado. Se le agregaron veinte más, llegando así al tamaño que sigue teniendo hoy. El cumplimiento de la resolución municipal recién se pudo efectivizar con el cambio de siglo, en 1900. El proyecto original fue obra del Director municipal de jardines, don José Requena y García, pero luego intervinieron los paisajistas franceses Charles Thays y Charles Racine. Fueron sus manos expertas las que le otorgaron al Parque Urbano su toque parisién, asemejándolo lejanamente al Bois de Boulogne con su lago redondeado con islotes y cascadas.

En 1903 se iba a construir el castillo, réplica heterodoxa de una fortaleza medieval. Y no mucho tiempo después, por el lado de la playa, se instalarían la primera calesita, tiros al blanco y otros entretenimientos, incluyendo la primera montaña rusa. Gracias al tranvía –primero de caballos y en pocos años más, eléctrico– por su cercanía del centro este parque se transformó en el paseo más popular de los montevideanos. Los baños de mar se habían puesto de moda, sobre todo por razones terapéuticas, y la vecindad de la playa Ramírez potenció el atractivo del espacio verde.

 

El elegante hotel, construido con estilo similar a los de la costa azul francesa, fue el broche turístico que necesitaba el lugar. En poco tiempo atrajo a los turistas argentinos, mientras los citadinos adoptaban Ramírez como la playa por excelencia dejando de lado a Capurro. Varios elementos fueron decisivos para ello: la condición de playa abierta al Río de la Plata, el hotel que proporcionaba servicios

El Castillo del Parque Rodó, sede de la biblioteca municipal "María Stagnero de Munar", se aprecia parte del lago con la tarima empleada, en verano, para espectáculos

interesantes para los bañistas (de las carpas al agua caliente; del bar a las toallas), y el parque propiamente dicho con sus arboledas y diversiones.

 

Muchos extranjeros venidos de lejanas tierras se hospedaron en el Parque Hotel. Entre los más célebres, el poeta mexicano Amado Nervo, quien cumplía en el Uruguay la función de embajador de su país. Nervo iba a morir en una de las suites del hotel; su fallecimiento daría lugar a una enorme manifestación de duelo popular, y luego un buque de la marina uruguaya trasladó los restos a su tierra natal.

 

Rodó se reencarna en el parque

 

En 1917 muere en Palermo, Italia, el escritor José Enrique Rodó. A modo de homenaje, se decidió llamar desde entonces con su nombre al que fuera hasta entonces simplemente Parque Urbano.

Pabellón de la Música

En el año 1930 la colonia alemana hizo construir el Pabellón de la Música, que evoca a las grandes cumbres musicales germanas: Beethoven, Mozart, Bach y Wagner. Se ubica a un costado del lago, cerca del puente japonés, y durante muchísimos veranos sirvió como escenario para pequeños conciertos de grupos de cámara.

Pero otros ritmos musicales comenzaron a sonar allí, muy cerca, en el Retiro, el restaurante y bar municipal. Desde fines de los treinta pero sobre todo en los cuarenta, en tiempo de Carnaval amenizaban los bailes las orquestas típicas de Francisco Canaro, Juan D’Arienzo y Romeo Gavioli. Pero también estaban las internacionales, como la del catalán Xavier Cugat, y la del no menos legendario Ernesto Lecuona, Los Lecuona Cuban Boys. La muchachada del barrio las oía de lejos, mirando por entre el cerco de transparentes a las elegantes parejas moviéndose al ritmo de Siboney o de un bolero cantado por Bola de Nieve, para pasar luego a una conga pegadiza

o un foxtrot, y más tarde seguir con los tangos enfáticos del Rey del compás o los más clásicos del director maragato o algún candombe de Gavioli.

 

En medio de la arboleda, el misterio de las estatuas

 

Promediada la década de los treinta, una comisión reunida a tal efecto logra concretar el busto a Florencio Sánchez. Ubicado en una altura, donde la calle Sarmiento penetra en el parque, muestra al autor de Barranca abajo exhibiendo su rostro bohemio -el cabello rebelde con su raya al medio– mirando melancólicamente al río lejano.

 

Monumento a Rodó obra de José Belloni

 

La Fuente de los Deportistas es creación del escultor José Luis Zorrilla de San Martín. Está colocada muy cerca de Gonzalo Ramírez, y llama la atención por la especial armonía de las tres figuras de músculos en tensión que sostienen el plato del cual brota el agua.

Unos años después, en 1947, se inaugura el Monumento a Rodó en la parte central del parque. Es una de las obras mayores de José Belloni. Lejos de la ambición histórico-descriptiva que el escultor desplegara en La Carreta y La Diligencia. En este caso el artista tomó un saludable camino metafórico, muy adecuado al espíritu del homenajeado. El busto en bronce de Rodó, severo y grave, como agobiado por hondos y tal vez inalcanzables pensamientos, tiene por encima –en mármol– al alado genio de Ariel, elevándose. A los costados se despliegan escenas de la obra rodoniana; a la izquierda: La despedida a Gorgias, tomada en el justo momento en que el maestro –a punto de morir condenado a beber la cicuta igual que Sócrates– eleva su copa acompañando al discípulo preferido, quien brindó “Por el que te venza con honor de entre nosotros...” (la frase rodea la composición broncínea). Por el lado de atrás, una fuente semicircular parece aludir a la serenidad del espíritu más allá de los avatares de la vida.

 

En los años cuarenta se alzó también –sobre Julio Herrera y Reissig– el Monumento Cósmico, donde el maestro Joaquín Torres García buriló en piedra un constructivo que sintetizaba su concepción del arte y de la vida (ahora ubicado en el jardín del Museo de Artes Visuales).

 

El más reciente es el que evoca a Confucio. Fue inaugurado en los años setenta en recuerdo del sabio chino cuyo pensamiento y postura ética ha sido por siglos –a pesar de no haber fundado ninguna religión– guía para millones de habitantes de ese país del Lejano Oriente.

 

El encanto decadente de los juegos mecánicos

 

A partir de los cincuenta, el área de juegos del parque recostada contra la playa Ramírez llegó a transformarse en su mayor atractivo. A la ya entonces añeja Rueda Gigante y a las clásicas calesitas, se le agregaron novedades como el vertiginoso Látigo, el Tren Fantasma y los autos chocadores. Más adelante vendrían El Gusano Loco, El Ocho, los avioncitos voladores, la nueva Montaña Rusa.

 

En esa verdadera feria de ilusiones, parecieron eternos –dada su permanencia– los tiros al blanco con muñequitos de cartón en los que nadie acertaba, el laberinto de los espejos, y la Mujer Araña. De esta última lo menos inquietante era su condición “arácnida”, teniendo en cuenta que hasta los niños pequeños se daban cuenta que el cuerpo y las decenas de patas estaban malamente confeccionados con lana; lo que perturbaba en realidad era el rostro, con su maquillaje en extremo extravagante, y esa mirada que oscilaba entre la perversidad, la lascivia y la tontería...

 

 

El ya inexistente Tren Fantasma

El Gusano Loco, al fondo la Rueda Gigante

 

 

Generaciones de adolescentes tuvieron como uno de sus destinos dominicales el área de juegos del Parque Rodó. Y la misma sigue tan campante, pese al anacronismo y reiteración de sus propuestas.

 

Renovarse es vivir

 

El Parque Rodó sigue siendo un paseo preferido para muchos montevideanos. En años recientes la comuna capitalina lo acondicionó, mejorando su iluminación, limpiando el lago, renovando en parte su riqueza forestal. Luego de años de sistemático descuido volvió a lucir sus mejores galas.

 

En torno al parque se despliegan diversas actividades culturales. La biblioteca infantil Enriqueta Compte y Riqué está ubicada en el castillo. Muy cerca, en la esquina de Julio Herrera y Reissig y Tomás Giribaldi abre sus puertas el Museo de Artes Visuales, con su colección permanente de arte uruguayo que vale la pena apreciar, y además las muestras puntuales algunas de ellas de gran nivel. Y todos los diciembres, a la altura de 21 de Septiembre se instala entre los árboles y en torno a la fuente ubicada en una altura, una feria de libros y artesanías (fundada como Feria Nacional de Libros y Grabados por la poeta y gestora cultural Nancy Bacelo, continúa como Feria Ideas en su homenaje y evocación).

 

Capurro y su melancolía

 

Parque Capurro hacia el año 1915

 

En el 900 fue uno de los paseos de moda de los elegantes. Hasta allí se deslizaban los tranvías de caballo, los mateos y los coches de alquiler, llevando a esos montevideanos que solían aparecer en las fotografías sociales de la revista Caras y Caretas, en las serenas tardes de verano. Desplazó incluso el arraigo del Prado Oriental como pulmón de la pujante clase media. Su amplia escalinata, su anfiteatro y sus paseos, su hermosa playa sobre la bahía, eran indudables atractivos en la pueblerina belle époque local.

 

La estrella de Capurro, vitalizada al impulso del auge tranviario, duró poco. Ya en la segunda década del siglo XX fue desplazado por el Parque Rodó y por el moderno y trepidante balneario de Pocitos. De ahí en más, el parque fue transformándose en un sitio melancólico, mientras la contaminación de la bahía y la erosión que iba arrastrando fatalmente la poca arena fueron evaporando todo su atractivo.

El barrio que lo rodea es una zona que tiene un aire añejo y decadente, como de lugar detenido en el tiempo, caracterizado por una tonalidad opaca. Muchos empedrados persisten toda­vía, y las vías del tren siguen como siempre aislando ese clásico enclave urbano. En cierta medida puede considerarse una de las áreas fantasmales de la ciudad, de esas que vienen siendo desde hace tantos años abandonadas por sus habitantes en procura de lugares más atractivos o estra­tégicamente ubicados.

 

El parque, mientras tanto, ha sufrido una decadencia de largas décadas. La construcción de los accesos a la capital por la Ruta 1 le quitó una gran parte, y sobre todo lo alejó –autopista mediante– del tímido oleaje que antes casi lo bañaba. Hay una extraña dignidad sin embargo en esas barrancas artificiales con típica decoración art nouveau, en esas escalinatas rimbombantes y desmesuradas para lo redu­cido del espacio, en sus añosos eucaliptos que han soportado el reiterado dibujo de corazones con el nombre de generaciones de enamorados... Se palpa allí un peculiar orgullo, parecido al del patricio venido a menos que mantiene su apariencia y porte aún habitando una pensión o casa de los suburbios.

 

Al presente, cuando se viene procurando recuperar todos los remansos oxigenantes del entorno de la bahía, está insinuándose un proceso de revaloración de este parque casi secreto.

                                                                            

Nuestro “parque central”

 

Si no existiera el Parque Batlle, parte de Pocitos y de La Blanqueada así como sectores del Cordón, carecerían de un remanso verde. El parque cumple una función ecológica nada desdeñable. A pesar del descuido que padece, la calidad y riqueza de su flora sigue siendo un privilegio.

 

A comienzos de la década del 20 se extendía apenas del Obelisco hasta cerca de donde se encuentra hoy la fuente luminosa. Lo demás eran quintas y terrenos baldíos. Se cuenta incluso que los paseantes no se aventuraban mucho por allí, pues en una isla de ombúes (que todavía existe, aunque algo esmirriada) habitaban bichicomes –como se le llamaba entonces a los homeless montevideanos- bastante agresivos...

 

Su nombre original fue Parque Central, porque se estimaba que, acompasando el crecimiento de la urbe, iba a tener una ubicación geográfica parecida a la del célebre tocayo de Nueva York. Lo de Parque de los Aliados surgió un poco más tarde, con la intención de rendir homenaje a los triunfadores en la guerra de 1914-18. Pero no mucho después, en 1928, a propósito de la muerte de José Batlle y Ordóñez, recibió el nombre del caudillo colorado que lo caracteriza hasta ahora. 

 

En extremos opuestos del parque, el Estadio Centenario y el Obelisco a los Constituyentes de 1830

 

Esta gran extensión verde, antes todavía de llegar a ser parque fue el Campo del Chivero, llamado así porque se realizaba entre sus pasturas la crianza de tales animales. En donde se encuentra hoy el estadio Centenario manaba una de las fuentes que alimentaban el arroyo de los Pocitos; todavía, en días de lluvias muy intensas, las aguas bajan como un torrente desde la avenida Ricaldoni, precipitándose por la primera cuadra de Francisco Llambí para correr por fin a lo largo de MacEachen (debajo de ésta fluye entubado el viejo arroyo).

El parque –donde no está ausente la mano de los paisajistas franceses- fue adornado con alegorías deportivas vagamente griegas, en recuerdo de las gestas olímpicas del 24 y 28. Posee –a la altura de las avenidas Italia y Centenario– una réplica en bronce del Discóbolo de Mirón, y muy cerca el monumento en homenaje a Francisco Soca, del escultor francés Emile Bourdelle. Y tiene otras obras escultóricas estimables, como la archifamosa Carreta de José Belloni, el Monumento al Maestro de Bernabé Michelena, y una alegoría sobre los combatientes de las guerras civiles debida al buril de Juan Manuel Ferrari.

Allá por 1950, el doctor Rodolfo Tálice, en monografía publicada en el almanaque del Banco de Seguros (que con el tiempo integró un libro sobre el tema) ilustraba sobre distintas especies de hongos comestibles de nuestro país,

Monumento a La Carreta, obra de José Belloni

indicando que este parque era un sitio muy rico en ellos. Los que de niños tuvimos el privilegio de frecuentarlo, y tenemos la edad para ello, recordamos haber visto proliferar allí especies de hongos que hoy sabemos son altamente apreciadas, como los del eucaliptos y los deliciosos.

 

Al presente sigue siendo un hermoso y extendido espacio verde. Su riqueza de flora es destacable; encontramos allí distintas variedades de palmeras e igualmente de pinos; pero además eucaliptos y nogales y cedros y ombúes y sauces, y cipreses, y araucarias. Y la acompaña una interesante variedad de aves, como palomas de campo, venteveos, horneros y cotorras; sin olvidar aves nocturnas como lechuzas y mochuelos.             

 

Los montevideanos deberíamos valorar mucho más el privilegio de este parque, que más allá de su nombre es –en los hechos que marca la geografía y la extensión de la ciudad- estrictamente nuestro “parque central”, como quisieron los que lo proyectaron a comienzos del siglo pasado.

 

Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

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