Los parques fúnebres

del libro "La ciudad revelada"
Crónica de Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

Los cementerios no son precisamente un paseo muy apreciado. Sin embargo, aparte de su condición de remansos arbolados de genuina tranquilidad, visitarlos con atención despierta y sentidos afinados puede aportarnos valiosos elementos para conocer mejor la vida –¡sí, la vida!– de personas de otros tiempos. En panteones, bajorrelieves, bustos y adornos, se reflejan estéticas, ideas, creencias y modos de concebir el mundo.

Para probar estas afirmaciones visitamos el Cementerio Central, que es el único –debido a su antigüedad– que nos permite recorrer gran parte del siglo XIX: desde los años treinta al novecientos, o sea desde el Romanticismo al art nouveau.

Allí se pueden encontrar varios panteones de los primeros tiempos de nuestra vida independiente. Comparados con los que vinieron después, son ejemplos de frugalidad acordes con una ciudad todavía hispánica. El Central era en ese entonces el camposanto nuevo, con el que se había sustituido el enterramiento en las iglesias, antes habitual. Por mil ochocientos treinta y pico su ubicación era suburbana y alejada de la ciudad, que recién había perdido sus murallas; cumplía el objetivo de llevar las tumbas lejos del tejido urbano, conjurando de ese modo las temibles epidemias.

Lágrimas del alma

La extensa etapa romántica es una de las más interesantes de este cementerio, con sus símbolos característicos. Como las columnas truncas, alusivas a las muchas muertes juveniles que eran numerosas a causa de enfermedades hoy erradicadas o superables, o los enamorados inconsolables, o las inquietantes representaciones de la muerte que podrían hacer temblar al mismísimo Stephen King. El gusto romántico también resalta en los floridos y altisonantes epitafios, infectados de melodrama.

Una tumba paradigmática del período romántico es la de Bernabé Rivera. Ese truculento sarcófago, con la frase que reza textualmente: “Yndígena salvaje indómito habitador de los deciertos”, y advierte de inmediato: “He aquí tu víctima”. Ya entrado el siglo XX era visitado –cada aniversario de la emboscada que lo llevó a la muerte– por integrantes del sector riverista del Partido Colorado opuestos al batllismo. Pero en la década de mil novecientos ochenta comenzó a poblarse de grafitis su hasta entonces impoluto mármol blanco, calificando de asesino al sobrino de Frutos Rivera, en alusión a su directa responsabilidad en la matanza masiva del pueblo charrúa en Salsipuedes.

Por supuesto que abundan los generales, coroneles y oficiales de rango indefinido. Servidores de ambas divisas tradicionales rodeados de una parafernalia de alusiones a su coraje, su fidelidad colorada o blanca, e incluso su capacidad de odio al enemigo. En realidad, el lector estará pensando algo que es evidente y no hemos dicho: que recién después de terminada la Guerra Grande y de la Paz de octubre de 1851 empezaron a “convivir en la muerte” en este cementerio –valga la paradoja– los guerreros tan furibundamente enfrentados.

Pero los enfrentamientos continuaron, más allá de la vida, simbolizados en algunos panteones. Uno, realmente paradigmático, está ubicado entrando a la izquierda, en el primer cuerpo del cementerio. Es el que homenajea, y guarda las cenizas, de los Mártires de Quinteros, víctimas de una cruel matanza de colorados atribuida a los blancos. Ha sido otro lugar de peregrinación y discursos altisonantes de los afiliados al partido de Joaquín Suárez y Venancio Flores.

En otra parte del camposanto yacen los restos de Bernardo Berro, quien la noche del asesinato de Flores fue arrancado de su casa, llevado hasta las mazmorras del Cabildo y allí torturado hasta la muerte. Triste, aunque tal vez inevitable final para el mejor presidente que tuvo el país en el siglo XIX, el “puritano en la tormenta” como bien lo definió Carlos Real de Azúa.

Si bien militares encabezan muchos panteones, se ven casi siempre rodeados por su familia y descendencia, presentes en los despojos y también en bustos alusivos. Sin que falte la que murió de tisis como Margarita Gautier, el joven poeta suicida, aunque eso hay que adivinarlo detrás de metáforas y circunloquios pudibundos, la matrona que llegó a la vejez venerable, la mayoría que se fue en la edad mediana.

Si tú mueres primero, yo te prometo...

Tumba de José Pedro Varela

La rotonda y el muro principal del Central, obras del italiano Bernardo Poncini, fueron posteriores a la Guerra Grande y estuvieron destinados a darle imponencia y solemnidad. La rotonda –el ahora Panteón Nacional–, al igual que el muro, era visible desde lejos, habida cuenta del buen trecho de campo que la separaba de la incipiente “ciudad nueva”. Sin exagerar: desde una distancia de varios kilómetros. Se llegaba hasta allí por un camino que se transformaría con el tiempo en la actual calle Yaguarón. Tiene en su decoración exterior estrellas de cinco puntas y símbolos de raíz masónica.

La parte trasera del Panteón Nacional fue protagonista –en los años cincuenta del siglo pasado– de las excavaciones realizadas por las hermanas Massilotti, dos italianas algo maduras, sobrinas biznietas nada menos que de un Papa. Este, siendo apenas un clérigo y además masón, estuvo en Montevideo por dos meses participando de una misión pontificia que iba camino a Santiago de Chile, y según la leyenda participó del enterramiento de un tesoro relacionado con la Venerable Institución en viejos túneles que unían por entonces la ciudad con lugares alejados como el cementerio nuevo. Ellas pidieron los permisos de búsqueda al gobierno municipal alegando la posesión de un mapa, heredado supuestamente de su pariente el padre Mastai Ferretti, quien años después de sus aventuras en esta parte del mundo sería exaltado al trono de San Pedro con el nombre de Pío IX, trastocándose desde entonces en el enemigo número uno de la masonería y todo lo que oliera a democrático y moderno.

Por cierto, más allá de dejar muchos pozos y túneles, y de perturbar la base estructural del propio Panteón Nacional, luego de dos años de trabajo empecinado se tuvieron que ir con las manos vacías. Durante todo ese tiempo los periódicos de la época vendieron más que nunca –en tiempos de bonanza para la prensa escrita– con noticias diarias sobre lo que iba aconteciendo en las excavaciones en el Central.

Enigmática tumba de Francisco Piria

El lugar posee muchos ejemplos de las inquietudes del fin de siglo, donde se entremezclan el neoclasicismo con los rasgos del sincretismo historicista. En ese contexto –entre alardes neogóticos y audacias art nouveau– llama la atención un motivo: el marido superviviente, el viudo desconsolado, representado en tamaño natural junto a su cónyuge yacente sobre un túmulo, que podemos apreciar a poco de entrar, doblando a la derecha y recorriendo algunos metros. Aunque parezca increíble, esta composición fue debida a una promesa realizada a la moribunda junto al lecho de muerte. Está realizada en mármol, en un realismo apabullante.

Un caso curioso lo constituye un monumento ubicado también en el primer cuerpo, a la derecha de la entrada. Popularmente se lo ha conocido como La degollada, y representa a una mujer –en tamaño natural– acostada a lo ancho, con los ojos vendados y el cuello claramente cortado. Es sin duda una metáfora de la luctuosa labor de la Parca segando la vida; aunque el ingenio popular prefiere fantasear en este caso con una mujer que hubiera sido literalmente degollada y que pudo haberse enterrado allí. Pero, además, tiene que ver –según estudiosos de lo oculto– con la “muerte mística” por la que todo iniciado auténtico tiene que pasar para luego poder “elevarse a la luz”.

Entre las varias columnatas truncas, se destaca la que recuerda al joven poeta Adolfo Berro, fallecido en plena juventud víctima de la tuberculosis, quien dejó algunos versos románticos que han logrado superar la ordalía del tiempo.

El sepulcro de José Pedro Varela se destaca por no exhibir ningún elemento religioso. Tiene, por el contrario, algunos simbolismos masónicos evidentes, como el pentagrama, la estrella de cinco puntas. Y también la escuadra, el martillo y el compás masónicos, discretamente por detrás. No es el único con estas características, aunque tal vez uno de los más notorios por tratarse de quien se trata.

En la última parte del Cementerio Central, la que se asoma por el fondo –desde una altura– a la rambla, se pueden encontrar las tumbas más modernas. Allí está el panteón dedicado a Luis Batlle, de mármol negro y rigurosas líneas geométricas. Más modestamente, en los nichos empotrados en el muro, a la derecha, descansan los restos de Marta Gularte, la inolvidable vedette del Carnaval montevideano.

Un tema aparte –que de por sí es todo un capítulo en lo que tiene que ver con los cementerios montevideanos en general– es el ostensible descuido en que se encuentran. En el caso que nos ocupa no nos referimos sólo a la falta de limpieza y mantenimiento de tumbas y panteones, sino también a las roturas y desmoronamientos que nadie repara así pasen los años, y también a los reiterados robos de elementos de bronce y otros metales. El Central es un ejemplo –ilustrativo diríamos– del desinterés, la indiferencia y la desidia, no sólo del Estado sino de gran parte de la sociedad uruguaya, en lo que hace a nuestros valores patrimoniales urbanos.

Piedad, piedad por los que lloran...

También ubicado de espaldas a la extensa rambla capitalina, pero varios kilómetros hacia el este, se encuentra el Cementerio del Buceo. Este posee características privilegiadas, al reunir en su ámbito épocas antiguas y más recientes. Constituye un entorno muy rico desde el punto de vista visual y como espacio ciudadano.

Recorriéndolo podemos apreciar incontables motivos escultóricos o decorativos. En los sectores más antiguos: los más universales de Jesús crucificado, la joven que llora amargamente, la columna partida, la clásica piedad o el niño desolado.

Pero recordemos, antes de seguir adelante, que este ámbito funerario es auténtico heredero del llamado Cementerio de la Unión, ubicado enfrente, donde hoy se alzan edificios de vivienda. Antes de que se construyeran estos, pasada la mitad de los años setenta del pasado siglo, con el lugar –muy arbolado y umbroso– oficiando de parque, quedaban sin embargo algunos vestigios funerarios. Uno era la tumba del poeta peruano Parra del Riego, quien residió y murió en Montevideo; nunca le faltaron flores, muchas décadas después de su enterramiento, y se atribuye la gentileza a la viuda de Isabelino Gradín, notable jugador de fútbol de los tiempos heroicos que justamente –por el año 20– había celebrado el poeta en uno de sus Polirritmos.

En esa misma época, niños que jugaban en el lugar solían encontrar huesos y hasta cráneos ya que los cuerpos habían sido trasladados al nuevo cementerio décadas antes, pero evidentemente quedaron restos. Y en unos grandes, torvos y nada estéticos panteones ubicados hacia el oeste del terreno –los únicos que permanecían en pie en los setenta– parejas que incursionaron en sus huecos con la intención de aprovecharlos como sucedáneo de nido amoroso, se pudieron topar con la desagradable sorpresa de algunos ataúdes conteniendo intacta todavía su fúnebre carga.

Clarividentes y sensitivos, e incluso gente común con sensibilidad, al pasar al atardecer o a la noche por allí llegaron a ver figuras fantasmales moverse entre los árboles, y creyeron oír voces inquietantes. Incluso hoy, a tantos años de haberse construido las viviendas, a veces siguen vislumbrándose en la alta noche presencias inexplicables.

Yo no sé si tiene amor la eternidad...

Clásicos Cristo y Ángel en un panteón

Avanzando en el tiempo, la perspectiva de tumbas y monumentos del Buceo se va refinando. Desde finales del siglo XIX comenzaron a contratarse escultores especializados, a los que se les daba la oportunidad de hacer el debido despliegue de su libre fantasía, y también la de los futuros usuarios de las tumbas, menos atados a las convenciones religiosas del pasado. Así es que nos topamos –muy cerca de la calle principal– con un enorme panteón de mármol negro coronado por una esfinge y con motivos egipcios. Hacia la derecha se encuentra la tumba de Francisco Piria, considerada por los entendidos como un verdadero artefacto alquímico. Luce por detrás el uroboros, la mítica serpiente que se muerde la cola de los antiguos gnósticos, y por delante la lacónica frase: Yo y Ella. Se piensa que la misma alude a Piria y a su segunda esposa; aunque algunos entendidos en la ciencia de las transmutaciones y su simbología consideran que la enigmática frase refiere más bien al encuentro del Adepto con su Alma Espiritual, fruto de la culminación del trabajo en la Gran Obra Alquímica. No se conoce quién construyó el panteón, pero es seguro que siguió las directivas planteadas por el propio Piria, quien dispuso su última morada muchos años antes de su ida de este mundo.

El escultor Eduardo Díaz Yepes realizó más de una versión de la Piedad en este cementerio. La más interesante se encuentra en el panteón perteneciente a la familia Gutiérrez Blanco. Es un trabajo en relieve, con elementos formales inconfundibles para quien conozca la obra del escultor, y que posee los rasgos más intensos de su particular expresionismo.

Otro escultor de valía de quien encontramos obras allí es Juan Manuel Ferrari. Su figura de un hombre desesperado constituye el motivo central de un panteón ubicado también en la calle central; obra de sugestivos elementos que aluden a la filosofía perennis y el conocimiento hermético. Pero son muchos más los artistas nacionales que han dejado entre las tumbas obras interesantes. En el panteón colectivo de la Sociedad Española de Socorros Mutuos se puede apreciar un mosaico de Eduardo Ribeiro. En la tumba de la familia Cunha se alza una estructura simbólica de Pablo Mañé Garzón. Pero también podemos encontrar bajorrelieves, bustos y grupos escultóricos de Severino Pose, de José Luis Zorrilla, de Bernabé Michelena, y otros buenos artistas de la primera mitad del siglo XX.

El viudo inconsolable - panteón característico del Cementerio Central

En muchas de estas obras se muestran referencias a filosofías trascendentales: eso lo vemos por ejemplo en el talante hierático y reflexivo, a veces enigmático, de los trabajos de Severino Pose y Bernabé Michelena.

Hubo además especialistas en motivos funerarios, como es el caso de Enrique Lussich, cuya ductilidad para adaptarse a las solicitudes de sus clientes –tal como se puede comprobar allí a cada paso– resulta notable.

Para tomar conciencia de hasta qué punto es significativo todo el arte plasmado en esta necrópolis a través de más de un siglo, resulta interesante transcribir lo que opinaba el reconocido crítico José Pedro Argul sobre la Piedad de Eduardo Yepes antes mencionada: “Es una obra de hondo pensamiento, plena de humanidad y cultura, asombrosamente multiplicada de signos. Obra compleja, ha de despertar muy ricas sugestiones y ha de confundir, sin duda”. Esto era en 1951, al inaugurarse el mausoleo, y la misma obra mereció nada menos que del crítico argentino Julio E. Payró, las siguientes expresiones admirativas: “Piedad cósmica. Españolísima Piedad.

Hubiera gustado a Unamuno”.

Esta composición de Díaz Yepes, como casi toda su obra, encierra una concepción metafísica de raigambre gnosticista, muy lejos de la dogmática cristiana más común.

Contigo en la distancia...

Ha escrito Iván Ilich, antropólogo filosófico, que cada época histórica tiene su “propia, intransferible, muerte”. Lo que equivale a decir que las ceremonias, los rituales que rodean el final del ser humano, son cambiantes siempre. Como variables son las ideas que alimentan esas pompas fúnebres, que en definitiva están marcadas por las pautas culturales más influyentes en ese momento y lugar.

Aplicando estos conceptos a los dos cementerios que hemos recorrido en este capítulo, llegamos a una interesante conclusión: la historia entera del Uruguay, en cuanto país independiente, está reflejada en la evolución y cambio de sus monumentos funerarios. La larga etapa del siglo XIX en el Central, donde podemos palpar cómo las tumbas pasan de la frugalidad inicial, con aires propios, todavía, de aquella modesta Patria Vieja, al despliegue –desde los años cuarenta– de toda la simbología alegórica del Romanticismo, para desembocar por fin en los refinamientos del historicismo y el art nouveau. Al tiempo que el Buceo muestra de manera clara los nuevos aires que trajo el siglo XX: del modernismo al art déco, del expresionismo a la abstracción. Es el caso de las obras de Eduardo Díaz Yepes, Severino Pose y Bernabé Michelena.

Un perfil que marca nuestras necrópolis en general es su estilo y perfil latino, recargado y hasta truculento a veces, dramático siempre; algo que se puede comprender mejor visitando el Cementerio Inglés, vecino del Buceo, con su tendencia al orden y la simetría. Esto lo vemos claramente en las tumbas en tierra, con apenas una lápida, al estilo de las necrópolis anglo sajonas y del norte de Europa. La cultura católica aportó el marco filosófico y definió el ambiente espiritual de los fastos mortuorios hasta la segunda mitad del 800. Después, sin que dejara nunca de ser predominante, debió dar paso –a regañadientes– a los simbolismos masónicos y liberales. A partir del 900 se le agregaron estilemas más heterodoxos, de raíz neopagana o esotérica. Y más modernamente han proliferado los monumentos laicos, cuyos elementos no aluden a realidades de ultratumba. Pero esta diversidad ideológica no cambió la tendencia mediterránea original, que lejanamente nos viene de los panteones romanos.
 

Alejandro Michelena
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