Las sombras en el templo
cuento de Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

El polémico Papa Pío XII llevado en andas en su trono.

Al protagonista de esta historia sorprendió su fragilidad en su etapa menguante, a finales de los años 50,

El atardecer había avanzado sobre la isla, cargando la atmósfera -propia de esa época del año- de un brillo especial, que se iba atenuando muy de a poco, sutilmente, a medida que la noche se adueñaba del entorno ocultando las distancias y volviendo todo cercano, casi íntimo.

Hacia un mes que estaba en Capri y pensaba quedarse otro más. Era una forma de posponer ese regreso a sus obligaciones en Roma, que tarde o temprano se tornarían impostergables.

¿Qué lo llevó allí, aparte de la necesidad de alejarse de las intrigas vaticanas en las que estaba enredado? Seguramente su lectura juvenil de “La historia de Saint Michele” de Axel Munthe, uno de los libros que formaban parte de la modesta biblioteca de su padre, empleado de la municipalidad de Buenos Aires y muy lector. Gracias al empeño paterno culminó el secundario y avanzó en los estudios de Derecho. Y fue un disgusto para el antiguo militante radical, admirador de Hipólito Yrigoyen, su sorpresiva conversión al Catolicismo y posterior abandono de los estudios para ingresar al seminario.

Su padre  se resignó a tener un hijo cura, y dejando de lado sus escrúpulos de libre pensador asistió a su ordenación sacerdotal en la Catedral, por el propio arzobispo de Buenos Aires.

Lo recordó todo bebiendo lentamente su copa de vino, contemplando el mar Tirreno y saboreando la picada de almejas. Todo había ocurrido durante el gobierno de Perón, en tiempos en que su padre y otros opositores fueron postergados en sus carreras administrativas. Seguramente el viejo pudo haber sentido cierto alivio pensando que su único hijo en el seminario no corría los riesgos de tantos universitarios radicales que militaban contra el régimen.

El señor Lisandro Rivadavia había fallecido poco después de su ordenación, y a su cargo estuvo el responso por su alma con la complacencia de su madre, ella sí devota como tantas esposas de radicales agnósticos. Ella iba a morir un año después, y no pudo ver su nombramiento como secretario privado del Arzobispo, y posterior  destino romano a partir de su amistad estratégica con el Nuncio Apostólico.

Había llegado al aeropuerto de Fiumiccino una tarde de primavera. Nunca había cruzado el Atlántico y lo hacía para radicarse en Italia. Llegó justo a tiempo para asistir a la última audiencia pública del Papa Pio XII. Lo pudo apreciar muy cerca, a pocos metros. Pudo ver a un anciano claudicante y enfermo, lejos de la figura mayestática y regia de las fotos del seminario y los despachos eclesiásticos. Eugenio Paccelli, en su largo reinado, había simbolizado a la perfección el rol de inefabilidad que acompañaba al papado no hacía tanto tiempo, apenas desde mitad del Siglo XIX cuando Pio IX se encerró en el Vaticano como respuesta a la pérdida de los Estados Pontificios y el poder temporal luego del triunfo de Garibaldi y la unificación italiana.

Pero igualmente, la sutil decepción al ver al enclenque personaje, casi etérico a esa altura, no le hizo perder la admiración por aquel halo aristocrático que rodeaba al Vicario de Dios en la tierra. Además, desde pequeño, a contrapelo de las ideas que su padre le trasmitía, le atrajeron los títulos nobiliarios y las testas coronadas.

Dejó Capri con un sentimiento precoz de nostalgia anticipada. El viaje en tren de Nápoles a Roma fue melancólico; era consciente que retornaba a un mundo que había admirado al llegar por su pompa y magnificencia; que había creído ingenuamente un ámbito de santidad y mística; que una vez que conoció lo percibió  pleno de claroscuros y ambigüedades.

El anciano Pío XII, que al llegar a Roma le pareció a punto de sucumbir, sobrevivió sin embargo bastante tiempo. Apenas se lo vislumbraba, como una sombra o un fantasma, a través de la ventana desde la cual en sus buenos tiempos se dirigía a los fieles en la Plaza de San Pedro.  Se transformó en algo así como un mito santo para los más devotos, mientras que los escépticos afirmaban que había fallecido y los cardenales por temor a posibles cambios lo mantenían momificado mostrándolo de esa forma para tranquilizar a la grey católica. Fue durante ese extendido aplazamiento de lo inevitable cuando el monje compatriota con el que compartía habitación le habló de integrarse a  un cenáculo discreto de elegidos, de los varios que había en el Vaticano, lo que iba a ser muy conveniente para su carrera eclesiástica. Luego de mucho insistir lo convenció de acceder como aspirante a la Cofradía de Templo Auténtico.

Pasó sin mayores problemas las varias etapas de la preparación. Y llegó a la que llamaban “capilla secreta del templo”, donde le chocó al principio el Cristo crucificado completamente desnudo y con el miembro en estado de intensa erección, y a un costado el San Juan como dándole la espalda, también desnudo y ofreciéndole su trasero femenil. Le costó aceptar esas figuras, tan reñidas con la clásica imaginería religiosa tradicional, pero fue más fuerte el deseo de llegar a la meta de ser aceptado en la orden.

 

Debió desnudarse para acceder al recinto iniciático. La habitación era circular; lo hicieron acostar en un lecho también circular que ocupaba el exacto centro del recinto; se adivinaban, por los rincones, figuras agazapadas en las sombras, embozadas en grandes capuchas… Una mano tanteó y acarició su trasero; se puso tenso, pero la voz lo tranquilizó:

--Soy yo, Carlos María, debes estar tranquilo, dejarte llevar, dejar hacer… Ésa es la prueba.

Mientras hablaba, lubricó su ano con una crema aromática.

Luego se retiró. Por un momento quedó solo, y todo parecía en paz. Pero luego dos manos suaves pero firmes comenzaron a acariciar su pecho y zonas erógenas, y luego sintió que su cintura era tomada con firmeza mientras era penetrado lentamente por un pene enorme y en el máximo de su tensión. La ceremonia fue larga; su iniciador comenzó a moverse, al principio lenta y suavemente pero luego en forma espasmódica… El dolor dio paso a un intenso placer, que dio lugar a su vez a una sensación de beatitud al tiempo que quien lo montaba culminaba entre espasmos y estertores, jadeando como un animal.

 

Nunca supo quién fue su iniciador, y tampoco le importó. Era parte de la regla de juego y la aceptó.

Poco después de regresar de Capri le tocó a él ser  iniciador de un aspirante. Era un joven casi femenino que temblaba al comienzo y luego gozó desembozada y abiertamente de su penetración, la  que culminó en una suerte de comunión erótico-mística en la que sintió que integraba con el joven una entidad que trascendía ambos cuerpos abarcando zonas más sutiles.

 

La Cofradía del Templo Auténtico fue, luego que ascendiera el trono papal Juan XXIII, el verdadero motor del complot contra la amenazante modernidad que parecía traer el nuevo Pontífice. Se sentían, colectivamente, los paladines de la Tradición y la genuina ortodoxia, contra la herejía que pretendía adueñarse de la Iglesia Católica Romana. Utilizaron todos los medios: la intriga, la maledicencia, la calumnia, la extorsión, el secuestro, y hasta el asesinato…

--El medio se justifica por la Santa Finalidad que nos anima… - les decía, enfáticamente, una y otra vez, el Gran Maestre.

A pesar del rosario de infamias y crímenes que desplegaron en las sombras, no pudieron frenar el Concilio Vaticano II y menos sus consecuencias.

 

El suicidio de Monseñor Jorge Rivadavia causó al principio tristeza entre  sus contados amigos porteños, y estupor entre la grey católica de Buenos Aires cuyo sector más ortodoxo y dogmático admiraba a quien consideraba un valioso paladín de la Santa Madre Iglesia. Se lo ponía como ejemplo por su vertiginoso ascenso en la pirámide eclesial, atribuyéndolo a los designios del Altísimo.

La cruda verdad era que el aspirante al purpurado había perdido la fe, que nunca había sido muy sólida por otra parte. En el seminario y primeros tiempos de sacerdote se afirmó en la religiosidad pueril que su devota madre le inculcó. Y luego fueron los rituales y oropeles los motores que lo impulsaron en el proceso que lo llevó de ser un simple clérigo al obispado en la Curia Romana. Pero después de acceder a la Logia del Templo Auténtico se tornó escéptico, incrédulo… sentimiento que disimuló y ocultó en beneficio de sus ambiciones e intereses.

Y cuando el Gran Maestre le encomendó la tarea de envenenar al secretario de Juan XXIII, paso previo al asesinato del propio “Papa Bueno”, misión que cumplió con escrúpulo y una crueldad que lo asustó, se convenció que tal vez Dios no existiera pero que el Demonio sí era una palpable realidad.

 

A través de un clérigo arrepentido se descubrió la conjura en que estaba envuelta la Cofradía. Se inició entonces una rápida investigación; se incautaron los archivos del grupo; la Guardia Suiza arrestó en simultáneo a los principales referentes de la que ya se consideraba oficialmente “secta siniestra”.

El único que se les escurrió y huyó antes del arresto fue Monseñor Rivadavia. Escapó del Vaticano sin saber en realidad donde refugiarse. Recurrió a un párroco que le tenía aprecio, quien le advirtió que la denuncia contra él ya estaba en manos de la Justicia Italiana; que lo mejor era que se entregara porque los Carabineri lo iban a arrestar en cualquier momento…

 

Se metió en pleno mediodía en la Fontana di Trevi, y en medio de ella –ante la mirada aterrada de los turistas que por allí deambulaban- sacó un puñal de plata y se lo clavó reiteradas veces en medio del pecho. Las fotos de ese obispo apuñalándose, ataviado con sus mejores galas, fueron innumerables. Varios papparazzi hicieron series que llenaron después las páginas de la prensa amarilla de Italia y toda Europa, con ecos en la Argentina.

El escándalo y el suicidio derrumbaron la imagen de Monseñor Jorge Rivadavia, haciéndolo caer desde el podio de “santidad” donde lo habían colocado los sectores más rancios y conservadores de la vieja Iglesia de Roma, al fango del escarnio y el desprecio de la mayoría. En su entierro, en una tumba sin nombre, estaban sólo dos representantes de la Orden de Malta y uno del Opus Dei, y los ritos fúnebres estuvieron en manos de un Obispo nostálgico de los latines y la Santa Inquisición, y enemigo declarado del Papa Juan XXIII  y el Concilio Vaticano II.

En Buenos Aires se le hicieron sin embargo honras fúnebres en la Catedral, por orden del viejo Arzobispo que recordaba con cariño senil el  corto período de Jorge Rivadavia como su secretario personal. Pero claro: para no escandalizar a una grey ya demasiado perturbada por las noticias de los crímenes de la Cofradía del Templo Auténtico y el suicidio del obispo argentino, se realizaron un lunes a las seis de la mañana y en forma sigilosa…

Se borró su nombre, como quien aleja un pensamiento morboso y vergonzante. Y muy pronto se olvidó su existencia. Sus contados parientes no quisieron saber nada más de ese religioso que trajo a la familia sólo vergüenza… “Monseñor del Demonio” lo llamaban, las pocas veces que aparecía su nombre en alguna conversación.

 

Alejandro Michelena

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