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La Teja: larga vocación laboriosa
Alejandro Michelena

Ya en la segunda década del siglo XVIII, se conocía al arroyo Pantanoso como “río Salado” o “río de Montevideo”. Unos años más tarde –por 1771– se lo denominaba “río del cerro”. Si bien la actual nomenclatura de este curso de agua proviene de fines de ese siglo, todavía en 1809 se lo llama en algunos casos como “río de Cuello”.

En el segundo reparto de tierras efectuado por Pedro Millán, en el año 1730, en beneficio de los primeros pobladores de Montevideo, se le otorgan tierras –chacras al sur de la actual Simón Martínez– a Marcos Velazco y José Rodríguez, y un territorio sobrante a Manuel Bello. En 1750 todas estas propiedades fueron adquiridas por la Compañía de Jesús, integrando lo que desde entonces pasó a conocerse como Chacra de Jesús María. Cuando la orden de los Jesuitas fue expulsada por decreto real de todos los dominios hispánicos, el comprador de toda esa tierra en remate fue Marcos Pérez.

Entre 1802 y 1821 la propiedad pasa a Miguel Pelagay, a quien heredó su esposa Petrona Lenguas. Y en 1823 estarán en manos de Andrés Cavaillon. Samuel Lafone le compra a éste último el llamado “rincón de la Teja” (189 cuadras cuadradas), y en 1833 instala allí su saladero. A partir de ese momento comienza la vocación industrial de la zona, la que se irá afirmando y sosteniendo con los años. En el saladero de Lafone se llegaron a sacrificar 1200 reses diarias, y 111 mil por zafra; lo que da la dimensión de la envergadura de la empresa para aquellos tiempos.

Las viviendas de los obreros del saladero tenían techos de tejas, que eran visibles desde muy lejos. Para muchos estudiosos el origen del nombre del barrio viene de esa circunstancia. Pero existe otra versión: de acuerdo a ésta, los techos de tejas serían anteriores y pertenecerían a unos barracones instalados bien junto a la bahía, a donde se ubicaban los negros esclavos recién llegados del África. Cualquiera fuera el caso, es cierto que los techos de tejas –cuando la zona era todavía rural y el entorno también– se debían destacar desde la bahía y desde la cuchilla.

En 1914 el Estado uruguayo comprará el varadero de Lafone, y en 1934 se instalará en el lugar la Refinería de Ancap.

De Pueblo Victoria a La Teja  

En 1842 se autoriza la fundación del Pueblo Victoria. Era el homenaje de un próspero súbdito británico con industria pujante en esta tierra americana a su reina, Victoria Eugenia, soberana de un inmenso imperio extendido por toda la tierra y emperatriz de la India.

Pueblo Victoria será, por muchos años, con su calle principal y pocas casas, la única urbanización del área.  En 1868 Samuel Lafone dona terrenos para la construcción de un camposanto para el pueblo (el actual Cementerio de La Teja). En 1877 se abre la primera escuela. En 1900 las calles del pueblo eran todavía todas de tierra –salvo la principal, la actual Carlos María Ramírez, por donde transitaba el tranvía de caballos– siendo apenas un conjunto modesto de casas. La plaza Lafone se inauguró en el año 1919.

Poco a poco, paralelamente al desarrollo de este pueblo, ubicado desde la mitad del siglo XIX casi en medio del camino entre Paso del Molino y Villa Cosmópolis, irá creciendo un caserío cercano. Recordemos que Pueblo Victoria estaba lejos del agua, sobre la cuchilla, mientras que el germen de La Teja propiamente dicha se desarrolla junto a la bahía, primero en torno al saladero de Lafone, después albergando a los trabajadores de las curtiembres que allí se instalaron, y más adelante como lugar de vivienda de los obreros de las canteras de piedra que comenzaron a explotarse con el objeto de suministrar piedra para la construcción del nuevo puerto en Montevideo. En esta última actividad llegaron a haber entre 6 y 7 mil obreros, apoyados por 6 máquinas de ferrocarril y 100 vagones para el traslado del material.

Para trabajar en las canteras llegaron nuevos inmigrantes, yugoeslavos en este caso, que se agregaron a los pobladores de origen italiano y español. Y para atender a tanta población nueva se establecieron fondas y cantinas, con nombres como Iribarne, Del Relámpago, De la Cantera del Puerto, Amanecer, De la Piedra, Encanto.

La otra actividad industrial que terminó de perfilar el barrio de La Teja fue el embarcadero y lastradero de don Antonio Lussich. Allí se embarcaba directamente ganado con destino a Europa, y la actividad naturalmente convocó a muchos operarios que engrosaron la población del novel pueblo industrial.

De la Cachimba del Piojo al Puente Giratorio

Desde 1860 la legendaria Cachimba del Piojo ofició como la fuente de agua para toda la zona. Hasta ella llegaban los aguateros en procura del líquido elemento para llevar luego a Pueblo Victoria y el incipiente poblado industrial junto a la bahía.  También la frecuentaban las lavanderas, llevando sus enormes atados de ropa en equilibrio en las cabezas. La Cachimba está todavía en Heredia entre Inclusa y Molina. Constituye, sin duda uno de los mojones emblemáticos del laborioso barrio.

En el año 1913 había en La Teja 12 hornos de ladrillos, una fábrica de almidón, dos tambos y una carpintería. Y ya se confundían el añejo Pueblo Victoria con el caserío obrero. En 1917 se inaugura el puente giratorio sobre el arroyo Pantanoso. Fue un adelanto tecnológico imprescindible para permitir –alternativamente– el pasaje de las barcazas que subían o bajaban por el curso de agua de y hacia el ya existente frigorífico, y el de los tranvías eléctricos que llegaban hasta el Cerro.

Cuenta Ignacio “Nacho” Píriz, activo y memorioso vecino tejano, que en su juventud tuvo alguna vez que ayudar con otros a mover “a mano” el mecanismo del puente, mientras el tranvía y las barcazas aguardaban pacientemente su turno.

Límites y perfiles definidos

Una característica de La Teja es la de tener límites claros. Por el lado del oeste el arroyo Pantanoso, que es su frontera con el  Cerro. Por el norte la cañada de Jesús María. Por el nordeste Belvedere, y por el sureste el arroyo Miguelete. Esto explica en parte el fuerte sentido de pertenencia de sus habitantes.

El otro elemento fundamental para otorgarle su definida personalidad es la condición predominantemente proletaria en el origen de su población. Una barriada industrial casi desde el inicio marcaría un estilo en su gente.

Primeros pobladores. El cine y el teatro

Los primeros pobladores de la zona fueron vascos franceses e italianos. Eso explica las varias canchas de “pelota vasca” que se instalaron allí. Las hubo en Humboldt y Montero Vidaurreta, y en Leonardo Olivera y Carlos María Ramírez.

Otras recreaciones de las primeras oleadas de habitantes de la futura Teja fueron las carreras de caballos y los billares.

En 1929, Curotto –el padre de esa figura clave del teatro nacional que fue Ángel Curotto– abre, en sociedad con el legendario empresario teatral Carlos Brussa, el cine-teatro del barrio. Estaba ubicado en Carlos María Ramírez y Ascasubi. Actuaba regularmente la Compañía de Carlos Brussa, y también  figuras como Héctor Cuore y Juan Severino. Cantaron en ese escenario figuras exitosas del tango como Agustín Magaldi, Rosita Quiroga, Mercedes Simone y Charlo.

En su faz cinematográfica, la sala de Curotto fue vehículo para que los muchachos del barrio se entusiasmaran con las aventuras protagonizadas por Douglas Fairbanks Jr. y Erroll Fynn, mientras las chicas admiraban la audacia de Merle Oberon en Cumbres borrascosas,  o lagrimeaban con la despedida de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en Casablanca. En esa mágica pantalla entonó sus rancheras inolvidables el “charro cantor” Jorge Negrete, cantó como los dioses Carlos Gardel, bailaron incansablemente Fred Astaire y Gene Kelly. En la magia de la sala oscura Bette Davis y María Félix se transformaron en atractivos paradigmas de la “mala mujer”, mientras Gary Cooper y Tyrone Power rompían corazones, Peter Lorre le daba rostro a la villanía y Boris Karloff caracterizaba una larga lista de monstruos del celuloide.

Centros sociales y recreativos

Hacia el año 1940 –según testimonio de Nacho Píriz– la vida social de La Teja se desarrollaba en los clubes. Estos eran: el Venus, el Laureles, el Vencedor, el Arbolito, y el club social y deportivo Progreso. Este último vivía por entonces un muy buen momento, logrando destacarse futbolísticamente en la división Intermedia. Cuando el Progreso jugaba como locatario en el parque Campomar, el barrio entero se daba cita allí. Pero también salían hasta veinte camiones cuando el cuadro jugaba en otras partes de la ciudad.

En materia de iniciativas de tonalidad social y asistencial, en 1965 se concreta la policlínica del Casmu en la zona, a iniciativa de un médico y vecino, el Dr. Tabaré Vázquez.

En 1968 se instala el Parque Tejano, en terreno cedido en comodato por Ancap; lo concretó la Asociación Cristiana de Jóvenes y funcionó hasta hace muy poco, constituyendo –junto a la plaza Lafone– uno de los pulmones del barrio. En 1983 se plasma el comedor infantil del club Progreso, y en el 84 la murga Diablos Verdes funda una nueva policlínica.

El Carnaval: una constante tejana

Es bien conocida la dinámica y vital relación entre la fiesta de Momo y La Teja. Desde aquellos tablados a muy pocas cuadras unos de otros en los lejanos cuarenta, montados gracias al entusiasmo de los vecinos y el aporte del bolichero de la esquina, hasta las murgas, una verdadera institución del barrio.

De La Soberana, la inolvidable, bajo la dirección de José “Pepe” Alanís (el Pepe Veneno), a La Reina de la Teja –insustituible– bajo la batuta del Pepe Morgade. La historia de la murga en el barrio es larga, rica, y bien conocida. Pero las dos murgas nombradas se han  destacado especialmente –en períodos tan significativos como los primeros setenta y la salida de la Dictadura, respectivamente– por el sentido fuertemente crítico (en lo social y político) de sus letras, el cuidado en lo musical y coreográfico, y la genuina la innovación en los vestuarios

Aquellos boliches

Los hubo muchos y variados. Según manifestó hace un tiempo Pepe Morgade: “los boliches del barrio no abulonan a los habitués. Se ve frecuentemente que los parroquianos se cruzan de uno a otro, como si para conservar la libertad de acción quisieran jugar con el pase en blanco”.

El Sudamericano, en Carlos María Ramírez y Rivera Indarte, un reducto de gente proletaria. El Don Martín, ubicado en la esquina de Agustín Muñoz. El dueño de éste, Carlitos Kechichián, disponía cada mañana de un vaso de leche gratis para sus primeros clientes.

También se recuerdan La Razón –en la avenida y Yáñez Pinzón– muy relacionado con el club deportivo La Comparsa. La Cotorra, humilde reducto de Humboldt y Laureles con efluvios de grappas fuertes. El 126, de Carlos María Ramírez y Camanbú, del gallego Pedro, donde se reunían guardas y choferes porque ahí estaba el fin de la línea que le dio el nombre.

Se evocan, además, el Café Otero –en la avenida y Calera de las Huérfanas– donde recalaban los obreros de la refinería de Ancap. El Nuevo Bar, con su pizza y parrillada, en Carlos María Ramírez entre Elbio Fernández y Concordia. La Perla, donde ahora está la sede de Progreso, un ambiente “discepoliano”. Y el legendario Bar de Pepín –de Carlos Tellier y Ruperto Pérez– punto de encuentro de taitas y malevos, y de toda  “la pesada” de La Teja.

La mayoría de los boliches de La Teja fueron reductos “de proletas, de obreros, de gente solidaria; eso los distingue de los de otras partes”, comenta Ruben Sassano, militante social de viejas lides y vecino de la zona de toda la vida.

El baile del aeroplano y algunas anécdotas

Ignacio Píriz, memoria viva de La Teja, recuerda lo que eran los Bailes del Aeroplano. El local estaba ubicado en la intersección de las calles Heredia y Ruperto Pérez Martínez, frente a la plaza Lafone. Parece que allí se daban cita todos los “taitas” del barrio, como el zurdo Conti y el Toto Fian. Dos por tres había peleas a golpes de puño, y a veces hasta duelos criollos a punta de facón.

Las canteras de principios de siglo habían dejado su marca: lagunas muy hondas, que luego fueron rellenadas, donde los muchachos de la zona se zambullían en los veranos; la imprudencia hizo que muchos fueran los que se ahogaron por darse un chapuzón. Ahora se alzan modernas viviendas sobre lo que fueron aquellos traicioneros espejos de agua.

Las casas de aquel tiempo eran modestas, muchas con chapa y madera. Las calles no estaban pavimentadas en su mayoría y la iluminación dejaba mucho que desear. Enormes zanjones –secuela también de la extracción de piedra en el 900– atravesaban la zona desde Ruperto Pérez Martínez hasta Martín Berinduague.

Una larga experiencia pedagógica

Setenta y seis largos años tiene ya la relación entre el colegio La Divina Providencia y La Teja. Ubicado desde su origen en una manzana sobre la calle Dionisio Coronel, la institución salesiana –comprometida con el barrio y su gente– fue centro pedagógico y también social.

De aquel humilde y precario edificio –cuyo plano sin embargo fuera realizado nada menos que por los legendarios Bello & Reboratti, los constructores más activos del viejo Pocitos– queda solamente la pintoresca torre-mirador de estructura metálica. El nuevo colegio, mucho más confortable, se inauguró el 24 de mayo de 1932 con la bendición de Monseñor Aragone. A través de las décadas fueron muchísimos los tejanos que allí recibieron su educación escolar; otros más los que participaron solamente de las actividades religiosas,  sociales o deportivas a través del “oratorio”. El carisma de la orden creada por Don Bosco armonizaba muy bien con los desafíos que imponía un barrio como La Teja en la década de los veinte y treinta.

En los comienzos, los padres tuvieron sus problemas debido al fuerte perfil de proletariado organizado de la barriada, lo que en aquellos tiempos era sinónimo de anticlericalismo y ateísmo militante.

Alejandro Michelena
Capítulo del libro "Antología de Montevideo" (Ed. Arca, 2005).

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