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La rueda de la vida
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

 

Estaba sentado en la misma sala, triste pero acogedora, de siempre. El tiempo parecía no transcurrir, ni siquiera moverse, para el refugio de objetos fantasmas que era el viejo apartamento de Avenida de Mayo. Empezó a mirar distraídamente las alfombras, las lámparas art nouveau, los sillones floreados y mullidos, los tapices, las cortinas pesadas, la mesita y sus porcelanas. Falta aquí solamente la vitrola –pensó– mientras sonreía para nadie.

Un sonido lejano, muy lejano, lo hizo ponerse en guardia. Creyó por un instante estar sufriendo alucinaciones. Pero no. Era real que desde el fondo del oscuro corredor alguien avanzaba, con lentitud felina, tarareando bajito un meloso bolero.

Avenida de Mayo, en Buenos Aires, en 1936

La mujer –con la cara blanca en polvos anticuados, y la boca de un rojo subido y dibujada con minucia en forma de corazón– lo saludó fríamente y le ofreció té con masitas. Pese al tiempo que había pasado ella no pareció sorprenderse por la visita. Tal vez porque ambos habían vivido esperando ese momento; lo fueron delineando por años y años, y se trataba sólo del estreno de una obra mil veces ensayada. Todos los gestos, hasta el más mínimo, estaban pensados para provocar determinadas reacciones o para contestar los ataques sutiles.

La conversación fue derivando poco a poco desde las cosas intrascendentes a los recuerdos del pasado. Los dos, si bien de modo bien distinto, volvieron a vislumbrar detrás de las palabras la alegría de aquellos días. Cuando vivía tía Fortunata y allí mismo la oían silbar tangos melancólicos. Cuando los paseaba sin prisa por la plaza del Congreso. O cuando tío Olegario los llevaba al Tortoni, y ellos tomaban un refresco mientras lo veían jugar concentrado al ajedrez, o leer Crítica con mucha atención mientras sorbía el café y fumaba un habano.

Los fines de semana eran siempre una fiesta, con la visita a San Isidro y a la casa de la abuela; aquella quinta poblada de frutales, estatuas, humedades y misterios. Y las horas pasadas en ese mismo apartamento del piso dieciocho –ambos eran huérfanos- jugando al ludo o a las damas.

Pero las cosas comenzaron a cambiar el día que entró en escena el Nene. El apodo le había quedado, aunque ya se afeitaba y fumaba a escondidas. Enseguida deslumbró a la prima segunda con sus pantalones largos estilo Oxford de estreno reciente, su palabra y su porte, su peinada a la gomina rigurosa. Comenzaron a pasar la mayor parte del tiempo juntos, despreocupándose de ese otro niño que quedaba desplazado, solo por los rincones. Él odió al Nene desde el primer momento. Y juró vengarse.

 

Comenzó a planear su revancha la tarde en que los descubrió besándose. Luego de llorar un largo rato se puso a pensar qué hacer. Al fin se decidió a actuar; su objetivo fue darles una lección y mantenerlos alejados. Se le ocurrió que no le vendría mal al Nene un mes de hospital; no había peligro en empujarlo por cierta ventana pues iba a caer en la terraza del piso inferior. Todo estaba calculado al detalle, la seguridad parecía total, y por eso no pudo creer –luego de ocurrida la desgracia irremediable– que se había equivocado de ventana. Pero el hecho era que, dieciocho pisos más abajo, una multitud comenzaba a rodear el cuerpo destrozado del Nene al borde de la acera, mientras los tranvías frenaban de golpe con un chirriar de hierros...

Lo demás fueron gritos histéricos y llantos interminables. Lo enclaustraron en el campo, en el casco de estancia más alejado y agreste de la familia. Dos años después lo vio un psiquiatra y ordenó su internación.

Y después del  vértigo de años encerrado no lograba acostumbrarse a la relativa libertad. Estaba perdido, y no se adaptaba a la mayor velocidad de los automóviles, a la estridencia, a las luces que eran mucho más potentes que las de su lejanísima pubertad.

Un día no resistió la tentación de entrar al viejo edificio, tomar el que había sido veloz y lujoso ascensor (ahora destartalado y lento), y golpear la puerta de negra madera que estaba igual, aunque de pronto más tenebrosa e irreal. Ya no era posible retroceder cuando le abrió la anciana mucama uniformada.

Sentado con la taza de té en la mano respiró hondo. Comprendió que aunque hubiera tardado mil años todo lo que lo rodeaba iba a esperarlo. Que encontraría a la misma prima que dejó de ver apenas quinceañera, vieja y gastada pero con la mirada todavía adolescente, seca sin haber madurado. Estaba vestida a la moda de los cuarenta, con prendas que seguramente eran de aquel momento y que había conservado en alcanfor. Su peluca algo ladeada la hacía parecerse a una Bette Davis que hubiera muerto hacía mucho para emerger de la tumba esa tarde.

—Ven a apreciar la linda puesta de sol -le musitó, con voz maquinal y chirriante.

Se acercaron a la ventana, y ella comenzó a señalarle nuevos edificios de los últimos cuarenta años. El ronroneo de esa voz insidiosa fue como adormeciéndolo, haciéndole entrar en una especie de sopor que logró distraerlo, que impidió su capacidad de reacción cuando –bruscamente– las temblequeantes manos huesudas lo empujaron con fuerza no humana.

 

Causó pánico, dieciocho pisos más abajo, la caída de ese hombre decrépito, en plena hora pico del atardecer. Frenadas de los colectivos y taxis, gritos, la llegada de la ambulancia con su sirena ululante, miradas hacia arriba cargadas de interrogantes y desconcierto, curiosidad morbosa en muchos que se empujaban para mirar.

La cabeza era una masa informe. Lo demás era sangre y huesos rotos.

 

Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

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