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Ponencia leída en el coloquio dedicado a Marosa di Giorgio, que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Montevideo al cumplirse un año de su ida de este mundo.

La mesa de Marosa en el Sorocabana
Alejandro Michelena

Los itinerarios cotidianos de Marosa de Giorgio en su etapa montevideana, a partir de 1978, se relacionaron con algunos –muy contados– lugares que solía frecuentar asiduamente. Su presencia en ellos no hizo más que extender a la capital su costumbre salteña de la mesa de café.

Estuvieron concentrados en el área céntrica y en un radio de pocas cuadras. Uno de ellos fue el Luzón, que todavía abre sus puertas en Yaguarón casi Colonia; esa cantina donde le gustaba cenar sola o con amigos, frecuentada en aquellos años finales de los setenta gente de la cultura como Enrique Estrázulas, Salvador Puig y Eduardo Darnauchans. Un poco más adelante, a comienzos de los ochenta, se la vio participar –casi todas las noches– de las mesas del primer Lobizón (en Colonia casi Rondeau), compartiendo con otros poetas y  artistas copas de vino y el característico gramajo. Tal costumbre marosiana se proyectaría en los noventa a los nuevos y sucesivos Lobizones ubicados en Zelmar Michelini (respectivamente: el del sótano, casi Soriano, y el de la galería, entre 18 de Julio y San José).

Otra de sus recurrentes estaciones urbanas fue el Mincho Bar, que sigue estando en Yi entre 18 y Colonia. Tradicional reducto de encuentros culturales desde comienzos de los sesenta, seguía albergando –veinte años más tarde– mesas en las que confluían escritores pero también periodistas. Ella participaba de  esas ruedas,  y lo hacía siempre en horas nocturnas.

Pero el lugar por excelencia de Marosa en su etapa capitalina, fue el viejo café Sorocabana de la plaza Cagancha. Ella se había enamorado del recinto años antes, cuando viajaba para leer sus poemas, o a raíz de la primera edición que hizo Arca de Los papeles salvajes. Tanto fue así, que sus venidas desde Salto terminaron siendo más que a Montevideo, al Sorocabana.

Tal vez haya sido por ese amor a primera vista que tuvo con el añejo café, y también por tener que habitar en hoteles en sus primeros años por aquí, que Marosa adoptó al enorme y rumoroso lugar como su segunda casa. En su seno encontró un espacio de permanencia y de pertenencia, pero además un sitio estratégico para ser ubicada por amigos, colegas, admiradores y periodistas. Y desde el comienzo se hizo notar, porque ella no podía pasar desapercibida: su cabello vibrante y colorido, sus lentes algo retro y estilo hollywoodense, su vestimenta original y rara, su porte majestuoso, contrastaban con el tono paleta baja que caracterizaba al  café.

Llegaba al Sorocabana muchas veces de mañana, y siempre permanecía horas en alguna de aquellas mesas redondas de mármol. Allí leía, pues era una lectora concentrada y constante; allí se abstraía del entorno y meditaba, o mejor dicho entraba en cierto trance que ella vinculaba a su proceso de creación poética; allí también, por supuesto, escribía. Avanzada la tarde llegaba el momento social, cuando la poeta transformaba su mesa en un original ”salón literario”, atrayendo a escritores de varias generaciones, estéticas diversas, y visiones a veces contrapuestas, al conjuro de su indudable magnetismo.

Y esa mesa, allá por 1978 y 79, imperceptiblemente fue transformándose en una tertulia cultural, no orgánica pero sí recurrente. Lo paradójico fue que comenzaba a florecer en torno a Marosa di Giorgio la tradición de la tertulia, en tiempos oscuros en los cuales se había dejado de practicar –al menos públicamente– la sana costumbre intelectual del diálogo, del intercambio y del coloquio.

Marosa nunca se propuso, en forma deliberada al menos, ser el centro de una rueda de ese tipo. Ella amaba el Sorocabana, y gustaba de encontrarse allí con seres afines. Y gente muy diversa acudía a su mesa, con el común denominador de apreciar su obra y sentirse atraídos por su extraña presencia. La tertulia a la que hacemos referencia fue concretándose naturalmente; por el mero hecho de que poetas de varias generaciones, críticos y artistas plásticos, se sintieran atraídos hacia esa mesa... Marosa imantaba con su magnética figura poblada de silencios, de miradas enigmáticas, de gestos peculiares y únicos.

Como ya dijimos, escritores de varias generaciones participaron de aquellos atardeceres en el Sorocabana, en momentos en que tal cosa no era lo habitual. La poeta Concepción Silva Bélinzon y la narradora Paulina Medeiros –pertenecientes a la generación del treinta– conocieron allí a los más jóvenes, como los poetas Elder Silva, Hugo Fontana y Rafael Courtoisie. Escritores con perspectivas diferentes se codeaban en la mesa de Marosa, como por ejemplo los poetas Rolando Faget, Julio Chapper, Elías Uriarte y Leonardo Garet; los narradores Miguel Ángel Campodónico y Mario Delgado Aparaín; el crítico Wilfredo Penco, y su par y poeta Roberto Echavarren Welker; el actor teatral Claudio Ross y el dramaturgo y escritor Ricardo Prieto.

Marosa era el centro indiscutido. Pero tal “centralidad” no se ejercía de manera evidente. Su reinado era sutil: le bastaba una palabra, un gesto, para que retornara la armonía ante un desencuentro o un conato de discusión alterada. Por lo demás, ella dejaba que las palabras fluyeran; que se hablara, se deliberara, e incluso que se divagara. En todo caso, su intuición la conducía a cortar en el momento justo un monólogo demasiado extendido, o a estimular el diálogo cuando los silencios se volvían espesos.

Alejandro Michelena
Ponencia leída en el coloquio dedicado a Marosa di Giorgio, que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional de Montevideo al cumplirse un año de su ida de este mundo.

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