Juan Rulfo en pocas líneas |
En
el único encuentro que tuvieron Borges y Rulfo, que fue en la Ciudad de México,
ante la pregunta del primero: “¿Cómo
está, Juan?”, el mexicano contestó, lacónicamente: “Aquí,
muriendo...” La anécdota
es ilustrativa de las características del creador jaliciense y su mundo
creativo. Para
que un escritor pueda ver su tarea reconocida por la crítica, apreciada
por sus pares y por los lectores más agudos, se requiere que antes haya
publicado varios libros. Pero hay excepciones a la regla, como en el caso
de Juan Rulfo, al que le bastaron nada más que dos libros no demasiado
extensos, el volumen de relatos El
llano en llamas (1953) y la novela Pedro
Páramo (1955), para ocupar un lugar privilegiado en la narrativa
latinoamericana. En
su obra —reducida en páginas pero inmensa en significación— el
escritor mexicano logró la proeza de universalizar el ámbito regional de
su Jalisco natal. Con un estilo personal, a través del cual reinventa el
habla campesina, y también los silencios de esos personajes solitarios
recortados en un paisaje casi siempre árido y duro, trascendió el mero
localismo al imprimirle a sus criaturas y sus peripecias una dimensión cósmica. Rulfo
es el más grande escritor de su país porque logró —en relatos
perfectos como Luvina, o en esa novela sin parangón que es Pedro Páramo— decantar ciertas esencias del alma mexicana. Allí
está ese fatalismo resignado (producto del sincretismo entre la cosmovisión
indígena y el cristianismo), y sobre todo la presencia obsesiva de la
muerte que peculiariza a ese pueblo. Pero su mayor logro está en haberle
dado a esas historias, de base genuinamente regional, aliento universal. Y
esta cualidad de la narrativa rulfiana esta fundamentada puramente en el
estilo: esas frases parcas pero precisas, esos diálogos secos pero
elocuentes, esas descripciones sintéticas pero plásticas y sugerentes. Luego
de sus dos obras maestras indiscutidas, su autor se llamó a silencio por
décadas. Prometía cada tanto un retorno que siempre posponía para más
adelante... Recién cumplió en 1980, publicando El
gallo de oro, libro que sin llegar a compararse con sus relatos
mayores es innegablemente rulfiano. Quien
no conozca a Rulfo podría imaginar su narrativa como atípica o insular
en el panorama mexicano. No lo es en absoluto. La podemos alinear como
ejemplo tardío de la corriente regional posterior a la saga novelística
que marcó el desencanto ante los logros de la Revolución (cuyo mayor
exponente es Los de abajo de
Mariano Azuela), que dio novelas tan estimables como Al
filo del agua de su coterráneo Agustín Yáñez. Lo que lo
singulariza es la mayor potencia creativa. En
sus largos años de silencio literario Juan Rulfo se dedicó a la fotografía.
De hecho, por la calidad de sus tomas, lo podemos considerar un creador
notable también en el terreno de la imagen. Lo más sugestivo es el
paralelismo que es posible hacer entre sus relatos y sus fotos: unos y
otras son expresiones de un mismo y coherente universo artístico. Al escritor mexicano, cuyo nombre completo era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, lo aplastaban los fantasmas de sus propios muertos. Su padre fue asesinado cuando Rulfo tenía 7 años, en 1923, y casi toda su familia fue masacrada en lo que llamaron “La guerra santa”, cuando el clero lanzó al pueblo contra el gobierno, poco antes de la contrarrevolución cristera. Y como si no le faltaran muertos, a los 12 perdió a su madre. |
Alejandro Michelena
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