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Hembra que mira al poniente
Alejandro Michelena

"Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden 
de regiones distintas."

La balada del café triste
Carson Mc Cullers

Se reunían allí una vez a la semana. Los contertulios variaban levemente, aunque el conjunto se mantenía. Al menos el flaco Horacio –con su traje oscuro y anticuado y su pequeño y esmirriado portafolio– siempre distraído y como observando algo inefable o tal vez las arañas del techo, el canario Egaña y las arrugas de sus años indescifrables enmarcando su eterna sonrisa, y él, el más joven, con sus libros y su aire estudiantil, eran infaltables.

Los atendía con esmero, porque eso sí, eran clientes puntuales en el pago (que Horacio por ejemplo, hacía una vez al mes, de un solo golpe, con el pobre salario recién estrenado). Procuraba ser solícito y estar atento cuando el canario me señalaba –con un movimiento casi imperceptible de su grueso dedo índice– otra vuelta de caña, y más tarde cafés cargados para alejar los efluvios de la noche y anclar a los fantasmas en el bar hasta la semana siguiente. Pero me mantenía lejos, detrás del alto mostrador de negra madera, simulando lavar copas o hacer cualquier tarea, pero oyendo todo en forma inevitable por lo reducido del viejo local. A ellos no les perturbaba mi presencia, tan cotidiana como el lambriz y los espejos inclinados, los percheros retorcidos y la añeja vitrola, la foto de Gardel y la todavía en uso pero ya algo torpe máquina de "caffé expresso" que había instalado mi padre hace quién sabe cuánto tiempo.

Solamente los silenciaba la poco frecuente aparición de otro parroquiano, o de alguien perdido en el laberinto de la noche. De no ser por tales circunstancias, fortuitas por suerte, ellos hacían deslizar el diálogo y llegaban –a cierta altura de la noche– a las "historias" que cada uno había vivido o soñado que vivía. Las había de todo tipo, como si el alcohol y la desolación del bar, la distante amistad que los unía y la magia de la hora oficiaran de inspiración, o siendo más precisos actuaran como catalizadores.

 

Las del canario Egaña invariablemente se referían a ese arrabal casi campo (de ubicación imprecisa para mí, pese a que me precio de conocer bien Montevideo y alrededores), y eran casi parábolas –por la moraleja implícita– que lo incluían siempre como única presencia humana, junto a bagres del arroyo, tierra labrada, lentas vacas tristes, liebres perseguidas, panales de abejas, pájaros ligeros, búhos graves. Una vez explicó de qué manera salvó a un pato de ahogarse; la paradoja no era tal, porque el pato no se ahogaba en el agua, su elemento, sino que habiendo salido de la laguna y merodeado cerca de "las casas", se perdió y fue a dar al fondo del galpón, donde las emanaciones de la uva en fermentación lo dejaron medio atontado; Egaña entró de casualidad en busca de una azada, sorprendiéndole "alla`ntre la paja seca" una rara claridad en un rincón. Tuvo que tener al pato largo rato entre sus manazas "pa qu’el bicho dentrara en calor", hasta que ya despabilado el animal se largó por su cuenta campo abajo en busca del agua. En sus historias no existía tiempo preciso, ni reparaba tampoco en detalles como el hecho –inevitable– que algo de contaminación debía haber llegado al sitio tan bucólico donde decía residir.

Las de Horacio eran, por el contrario, escenas de interiores, ubicadas invariablemente en algún café céntrico. "Escenas" les llamo porque de eso se trataba: nada pasaba en ellas, y los múltiples personajes estaban allí quietos, eternizando gestos. Sin embargo nos hacía mantenernos en vilo, atentos, con la respiración contenida –sus compañeros de mesa al borde de las flojas sillas; mi persona enlenteciendo la limpieza número once del mostrador– evidenciando dotes envidiables de narrador. Por ejemplo, recuerdo muy bien aquella escena ubicada en un café de la plaza Independencia: en uno de los extremos aparecía una vieja que lloraba sin consuelo, bajo un espejo oscuro por el ancestral pisar de las moscas, el hollín callejero, la falta de limpieza. En el otro –en medio mesas de mármol vacías y frías– un hombre dormido, casi tirado sobre la silla. Por uno de los costados dos ajedrecistas, tan absortos que parecían estatuas, enlenteciendo una jugada hasta lo exasperante, encarnando una imagen posible del quietismo, una parodia de la eternidad. Precisamente, la vieja lloraba porque decía creer –a viva voz– que los jugadores se habían convertido en estatuas de sal. "¡Estatuas de sal –gritaba– estatuas de sal, estatuas de sal...!"

En esos momentos Horacio se volvía expresivo y hasta locuaz. El tan luego, que la más de las veces estaba como adormecido, con su cara de máscara, su corte de pelo a la antigua, su gran boca como de bebé, sus ojos demasiado desconcertados.

Las fantasías que el joven desplegaba –porque eso eran, "fantasías" sin anclaje en ninguna realidad– surgían muy de cuando en cuando, cada tantas semanas, como pidiendo permiso en medio de los casi monólogos de los otros contertulios. Él era, eso sí, un escucha ideal, interesado, plástico, capaz de una variedad infinita de gestos expresivos que indicaban a las claras el efecto telúrico de alguna moraleja del canario, o el dramatismo desolado de las escenas nocturnas y etílicas del blanquecino Horacio. Por otra parte, sabía aguantar hasta la respiración para que los silencios de los relatos fueran más rotundos, lograran la exacta precisión de las pausas musicales.

Una de esas fantasías, la última, me llegó a causar tan hondo efecto que hoy, al evocarla, parece que la veo proyectándose sobre esa pared que tengo frente mío, como si de veras se tratara de una película (o más bien de un video, pues me es posible detener y hacer retroceder la imagen a voluntad para así analizar mejor esas secuencias que tengo confusas).

 

Caminando por la rambla –el joven vivía cerca, en esa zona vecina al zoológico donde las calles parecen precipitarse hacia una costa todavía lejana–, yendo por un sector algo desolado cercano al puerto del Buceo, matando lentamente el tiempo en un atardecer ya casi tragado por la sombra, con una luna inmensa asomándose por un ángulo del horizonte, con el viento primaveral sacudiéndole las espaldas, él iba por el borde del terraplén con la vista apenas fija en el nervioso latir del agua.

De pronto le extrañó ver surgir entre el leve oleaje una silueta enfundada en un negro traje de buzo. Creyó por un momento que estaba soñando –se tiró fuerte el dedo índice de la mano derecha, pegó un salto, se pellizcó– pero la figura no solamente seguía allí sino que además empezó a trepar por las rocas desparejas.

Al pasar a unos metros de donde estaba, se dio cuenta con mayor asombro todavía que se trataba de una mujer. La vio dirigirse hacia un viejo Buick de los cuarenta estacionado bajo una de las columnas del alumbrado. Bajo esa luz pudo apreciarla mejor; era todavía joven, con el cabello largo y casi rojizo cayéndole semi húmedo sobre los hombros al sacarse la capucha de goma, la nariz entre puntiaguda y pequeña, inquietante e intensa la mirada. Después de quitarse el traje de modo brusco y casi sin gracia quedó tiritando, apenas cubierta por un reducido bikini. El pudo admirar entonces su cuerpo de piel blanca y formas agresivas.

—¿Tenés fuego?

Lo sacudió la pregunta, y la sorpresa le impidió reaccionar por un momento. Era ella, envuelta en una toalla, que le sonreía desde la semipenumbra. Hurgó torpemente en sus bolsillos hasta dar con los fósforos. Encendió uno con mano temblorosa y algo indecisa. Una mano cálida tomó la suya, y pudo sentir la picardía de la mirada a la tenue luz del fósforo apagándose.

—¿Para dónde vas? Te alcanzo.

Y así fue que se encontró embarcado en el añejo automóvil, transitando calles cercanas a la rambla. Se detuvo en un bar, uno de los pocos que en la zona conservaba su aire popular y clásico.

Se enteró entonces, ante las enlentecidas grappamiel, que Brenda –tal era el nombre– era pintora y vivía sola en un caserón de Pocitos viejo que había pertenecido a sus abuelos. Que estuvo presa – como tanta gente, aunque por poco tiempo– en mitad de los años setenta. Que luego había pasado su exilio en Paris, donde conoció a ese "franchute" (eran sus palabras) que le seguía enviando una generosa renta mensual. El joven también le contó algunas de sus cosas, aunque mucho menos, y quedaron de encontrarse en el mismo lugar de la rambla donde se conocieron dos noches después.

 

En el horizonte los nubarrones marcaban un tono encarnado y cambiante, surcado de a ratos por el zig zag vertiginoso de los rayos. El agua estaba quieta, como un espejo, jalonada por algo que a él le pareció un misterioso temor. Esperaba ver llegar a Brenda, caminando o en coche, y se asustó realmente cuando el agua quieta se alborotó de golpe a unos metros, como si quisiera surgir de allí un pez demasiado gigantesco. Era ella, otra vez en traje de buzo, que riéndose lo condujo hacia el lugar donde tenía estacionado el Buick. Ni esa vez, ni en los otros pocos encuentros que tuvieron, pudo obtener una explicación clara para tal extraño deporte.

Esa misma noche, junto al fuego tenue de la gran chimenea del caserón –rodeados de una parafernalia donde se mezclaba el "art déco y la estética modernista de los años cincuenta, con las pinturas surrealistas de ella–, observó como se desplegaban las cartas del tarot sobre la alfombra e iba surgiendo entre las enigmáticas figuras un destino posible para él. Después bebieron en silencio té de jazmín mientras oían a Sibelius, y más tarde las miradas cercanas se volvieron más ardientes y las manos cálidas y ahora temblorosas le despojaron de la ropa mientras una boca demasiado sedienta de placer comenzaba a recorrer lentamente su cuerpo.

Bruscamente, en medio del avance de los juegos del amor, Brenda se alejó ensimismándose, diciéndole después en tono casi de orden: Vamos arriba, al lugar indicado... Su asombro fue grande cuando llegaron a la habitación y no había allí cama ni otro mueble; sí un gran círculo dibujado en el piso que no terminaba de cerrarse. Ella tomó con decisión una espada colocada en una especie de altar, con la que hizo un dibujo con forma de estrella en el aire musitando extrañas palabras a media voz. Tuvo el impulso de huir, pero una mezcla de temor y curiosidad lo mantuvo clavado allí.

Ella lo abrazó con avidez inusitada, casi con desesperación (aunque demostró notable maestría erótica). Rodaron sobre el gran círculo, y cuando él ya estaba dominándola se apartó de nuevo para decir: No... No del modo convencional... Penetrame por detrás, pues yo tengo que mirar hacia el Poniente... Así lo hizo, ella dándole la espalda y volviendo a pronunciar curiosas palabras mántricas.

En los siguientes encuentros que tuvieron se estableció igualmente el intenso y hasta exasperante lenguaje de los cuerpos. Después del coito Brenda quedaba como entristecida, aunque en ese estado de plenitud autosuficiente de una abeja reina después de su vuelo nupcial... Se tornaba lacónica, y buscaba pronto cualquier pretexto para que él se retirara y la dejara sola. Caminando hacia su casa en las madrugadas, el joven caviló decenas de hipótesis para el raro comportamiento de su amiga, concluyendo que no se trataba de otra cosa que simple excentricidad, y que para él eso era nada más que una aventura que había que vivir intensamente (por cierto: las terribles pesadillas que lo acosaron en las noches que estuvo con ella le preocupaban, por lo que decidió hablar sobre el particular –más adelante– con su primo el siquiatra).

 

La cita postrera resultó diferente. Se encontraron pero no en el caserón sino en el bar de la primera vez. Brenda le confesó que esa noche tenía "el antojo" de ir hacia el Buceo.

Mientras el jadeante Buick los condujo hacia allí habló poco. Detuvo el coche en un lugar que a él le pareció insólito: el callejón que se ubica entre los cementerios Inglés y del Buceo.

—¿Qué te parece si nos metiéramos dentro? –le sugirió con voz halagadora e insinuante.

Acto seguido lo arrastró, casi corriendo, apretando su mano fuertemente. Por el lado de la rambla llegaron a una reja entreabierta oculta entre enredaderas. El sólo atinó a recordar, sin convicción, que era muy tarde y que era riesgoso lo que pretendían hacer. Pero una fuerza empecinada, inhumana, parecía haberse posesionado de Brenda.

Caminaron por entre los senderos demasiado quietos. La luna creaba formas acechantes entre los cipreses. Las bóvedas de los mausoleos y las negras y barrocas estatuas imponían la terrible sensación que una multitud de entidades poblaban el aire en estado de engañosa –aparente– quietud. Ella caminaba con la mecanicidad de un sonámbulo, mirando hacia adelante con los ojos muy fijos, con esa rígida voluntad inconsciente que atribuye la leyenda a los zombies.

El panteón ante el cual se detuvo estaba coronado por un ángel sin cabeza, y tenía una inscripción ilegible en su negra y turbia boca apenas resguardada por una reja donde se dibujaban las letras hebreas conformando el hermético árbol cabalalístico.

—¡Quiero que me acompañes, para siempre! –exclamó de pronto Brenda, abriendo la reja, precipitándose en las tinieblas, tirando del joven con fuerza inusitada.

No sabe cómo –al menos no lo explicó al narrar la fantasía aquella noche– el muchacho pudo zafar de esa mano, que estaba más fría que el mármol. Corrió y corrió desesperado; no se detuvo hasta llegar al puerto del Buceo. Allí se quedó más de una hora, recuperando fuerzas, resoplando como un conejo asustado. No volvió a su casa esa noche; pasó sí por acá, bien lo recuerdo, con una palidez preocupante, y temblando se tomó algo fuerte en el mostrador.

 

La fantasía del joven tiene un final: pasados unos días él se animó a ir hasta el viejo caserón. Le costó encontrarlo, pues siempre había estado allí de noche. Le sorprendió su aparente estado de abandono, y cuando ya se cansaba de tocar timbre fue que se acercó un vecino a decirle que allí no vivía nadie desde hacía siete años, cuando falleciera la señora Brenda, la pintora, al poco tiempo de volver al país. Le explicó además que no había herederos directos, pero la casa estaba en litigio judicial entre la antigua servidumbre de los abuelos de "la finada" y los miembros de una hermandad de estudios esotéricos a la que estaba integrada Brenda desde sus tiempos de Paris.

Tuvieron que pasar meses, una gran depresión que lo mantuvo semanas postrado en su cama, un intento de terapia con el primo, para que decidiera contar en la tertulia del café –por vez primera y última– esa "historia" tan extraña como perturbadora. Pese al tiempo transcurrido le tembló la voz en los últimos tramos; terminó llorando silenciosa y largamente, como si una angustia abismal se hubiese adueñado de su alma.

Pasaron apenas unas pocas semanas más, hasta aquella tarde plomiza e implacable en que Horacio, el canario Egaña y yo, acompañamos callados y meditabundos, junto a los desconsolados padres y hermanos, al infortunado joven hasta su última morada, precisamente en ese cementerio del Buceo donde había culminado de manera tan pesadillesca su postrer "fantasía"...

No me llamó la atención que el panteón donde lo enterraron correspondiera exactamente a la descripción que aquella noche, en el café, había hecho.

Alejandro Michelena
Integró la antología "Hombres de mucha monta", Ed. Arca, 1995

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