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De agitar la pelvis a interesarse en la Sábana Santa

Elvis a los setenta
Alejandro Michelena

El pasado 8 de enero el Rey del Rock and Roll hubiera alcanzado los setenta. Había nacido en 1935 en la pequeña localidad de Tupelo, en el estado de Missisipi. Su infancia de carencias y pobreza, su adolescencia de timideces y rebeldías, quedaron atrás cuando una tarde de 1953 decide grabar por su cuenta un disco simple para regalarle a su madre en el cumpleaños. Y sobre todo días más tarde, cuando Sam Phillips, propietario de la casa Sun Records, oye la grabación, repara en su voz, y decide apuntalarlo como intérprete. 

Desde entonces fue arrastrado por una espiral vertiginosa, signada por el éxito creciente y constante. Y como ha sucedido tantas veces, en algún recodo de esa embriaguez que era su vida -donde fama y dinero, estimulantes y mujeres se multiplicaban- sintió angustia y soledad. Como casi siempre: no pudo, no supo, o no quiso detenerse.
Al final quedaba poco de aquel orgulloso muchacho de Tupelo, que vestía de modo extravagante remedando a Hopalong Cassidy y que aspiraba a ser cantante, en ese hombre demasiado obeso que sufría de arterioesclerosis precoz e hidropesía, que en medio de la lectura de un libro -cuyo tema eran las reiteradas especulaciones acerca de la Sábana Santa con que envolvieron el cuerpo de Jesucristo al bajarlo de la cruz- moría completamente solo en el lujoso baño de su enorme mansión de Graceland, en Memphis.

Una auténtica revolución musical

Se ha dicho, escrito y repetido, que con Elvis Presley se inició el rock and roll. Esto es verdad solamente si miramos el fenómeno musical de los años cincuenta en lo que hace a su difusión masiva. Desde tal punto de vista se puede afirmar que a partir de Elvis existe el rock. 
No es así porque su propuesta artística cambiara los parámetros del ritmo y el gusto de esa década prodigiosa. Cuando él comenzaba, Bill Halley y sus Cometas ya habían alcanzado una popularidad extraordinaria con su canción "Rock Around the Clock" . Fue uno de los que iniciaron aquella movida, aunque sin duda el mejor.
En realidad, el distintivo del muchacho de las patillas largas era su voz, alejada del sonido gangoso y nasal de la mayoría de los cantantes de la época; cantaba con la garganta, y en su forma de hacerlo se podían adivinar los años de asistencia a los coros de la iglesia bautista de mayoría negra de su barrio pobre. La novedad del estilo de Elvis estuvo centrada en la fusión peculiar -que realizó naturalmente- de la música negra y el rhythm & blues, que por la fuerza del triunfo logrado marcarían el camino de la música joven de los años posteriores.
Por cierto: no menos importante para cimentar el suceso fue su estilo escénico. Los pantalones ajustados, las chaquetas brillantes, el maquillaje y hasta los labios pintados, su llamativo jopo engominado. Pero sobre todo el desafío a los buenos modales pacatos de aquellos años, a través del provocativo movimiento de su pelvis al cantar. 
Tan novedosa (y escandalosa) era su composición escénica, que cuando se presentó en el famoso show televisivo de Ed Sullivan -a través del cual se hizo conocer masivamente en todos los Estados Unidos- las cámaras lo tomaron siempre de la cintura para arriba para no despertar las indignación de los grupos católicos o de protestantes fundamentalistas que ya venían rasgándose las vestiduras ante las canciones del nuevo ídolo. 
Solamente con el trabajo de su voz y la singularidad interpretativa, se transformó en puntal de una verdadera revolución copernicana en la música popular. No hay que olvidar que, a diferencia de los indiscutidos renovadores de la década siguiente, los Beatles, el muchacho de Tupelo nunca compuso, sino que cantó canciones que otros creaban a su pedido.
Basta oír atentamente cualquiera de sus temas más resonantes -"Heartbreak Hotel", "Hound Dog", "Don´t Be Cruel", "Love Me Tender", "Jailhouse Rock", "King Creole"- para aceptar, a tantos años de su muerte, que Elvis Presley fue uno de esos artistas inusuales. En cada generación son pocos aquellos en los cuales -como fue su caso- se combinan la necesidad de expresarse, el magnetismo para la comunicación, y el talento para crear algo nuevo con la música de su entorno.

Oportuna asociación: sagacidad y talento

La entrada en la vida de Elvis de su manager eterno, el falso coronel Tom Parker, fue mucho más importante que -años más tarde, en 1967- su casamiento con Priscilla Beaulieu, y al año siguiente el nacimiento de su hija Lisa Marie Presley. Ese simpático aventurero tuvo la habilidad y astucia adecuadas para manejar con eficacia una carrera en ascenso precipitado, logrando que fuera beneficiosa para el cantante (y además para él). El contrato firmado con la RCA, empresa que hasta el momento se dedicaba sólo a la música clásica, y que fue convencida -gracias a la elocuencia del "coronel"- de encargarse en exclusiva de las grabaciones de Presley, es un claro ejemplo de esto. 
Parker manejaría a su antojo los contratos, los espectáculos, las giras, las películas. Incluso cuando Elvis hizo un alto en su carrera para cumplir en una base norteamericana de Alemania el servicio militar, el "coronel" explotó notablemente esa situación adversa en apariencia dosificando la aparición de reediciones discográficas, estimulando las historias en revistas masivas sobre su patriotismo, haciendo que la ausencia del astro rindiera igualmente dividendos. 
Como representante de la figura emblema del naciente rock and roll, el coronel Parker se hizo millonario -se llegó a decir que en algunos casos se quedaba con el 50% de las ganancias-, pero también multiplicó vertiginosamente la fortuna de Elvis. Y sobre todo encauzó su trayectoria de tal manera que no decayera.
Es claro: la sagacidad de Parker de nada hubiera valido si no hubiera tenido en sus manos a un auténtico talento renovador. 

La experiencia interior

Elvis comenzó a consumir anfetaminas casi desde el comienzo. Fue la estrategia que usó para vencer su timidez inicial, y lograr en el escenario ese desparpajo proberbial que lo caracterizó. Y siempre -para bien de su imagen transgresora, para mal de su persona- encontró médicos inescrupulosos que se las recetaron generosamente.
Ese consumo iba de a poco a perturbar su mente, y agudizaría en forma dramática la hidropesía y la arterioesclerosis de sus años finales. Los ingredientes complementarios de su lento suicidio fueron el alcohol, la tensión permanente, los años de excesos crecientes.
De poco le valió a cierta altura -ya cansado y enfermo, solo a pesar de tanta gente que lo rodeaba y adulaba- iniciar una búsqueda algo errática y angustiada por caminos espiritualistas, visitando maestros hindúes para que lo iniciaran en los arcanos de la reencarnación, leyendo ciertos libros (que eran, en aquellos años setenta, los primeros balbuceos de la hoy proliferante "new age"), retornando por momentos a sus orígenes religiosos a través de pesquisas compulsivas en los evangelios (que se reflejarían en algunas canciones de su última etapa). De poco le valió todo esto para equilibrar su vida y reencauzar su carrera, aunque tal vez -por qué no pensarlo así- un cambio se operó en su interior, impulsándolo a buscar la reflexión, la serenidad, y a alejarse de la agitación trepidante en que había vivido.
Promediados los sesenta su estrella parecía menguante. Y la irrupción de los cuatro muchachos de Liverpool logró desplazarlo del fervor de un público que, por razones generacionales también había cambiado. Porque el auténtico reinado de Elvis tiene su base en aquellos glamorosos años cincuenta, cuyo perfil musical supo trastocar. Y los primeros sesenta fueron nada más que la variación; el tiempo de la cosecha de aplausos, fama y dinero.
Fue un lugar común, ya iniciados los setenta, asegurar que Elvis era cosa del pasado. Y si bien la crítica comenzó a valorar su trayectoria de otra manera, es verdad que el público le estaba dando la espalda. Recién después de su muerte -como ha sucedido en tantos otros casos en la historia del espectáculo- comenzó la revaloración del fenómeno Elvis Presley y su aporte a la música popular del siglo XX. 

Alejandro Michelena
Aparecido en el suplemento La Jornada Semanal del diario "La Jornada" de la ciudad de México.

Mayo del 2005.

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