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Égloga levemente onírica
Alejandro Michelena

Al dulce lamentar de dos pastores...
Garcilaso de la Vega

Mientras bebo los restos del café trato de ordenar los recuerdos de los meses pasados. Estoy en la mesa anónima de bar, escuchando voces y ruidos y un piano lejano. Me siento como un insecto, castigado por la medialuz crepuscular. La bruma se apodera de mis ojos, y creo sonreír cuando me voy durmiendo.

...Palomas dan vueltas en túneles sin fondo. Monjas bailan en silencio, descalzas. Desde la distancia, me saludan el Hermano Pandolfo y el Anciano. Después me veo sobre una góndola, recorriendo extrañas cloacas en compañía de Cándido y Hermafrodito. Llegamos a un muelle en el que nos espera Quasimodo, con la mirada fija, instalado en su nido de odio...

Entonces vuelve el murmullo del bar. Y sé que estoy solo, irremediablemente.  

Una extraña fuerza me llevó –aquel fin de semana de hace tres meses– a salir de la ciudad y la rutina. Abandoné la oficina a pasos lentos. Miré indiferente los semáforos y compré, por inercia, el periódico acostumbrado. Al llegar a mi barrio comprobé que los vecinos me reconocían y saludaban, y no tuve más remedio que mirarlos con alegría.

Esa misma noche preparé unos refuerzos y los envolví junto a algunas galletas, ubicando todo en la vieja mochila que había sido de mi abuelo. Salí de madrugada, con la luna a mis espaldas. Llevé –a falta de ropa adecuada– un gastado conjunto de jean que encontré en el fondo del ropero. Consideré que no valía la pena avisarle a la dueña de la pensión que me iba por tres días. Además, no soporté nunca sus recomendaciones empalagosas y la curiosidad malsana que destila su gordura.

Recorrí calles y más calles, topándome con perros sin rumbo. Desde el suelo se elevaba ese vapor ambiguo del pre amanecer que obliga a los viejos a morirse y a llorar a los niños y a desesperarse a los insomnes. Las estrellas se apagaban, como si las borrara una mano invisible.

Por fin el día se elevó. Para entonces llegué a una de las tantas carreteras, seudópodos que la ciudad extiende más allá de sus dominios. Un camión de transporte de ganado se detuvo, ante mis gesticulaciones. Me hicieron subir a la parte trasera, donde unos cerdos andaban de un lado para otro. Tuve que apelar a mis recursos de seducción, y al contenido de la mochila, para calmarlos. Cuando ya estuvieron algo tranquilos y sus ojillos parecidos a botones me reconocieron como algo familiar, pude respirar hondo y echarme en un rincón.

El vehículo avanzó. El zumbido del motor fue adormeciéndome. Pensé en lo que había sido mi vida desde que terminé la secundaria. Era difícil evocar, sin avergonzarme, las ilusiones de aquel tiempo. Estaba seguro que la justicia y la solidaridad dependían de mi esfuerzo. Que el mundo era un valle luminoso, y que para verlo en todo su esplendor debía despojarme de los cristales oscuros que opacaban mis ojos. Aspiraba a encontrar una buena compañera que me diese muchos hijos. Integraba cuanta organización existía en la parroquia. Y hasta llegué a dirigir un modesto periódico que buscaba elevar la moral de los feligreses.

El camión frenó de golpe. Abrí los ojos cuando los cerdos ya comenzaban a arrancar girones de mi ropa. Me incorporé con un lamento. Estaba débil, mareado, y sentía muchas ganas de orinar. Como pude salté a la carretera, con tan mala suerte que rodé cuneta abajo golpeándome la cabeza en una piedra.

Me sorprendió despertar acariciando una larga barba. El anciano a quien pertenecía sonrió, tranquilizándome, y alargó su mano hasta poner frente a mis ojos una jarra de la que se volcaba leche espesa que me resultó parecida a la nieve. Mientras bebía, observé los tirantes de madera del techo de la habitación, donde las gallinas estaban quietas como estatuas. Se oía el piar indefinido de las aves.

El Anciano hablaba poco, y nunca abandonaba esa expresión de beatitud que neutralizaba toda zozobra. Solía cantar entre dientes algo que me trajo reminiscencias infantiles, al tiempo que cuidaba la olla que estaba en el fuego.

Alrededor de la tosca mesa de madera se sentaron, además del Anciano, un hombre con rostro aniñado que de a ratos lanzaba miradas ambiguas, y otro de facciones agudas y gestos medidos que por la vestimenta debía ser religioso. Un gato se deslizaba por los rincones y la luz del atardecer invadía la humilde vivienda.  

Es oscura la circunstancia que me condujo de la soledad bucólica de aquel campo a este café. La clave está en los acontecimientos posteriores a mi recuperación del golpe recibido. Porque antes era un tímido oficinista. En mi vida bastaba la semanal reunión con mis dos únicos amigos y el espaciado encuentro sexual con alguna buena samaritana de eros. Apenas lograba pagar el cuarto de pensión y la comida en la fonda. Mi única novia se aburrió de mi gastado traje lleno de arrugas y mis silencios y mi calva precoz y mi aliento sin esperanza.

El tiempo al lado del Anciano me produjo recuerdos tan deprimentes que necesito convencerme de la estima del mundo. Y me dio fuerzas para seguir representando el papel de un dichoso animal frente al interminable auditorio de los muertos. Ellos no prestan atención a mis piruetas, pero si dejo de hacerlas es probable que yo sí distinga sus sombras, extendidas más allá del posible horizonte, como insoportables testigos dispuestos a aplastar cada esperanza y todo amor.

En unos días me fui recuperando. Y un poco después pude estar en la puerta a las horas de sol, escuchando los ruidos del bosque y mirando el temblor incesante del ramaje. Me acompañaba Cándido, quien, en su idiotez pacífica, era tan entretenido como un conejo. A veces se acercaba el Anciano, haciendo un alto en sus labores, y me contaba sus historias.

Una de ellas llegó a provocarme pesadillas. Había acontecido allí, muy cerca, en el cerro vecino. En su juventud el Anciano se dedicaba a cortar leña para vender en el pueblo al llegar el invierno. Un día se extravió en el laberinto de eucaliptos, y cuando el sol se puso se encontró al pie del cerro. Como estaba cada vez más oscuro decidió buscar refugio entre las rocas. Sólo pudo descansar a medianoche, en una gruta húmeda.

...Dormía, cuando la luz de una antorcha fue acercándose, y una mano lo obligó a levantarse y lo condujo por largas galerías hasta un extraño lecho de piedra.

Volvió a ubicar el lugar años más tarde, cuando llegó otra vez a esa cueva, donde idéntica mano lo condujo al mismo sitio. Luego la criatura –casi irreal– le mostró el hijo, que él adivinó o quiso creer fruto del primer contacto que habían tenido. Le rogó que lo llevara al exterior, que lo tuviera a su lado, que lo salvara de la incertidumbre subterránea.

El Anciano no vio nunca más a Hermafrodito. Así le llamaba porque “Tenía los dos atributos” –me explicó gráficamente– acentuando las palabras con gestos elocuentes...

Algo lo obligó a evitar desde entonces esa extraña cueva poblada de estalactitas...

Lloraba largamente cada vez que me lo contaba. Las lágrimas resbalaban como perlas por ese rostro casi centenario. Me confió la sospecha –que se había transformado en pesada cruz– de que había concebido otro hijo con la criatura de las sombras.

El invierno cayó sobre las arboledas sin hojas. Todos los domingos almorzaba con nosotros el Hermano Pandolfo. Después, junto al crepitar de los leños en el fuego, nos hablaba del Evangelio. Le gustaba conversar conmigo a solas, y en una de esas charlas me preguntó por qué razón no volvía a la ciudad. Desconcertado, le contesté varias incoherencias, entre las cuales la menor fue mi pretendida decisión de ayudar al Anciano a encontrar al hijo desconocido. El Hermano me sonrió con bondad –o tal vez lástima– explicándome que el buen hombre hacía tiempo que deliraba un poco, y que Cándido era hijo natural de una lavandera del pueblo, y que el cerro estaba habitado nada más que por cuervos.

No obstante, con el rodar de los días, mi interés en la historia fue en aumento. Hablábamos constantemente del asunto, y un esplendoroso amanecer lo convencí que ya era hora de buscar el encuentro con ese hijo que, aun sin estar seguros que existiera, bautizamos Quasimodo.

Cerramos la puerta con una enorme tranca. Soltamos las cabras, el gato y las gallinas. Atamos a Cándido a un árbol con una cadena, teniendo la precaución de dejar a su lado un jamón entero, agua y galleta de campaña. Después avanzamos por un sendero angosto. Él iba delante, encorvado, moviéndose con un balanceo de hormiga.

Llegamos por fin al pie del cerro luego de una obsesionante travesía. Debimos sortear barrancas, tajamares y arbustos, y cuando notamos que el terreno comenzaba a elevarse y se iba volviendo rocoso, dimos gracias.

...Quasimodo tenía facciones duras. Sus lentes eran de gran aumento y estaba sentado en una especie de nicho empotrado en la roca, disecándonos con su mirada viscosa. El Anciano se emocionó al verlo, y a gritos comenzó a proclamar que se trataba del hijo que buscábamos.

Desde los rincones llegaban emanaciones fétidas, pero él insistió en pernoctar allí. Como estábamos demasiado cansados, nos dormimos, acunados por esos ojos que nos odiaban sin hipocresía.

Fue un aullido intenso y lastimero el que me despertó. El Anciano, desnudo, se sacudía, tratando de liberarse. Un resplandor surgía en el otro extremo del recinto. La boca de un horno se abría donde la noche anterior no vimos más que piedra rugosa y húmeda. Quasimodo levantó con una sola mano al pobre viejo y lo arrojó violentamente sobre la gran parrilla... 

Corrí durante días, alimentándome de raíces, hasta que llegué al pueblo, rendido.

Cuando abrí los ojos me encontré en una cama de hospital. Varias personas me observaban. Entre ellos el Hermano Pandolfo y alguien que dijo ser el Jefe de Policía. Me interrogaron sobre el paradero del Anciano. Me enteré también que a Cándido lo habían encontrado cubierto de hormigas.

No bien se retiraron, en un descuido de la enfermera me escapé por el tragaluz del cuarto de baño. A la tarde siguiente –luego de un viaje tan accidentado como el que me condujo a esos parajes– estuve golpeando la puerta de la pensión. La vieja me recibió como al hijo pródigo. Se sorprendió, sí, un poco, al verme en pijama, más logré distraerla con frases de halago.

Mientras observo la borra de café, me doy cuenta que ya no tengo dinero ni trabajo; la prolongada ausencia resultó factor determinante para que me despidieran.

Me duermo por unos minutos, o por unas horas, y al abrir los ojos tengo dolores en todo el cuerpo y un manto de angustia me cubre. El contorno es idéntico al de hace un rato: ruidos de tazas que se lavan, conversaciones vagas que se pierden, y el piano siempre como fondo. De algo estoy seguro: las estrellas, más allá de los vidrios empañados y sucios, más allá de esas luces y aquellas nubes turbias, ni siquiera nos miran.

Alejandro Michelena

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