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El destino en un sueño
Alejandro Michelena

Un color rojo pálido cubría el horizonte. El muchacho contemplaba el agua que latía, nerviosa –donde extraños brillos se multiplicaban–, sosteniendo la respiración, en una postura estática pero expectante. Era la hora indefinida de comienzos del crepúsculo, pletórica de sombras y  definiciones. Sentía sobre sí el peso de un día cargado de emociones contradictorias. Lo acompañaba el monótono golpeteo del leve oleaje muriendo junto al  murallón de la rambla.

Alguien que lo hubiera visto, nimbado así de profunda melancolía, con la mirada perdida sobre el horizonte que se iba difuminando, no se habría imaginado su reciente éxito estudiantil. Comenzaban largos días sin preocupaciones, de morosos baños en la playa, de extendidas siestas sin horario. Sintió de pronto escalofríos; dejó la posición contemplativa y caminó a paso firme.

 En su prisa, tropezó con un mendigo casi echado en medio de la vereda que acomodaba a su alrededor sucias bolsas disponiéndose a dormir. Esto le dio rabia; no podía soportar algo así; le asustaba esa apariencia de pájaro desvalido del pobre hombre.

Como no tenía ganas de volver a su casa buscó un bar. Entró a uno, el más antiguo y decadente de la zona. La radio desparramaba en el ambiente noticias de guerra y de muerte, con pausas para recomendar qué ropa usar o qué computadora comprar. Se ubicó en una mesa junto a la ventana, replegándose en la silla desvencijada. Se concentró en el color negro del agrio café y volvió a abstraerse. Sintió que había un halo agobiante y molesto, que se expresaba a través de la humedad y la amenaza de tormenta.

Se encontró de pronto pensando en Inés. Tal vez porque su apartamento quedaba muy cerca y, pensó, podía visitarla. Recordó enseguida que habían quedado en verse únicamente los domingos, por disposición de su anacrónica familia. Sonrió al recordar  el enorme sofá del ridículo living, el té y las masitas, las sonrisas empalagosas de la madre y tías, la fingida candidez de ella y cuando quedaban solos su boca de blandura pegajosa, la ansiedad con que incitaba en sus manos torpes la tentación de palpar su esmirriado cuerpo por debajo de la ropa.

Bebió de un golpe toda el agua del vaso. Salió del turbio recinto. Caminó hacia su casa, arrastrando los pies como si fuera un viejo. Estaba tenso. Sentía un cansancio enorme, se encontraba agobiado, le parecía llevar sobre sus hombros el mundo entero.

En pocos años se iba a recibir de médico. Como su padre lo era, seguramente podía aspirar a trabajar en mejores condiciones que muchos de sus compañeros. Aunque, por el momento sólo quería vagar sin rumbo; caminar al azar por calles desconocidas y sentirse otro, con otras posibilidades y otra vida.

Comió casi sin hablar. La familia lo esperaba con algo encargado especialmente a la mejor rotisería; pensaban festejar el resultado del examen de Anatomía. A todos sorprendió su mutismo y aparente tristeza, la demasiada prisa por irse a dormir. Pero tardó en conciliar el sueño. Estaba agitado, inquieto, casi angustiado.

Despertó bruscamente, a una hora imprecisa de la madrugada. Estaba lúcido, pero un sutil embotamiento lo cercaba. En su memoria quedaban, retorciéndose, las hilachas del recuerdo de una extraña pesadilla.

 

...Se veía deslizar, despacio, sin ruido, por el mosaico pulido de uno de los grandes salones de la facultad. Iba desnudo, llevando en sus manos el añejo manual de Anatomía de Rouviére, en el que había estudiado su padre.

De pronto, en un rincón y sobre una de las mesas de disección, pese a la semipenumbra pudo vislumbrar a Inés, también desnuda. Allí se dio cuenta que su extrema flacura, sus pechos demasiado pequeños, sus caderas estrechas, todo lo cual la asemejaba a los cadáveres sobre los que había estudiado todo ese tiempo para el examen... 

Le angustiaba la posibilidad de seguir durmiendo. Se arrodilló en la cama. Quiso murmurar alguna de las oraciones aprendidas cuando niño de boca de su madre, esas que desde los tiempos liceales había dejado de lado no por rechazo sino por mera indiferencia. No recordaba ninguna, y a lo único que atinó fue a quedarse quieto, sereno, en silencio y con la mente en blanco, hasta que un estado de cierta paz desconocida comenzó a acunarlo suavemente.

Un rato después volvió a acostarse. Estaba tranquilo. Las elucubraciones del día anterior, la grisura torva del final de la tarde, la reciente pesadilla, su desconcierto habitual ante el futuro, todo le parecía lejano. Antes de ser arropado por el sueño pudo sentir como propio –por vez primera– el objetivo de llegar a médico (hasta el momento apenas una aspiración familiar), y la determinación de culminar de una buena vez el rutinario noviazgo con la insulsa de Inés. Entre brumas, y antes de alejarse en compañía de Morfeo, desfilaron ante él –como ovejas contadas a causa del insomnio– sus más atractivas compañeras de facultad, esas que a causa de su extrema timidez nunca se había atrevido a mirar con  atención.

Alejandro Michelena

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