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Del abuelicidio a la entropía
Alejandro Michelena

Entre las muchas carencias del quehacer cultural uruguayo del último tramo del siglo XX y comienzos de este, hay una que es grave, aunque paradojalmente es muy poco tenida en cuenta: el estado de verdadera entropía en que derivó el discurso crítico.

Antes de seguir adelante vale aclarar que al referirnos a un “estado de entropía”, establecemos una analogía con la ley física de ese nombre. Ella  describe el fenómeno por el cual, tarde o temprano, todo tiende en definitiva a un estado de igualación,  perdiéndose en la demanda los valiosos frutos de la variedad. Esto, que es fatal en los procesos físicos, no lo debería ser tanto en lo que hace a la dinámica del acontecer cultural; aunque el peligro de entropía se torna real cuando por diversas circunstancias —históricas, sociológicas y espirituales— un orbe cultural  llega a confundir los parámetros de valoración y no logra separar el trigo de la paja, algo que se impone naturalmente tras cada cosecha.  

Crónica de un frustrado abuelicidio y lo que antes hubo 

Corría el año 1988. El ambiente cultural uruguayo se vio de pronto sacudido por una múltiple polémica —que implicó a medios de prensa como Brecha, La Hora Cultural, Cuadernos de Marcha  y otros—, cuyo núcleo sustancial consistió en un agresivo cuestionamiento a la Generación del 45. Llevó adelante tales escaramuzas cierto pelotón integrado por un puñado de jóvenes que por entonces asomaba al panorama de las letras, y entre las características de su accionar estuvo la curiosa unanimidad de centrar todas sus baterías en un escritor en especial: Mario Benedetti. Este, a esa altura ya no respondía al perfil de típico representante de aquella promoción caracterizada por un intenso rigor crítico.

Otra característica de la acción de estos “nuevos” fue la superficialidad y la tendencia a lo esquemático, al personalizar los ataques sin analizar  obras ni posturas estéticas, evidenciando así carencia de lecturas y  poca reflexión.

Sorprendió la no participación en la polémica del propio escritor vapuleado —quien apenas si realizó algún comentario sobre la tristeza que le daba el trato agresivo de “esos buenos muchachos”— y tampoco de otras figuras de la constelación de los cuarenta. La excepción fue  Hugo Alfaro, quien terció en el diferendo desde Brecha; pero Alfaro, por haberse mantenido activo en lo periodístico en plenos años ochenta, por su peculiar sensibilidad e interés ante las propuestas culturales de la gente más joven, no era para nada representativo de la perspectiva del 45.

Pero el más grueso error de estos confusos parricidas del final de los ochenta fue haber errado en la propia estrategia generacional que estaban ensayando: no se dieron cuenta que lo que pretendían perpetrar era más bien un “abuelicidio”. Daría la impresión que ignoraban que mucha agua había corrido bajo los puentes desde los cincuenta y primeros años sesenta, y que luego habían aparecido, además de los inevitables epígonos, muchos escritores y críticos que poco tenían que ver con aquellos.

Esos jóvenes irascibles magnificaron la hipotética incidencia que seguía teniendo la promoción de los cuarenta entre nosotros. El equívoco que tal vez los confundiera estuvo en la objetiva ausencia de revisión de la tarea de los del 45. 

Qué pasó luego

Aquel ataque de los nietos literarios al abuelo Benedetti fue, no cabe duda, un parto de los montes. La montaña que amenazaba polémica mediante, con engendrar un elefante, parió apenas el clásico ratonzuelo... Pero el tiempo siguió andando y desde entonces transcurrieron muchos años. En ese lapso se ha ido desarrollando la entropía a que aludíamos al inicio. Se trató de un proceso complejo, causado sobre todo por  ausencia de modelos conceptuales en el accionar crítico. Y la consecuencia no se hizo esperar: hoy vale más la confusa y elemental opinión de algún comentarista de sociales, o la insustancial de una señora que conduzca un programa radial, que la de críticos con años de estudio y con visión profunda del hecho literario. Además, estos últimos ya son  aves exóticas, pues parte de los espacios estratégicos en las páginas de cultura más prestigiosas han sido monopolizados en general por gente  poco formada.

Lo más grave es que la propia dinámica de las páginas y espacios en la prensa  propicia la levedad.  Se oscila  entre los ditirambos sobre el libro que tal o cual editorial  poderosa (de preferencia multinacional) quiere destacar o promover, y el ninguneo flagrante de todo aquello no demasiado “contabilizable”. Son mínimos los espacios para la crítica en serio –con las excepciones solitarias de las páginas de Brecha y de El País Cultural–, pues ni siquiera se despliega la variedad de revistas literarias que en el pasado fue una digna tradición uruguaya.

A contrapelo de todo esto se está editando mucho más que antes, pero gran parte de ese material no es de calidad; tampoco son grandes tirajes, porque el ritmo y nivel de ventas de la literatura nacional no lo permite.

Tal es el contexto que ha sido caldo de cultivo propicio para doña entropía. Su presencia  es palpable en la tendencia al todo vale, al “para qué tanto análisis”; en el sistemático olvido de lo bueno del pasado en materia artística; en el considerar la dimensión de la cultura como mero adorno en medio de lo “serio e importante”.

Alejandro Michelena
Ensayo aparecido en la revista Graffiti Nº 52 (mayo de 1995). Corregido y actualizado en esta versión

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