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Carlos Vaz Ferreira: a 50 años de su muerte
Un filosofar sin pretensiones absolutas
Alejandro Michelena

El núcleo de reflexión en el pensador uruguayo Carlos Vaz Ferreira está signado por lo provisorio. Evitó las abstracciones, y si alguna vez oteó los abismos metafísicos lo hizo desde lejos, bien afirmado en la experiencia concreta. Es sorprendente hasta qué punto su prédica se corresponde con una sociedad como la uruguaya de su tiempo: cartesiana pero al mismo tiempo emotiva, discreta y abarcable, sin desmesuras.

Sin embargo, Vaz Ferreira nunca afirmó la imposibilidad de profundizar en los temas esenciales; él lo hizo a su prudente manera. Sus verdaderos continuadores —aquellos que, al igual que en la Despedida a Gorgias rodoniana comprendieron que la fidelidad implicaba superar al maestro—, como es el caso de Luis Gil Salguero, Carlos Benvenuto y Jorge Paladino, no se vieron inhibidos en su propia reflexión y lograron así internarse en honduras sin caer en los tan temidos paralogismos o falacias.

De tal magnitud fue el equívoco que rodeó a este filósofo, que hasta sus grandes detractores —desde tiendas católicas y marxistas— se vieron tentados a combatirlo a partir de esa imagen deformada por una difusión tergiversada de su enseñanza. 

Vaz Ferreira sin maquillaje 

Una de sus principales preocupaciones fue advertir que, a modo de paso previo a la reflexión, había que llegar a una correcta forma de pensar. Un “pensar” que de acuerdo a su concepción no podía ser nunca mera abstracción; que siempre debía partir de un anclaje en la experiencia y otro en el uso preciso del lenguaje. Para el estudioso Jorge Liberati, Vaz Ferreira fue un verdadero “filósofo del lenguaje”, precursor del interés mundial en esa área posterior a la mitad del Siglo XX.

Desconfiaba de los fríos razonamientos y también de los sistemas cerrados; rechazaba en consecuencia todo dogmatismo. Tal vez como un extremo de su minucioso afán de rigor, se llegó a plantear —en algún momento— tener en cuenta todas las ideas, todos los encares, y reflexionar sobre ellos sin despreciarlos.

Hombre práctico por sobre todo, como lo fueron también otros grandes pensadores (Sócrates por ejemplo), buscaba la eficacia y adecuada aplicación de su discurrir. Al igual que “el hijo de la partera” necesitaba interlocutores permanentes, discípulos a los que lejos de adoctrinar invitaba a pensar por sí mismos, a alejarse de lo doctrinario, a estudiar los equívocos verbo-ideológicos. Como auténtico filósofo su perspectiva distó de ser meramente racionalista, apelando —de modo explícito— a lo vivencial. Fue además un moralista, aunque nunca impositivo.

Una característica significativa está dada en la condición coloquial de su discurso. Su estilo escrito no se diferenciaba del empleado en sus clases y conferencias. Esto le permitió sortear el escollo de la aridez, siendo elemento decisivo —junto a la constante vinculación del autor a la estructura docente durante toda su vida— para la difusión masiva de su obra.

Se ha dicho que realizó una reflexión basada en el sentido común. Su verdadera prédica atacó el convencionalismo del lenguaje, y con él nada menos que el corazón del tan ponderado “sentido”. El equívoco estuvo en confundir su vocación por lo concreto, por los ejemplos cotidianos, y su desconfianza en las grandes palabras y en las ideas demasiado volátiles, con “sentido común”. Si hubo entre nosotros alguien que haya desmontado con pericia de entomólogo este concepto confuso y abstracto como pocos, fue justamente Vaz Ferreira. 

Un pensar por fuera de los dogmas

Recordemos que Carlos Vaz Ferreira, nacido en 1872, accede a la notoriedad a través de la cátedra y sus escritos en plena eclosión positivista de fin del siglo XIX. Todavía estaba cerca en el tiempo la vehemente discusión entre racionalismo y espiritualismo. Ese ámbito, donde ya soplaban los vientos eclécticos que amalgamaban a Spengler con Nietzsche, seguramente motivó al pensador uruguayo en su búsqueda de la equidistancia, asumiendo una postura crítica ante escuelas y dogmas (viejos y nuevos).

Si fuéramos a parangonarlo con otro pensador contemporáneo a nivel mundial, salvando enormes distancias y notables diferencias —a riesgo de motivar el escándalo y rasgarse de vestiduras de muchos— lo haríamos con Krishnamurti. Aclaramos por las dudas que las direcciones de ambos eran contradictorias en su perspectiva; la del pensador hindú tendiente a la abstracción y a una trascendencia idealista, mientras que la de Vaz hundía su firmeza en la experiencia concreta. Y sin embargo: qué cerca estuvieron en cuanto a la profunda desconfianza en los sistemas, a la crítica de las ideas planteadas en forma simplista, al incitar a una reflexión genuinamente libre, y en la apelación a esa cantera de creatividad que para ambos —el filósofo montevideano y el maestro espiritual venido del Oriente— constituye el real tesoro del hombre .

Maestro de vida

Vaz Ferreira procuró aplicar en la vida diaria la filosofía. Eso explica por qué dedicó tantos esfuerzos —distraídos a la elaboración, continuación y organicidad de su obra— a la enseñanza como profesor, miembro del Consejo de Instrucción Primaria, Maestro de Conferencias, profesor de Filosofía de Derecho, Rector de la Universidad, y por fin Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias. En su papel “funcional”, constituyó un ejemplo puntilloso de su propia reflexión moral; por su dedicación, su independencia de criterio, su fomentar las instancias de libre creación y pensamiento.

La Cátedra Libre de Conferencias —que fue creada por ley en 1913 debido a sus méritos, y que mantuvo hasta su muerte en 1958— fue seguramente el mejor ámbito para su discurso a contrapelo y al margen de programas. Allí desmenuzó desde los problemas que hacen a la Metafísica hasta las cuestiones estéticas, del análisis de las teorías científicas entonces novedosas a las cuestiones de filosofía jurídica, del buen ordenamiento comunitario a las normas posibles para una vida práctica equilibrada. Fue un humanista, no tanto por la avidez universal de conocimientos, sino —literalmente— por su sostenida preocupación por el hombre concreto. Por algo quebró lanzas en pro de los “Cristos oscuros, sin corona ni sacrificios...”;  nada más y nada menos que tantos hombres de aquel tiempo que pugnaban por ser íntegramente tales alejándose del canto de sirenas de las estructuras ideológicas, y de los dogmatismos de viejas y nuevas religiones.

Hay una anécdota ilustrativa que deja en claro el modo de operar del autor de Fermentario, riguroso en lo intelectual pero al mismo tiempo libre como para seguir su inspiración. El que más adelante fuera un excelente profesor —pensador que continuara y enriqueciera las líneas trazadas por su maestro—, Julio Paladino, había comenzado a frecuentar de joven la casaquinta del filósofo en el barrio Atahualpa de Montevideo, participando en las sesiones musicales que allí tenían lugar a las que asistían prominentes figuras de la cultura. Una noche Paladino fue a colocar un disco de una de las cumbres sinfónicas universales; como lo limpiaba y lo limpiaba con un pequeño cepillo para tales efectos, Vaz le interrogó sobre tal proceder, a lo que contestó con audacia que de esa forma “Libraba al gran sordo del polvo de los conceptos y de todo lo que entorpecía lo esencial”... Esa ingeniosidad le valió a Paladino el inicio de su brillante carrera como profesor. El episodio muestra la profunda sabiduría de Vaz Ferreira, cercana a la sensibilidad de los grandes filósofos clásicos, y también — ¿por qué no decirlo?— a algunos maestros del budismo zen; bien alejada del usual burocrático esquematismo “académico”, mayoritario entonces y también al día de hoy.

Alejandro Michelena

Publicado en el semanario Brecha, el 22 de febrero de 2008

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