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Carlos Real de Azúa: la inteligencia como pasión
Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

En el concierto de su promoción, Real de Azúa fue el ensayista más puro, sin olvidarnos del estimable caso de Washington Lockhart (con intereses y alcances más acotados). Bordeó la crítica literaria, pero trascendiéndola por la brillantez de estilo y la amplitud de miras conceptuales, lo filosófico y lo ético. Se internó en la historiografía con entusiasmo y rigor, sin dejarse atrapar por el canto de sirenas de tan estimulante especialidad. Recaló por fin en la ciencia política, pero la aridez de la misma no pudo aminorar la vitalidad tan personal de su estructura textual.

La condición “ensayística” de la escritura de Real es reconocida por la crítica. Angel Rama sintetiza esto cuando afirma, a propósito de su muerte —ocurrida en l977,  en medio del vergonzante silencio que impuso la Dictadura en torno a su nombre— que: “... fue uno de los ensayistas claves de América Latina, a pesar de que su nombre trascendió poco las fronteras de su país y de que sólo mediada su carrera extendió a otras áreas del continente la investigación histórica y estética que había concentrado sobre la región platense a la que perteneció raigalmente”. Podríamos afirmar que encontró en este género un modo de expresión único, al punto que son ensayos en sentido estricto hasta sus larguísimas cartas en tantas polémicas en las cuales participara con apasionamiento, y hasta su hablar —matizado por un

Carlos Real de Azúa

tartamudeo peculiar— tenía la respiración estilística, el regodeo, la morosa delectación propia de esa forma literaria.

Real, dotado como bien se ha dicho para cultivar con eficacia otras direcciones de las letras, y sin duda probablemente en más de una especialidad, encontró sin embargo en el ensayo mucho más que un mero vehículo de expresión: la cabal tonalidad para la manifestación de su espíritu rico y complejo. Por eso pudo llegar a desarrollarlo con una libertad y rigor infrecuentes. De “arborescente” calificó a su estilo Rodríguez Monegal; en él la digresión y el “entre paréntesis” son elementos usuales, y hasta esenciales. Muchos han marcado la condición laberíntica de su decir, en el cual las extensas notas al pie de página son recurrentes. Preocupado por el matiz y por la variedad, Real es sin embargo minucioso en la precisión de conceptos o ideas. Esto establece una curiosa dialéctica: como una oscilación se podría decir, que nos lleva siempre en sus reflexiones de lo delineado con  preocupación científica a la ambigüedad lúdica, o viceversa.

Para quien no lo ha leído, vale advertir que esta condición proteica, múltiple, nada convencional de la escritura de Real, no la vuelve en absoluto críptica como algunos han considerado, sino que comprendiendo y aceptando su lógica peculiar —que prefiere rodear los asuntos que trata, y llegar hasta ellos por vías originales— comienza el libre disfrute de esa “alegría de ser inteligente” (que con acierto atribuyera a su persona la profesora Mercedes Ramírez). Detrás de las adensadas y multiplicadas referencias, hijas de una amplísima y universal cultura, se esconde en sus escritos la posibilidad del estricto goce, aún para lectores no particularmente interesados en el tema. Aunque sí requieren de una cierta formación en quien los lee, para saber apreciar las a veces demasiado sutiles alusiones, los deliberados sobreentendidos, la multiplicidad de analogías.

Los variados caminos “reales”

El primero de sus libros data de l943 y se titula España de cerca y de lejos. Obra de juventud, significó más que nada un balance personal y cierre de cuentas crítico con su precoz fervor falangista en tiempos de la Guerra Civil Española, a propósito de un viaje a la España de Franco y a un riguroso cotejo de las idealidades con los crudos hechos. Lo más interesante es que, en perspectiva de tiempo, se trata de un texto en el cual ya estaban germinando aquellas ideas e inquietudes que luego iría desarrollando a lo largo de su vida. Sobre todo en lo que tiene que ver con su peculiar perspectiva acerca del Nacionalismo, las relaciones entre lo político-social y lo ético, y la vinculación entre la praxis concreta y ciertos arquetipos ideales a los que será fiel más allá de las contingencias.

En puridad: nunca dejó de ser un conservador atípico, transitando caminos no usuales y problemáticos, desmoronando con agudo sentido crítico lo aceptado, lo institucionalizado por rutina o pereza. Su óptica tangencial, marginal en el más fecundo de los sentidos, acompañará su quehacer en todos los campos que —con inusual intensidad— transitará.

 

El minucioso análisis literario

Su reflexión en materia literaria y estética —paralela a la docencia, llevada a cabo en la primera disciplina y luego a nivel de formación de profesores en la segunda— se encuentra desperdigada en revistas y periódicos, en prólogos y hasta en noticias acerca de autores (en un destino que ha sido similar a toda la ensayística Latinoamericana, gran parte de la cual se pierde en la precariedad e inmediatez del soporte periodístico). Sobre todo va a ser a través del semanario Marcha, de importancia intelectual en el Río de la Plata y en todo el Continente, que logrará su expansión adecuada la pluma de Real de Azúa; aún a costa de “huelgas” de tipógrafos en relación concretamente a sus colaboraciones, las que solían crecer a más del doble en el proceso de corrección, con el agregado de profusas notas al pie, todo esto realizado a último momento y en las propias pruebas de galera. En Marcha quedó plasmada, casi siempre en dos o más páginas bien colmadas, su voraz y multiplicada inquietud literaria, asentada sobre todo en Iberoamérica y más que nada en la zona platense.

Dentro de sus proteicos intereses en tal sentido, la presencia de Rodó fue una constante: desde un juvenil trabajo de l936 a su último prólogo a los Motivos de Proteo[1], ya avanzados los setenta. Entre tanto, hay otro prólogo a la misma obra —de l953— para una edición del Ministerio de Instrucción Pública; está el prólogo a El mirador de Próspero, de l965 y en la misma colección estatal; tenemos el trabajo titulado El problema de la valoración de Rodó[2] y otros como Rodó en sus papeles: a propósito de la exposición[3], Rodó y Zorrilla de San Martín[4], José Enrique Rodó[5], Rodó y su pensamiento[6]. Real dejó explícito muchas veces que no le entusiasmaba especialmente el autor de Ariel, pero este volver durante años a ese corpus textual —más allá de  circunstancias de compromiso que no todo lo explican— tiene seguramente su razón profunda. Rodó fue el ensayista uruguayo más puro en el inmediato pasado, y Real de Azúa un brillante cultor del género y a la postre su teórico más lúcido. Rodó encarnaba a su vez lo sacralizado culturalmente —“hay que dinamitar, o por lo menos dinamizar los monolitos literarios” , declaraba Real— , y a su vez, y por eso mismo, resultaba un adecuado estereotipo que encerraba un enigma para la mayoría, y que requería como tarea cultural impostergable una relectura crítica, un rescate de sus vigencias y un desglose de todo aquello ya superado en sus páginas. A través de Rodó y lo que simbolizaba, Real desmenuzó importantes rasgos de la estructura cultural uruguaya posterior al Novecientos.

Pero la inquietud en cuanto al análisis literario ha sido en él, dada su universal y múltiple avidez intelectual, amplísima. En lo nacional, en rápida mirada a sus textos principales, comprobamos que se ha interesado por Gustavo Gallinal, por Raúl Montero Bustamante (a propósito de su muerte), por Zorrilla, por el Mario Benedetti de los comienzos, y por el ensayo en su conjunto siempre, y por la relación entre pensamiento y literatura en el siglo XIX particularmente, y la eclosión cultural de comienzos de éste lo tuvo —con su imprescindible Ambiente espiritual del Novecientos[7]— entre sus más lúcidos y penetrantes intérpretes. En lo que hace a Latinoamérica en las letras, le interesaron desde Ezequiel Martínez Estrada hasta Eduardo Mallea, de Beatriz Guido a José Vasconcelos, de Manuel Galvez a Ricardo Latchman, y como temas generales el Modernismo y sus vértices ideológicos, y también los perfiles básicos de la novela del continente.

No sería gratuito, para redondear el bosquejo del extenso mapa abarcado en su reflexión sobre el tópico literario, apuntar su acercamiento al poeta anglo-norteamericano T.S. Eliot —sobre quien escribiera en Marcha y Tribuna Católica , en el año l949— , además de una sostenida atención en torno a los aspectos críticos de la literatura anglosajona. También, su preocupación en torno a los autores que tocaron el tema de la Iglesia Católica y su crítica, como es el caso de Peyrefitte (al que dedicó dos entregas en Marcha , en l956).

La vocación historiográfica

Si la producción de Real de Azúa hubiera quedado en ese inteligente, original y personalísimo encare del hecho literario, ocuparía sin duda  un lugar destacado en la ensayística de su generación. Sin embargo, cuando se manifestaba ya plenamente en él ese intelectual dotado de amplísima cultura, interesado y al día sin descuidar lo permanente, capaz —por su visión penetrante de los contextos históricos, sociológicos y culturales— de trascender la crítica literaria y pasar a la teoría (a la cual se acercó en cuanto docente, y sobre la que dejaría mucho texto inédito), el centro de sus preocupaciones se derivó decididamente hacia la historia, o “historia de las ideas” siendo más estrictos. No fue algo sorpresivo, sino que ya cohabitaban distintos intereses en sus escritos, como se puede corroborar chequeando sus diversas colaboraciones. Lo nuevo fue su entusiasta y definido pasarse al campo historiográfico desde fines de los años cincuenta.

En esta área, donde desplegó tan profusa como variada y lúcida tarea, extendida además en polémicas diversas que se proyectaron incluso a la década del setenta (como la sostenida —impublicable en ese año 1975— con José Pedro Barrán, a través de sendas cartas públicas expuestas en la cartelera de la Editorial Banda Oriental), resultan decisivos sus libros El patriciado uruguayo[8], y El impulso y su freno: tres décadas de Batllismo y las raíces de la crisis uruguaya[9].

En el primero, Real analiza la clase alta más tradicional en el país, y lo hace con pleno conocimiento de causa —ya que provenía de una familia que la integraba— pero logrando en la demanda la distancia adecuada. Ello no le impide momentos, muy bien logrados, donde no oculta sino que devela su complicidad personal con ese estamento social, cuando recuerda por ejemplo que: “En el Montevideo de los diez, de los veinte, de los treinta, en sus casas de la Ciudad Vieja cada vez más amenazadas por la piqueta y la oficina pública, en sus quintas del Prado, en sus decrecientes estancias, todavía la vieja clase siguió marcando un melancólico magisterio de modales, un invisible canon del gusto”. Su acercamiento al tema es estricto en los datos históricos, fundamentado en lo sociológico, pero centrado más en las personalidades decisivas, en sus realizaciones y errores, que en los aconteceres corporativos o en los avatares de conjunto. Culmina este ensayo, recordando el origen patricio de los dos grandes conductores cívicos de raigambre popular en los partidos tradicionales durante la primera mitad del siglo XX: José Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de Herrera.

Al peculiar país que logró plasmar el primero está dedicado El impulso y su freno. En síntesis: es el más logrado diagnóstico acerca de las potencialidades y carencias del fenómeno social y político que colmó las primeras décadas del siglo XX; a pesar de su perspectiva de base anti-batllista —debido a su catolicismo, Real de Azúa simpatizó con el coloradismo independiente, al que apoyó en la figura de Pablo Blanco Acevedo— mantiene una saludable distancia, mostrando comprensión y penetración  en el balance que ya era posible en los sesenta en cuanto a lo que había sido el país batllista.

Con estas obras Real se afilia a la corriente revisionista, entonces en auge en ambas márgenes platenses, aunque lo hace de un modo matizado, con su habitual sutileza, sin los extremos a veces caricaturescos y maniqueos de otros autores. Por cierto que su pensar histórico no queda ahí, sino que se extenderá hacia otros horizontes: el federalismo artiguista; la figura paradojal y atractiva de Bernardo Berro, a quien calificará de manera certera como “el puritano en la tormenta”; el período Militarista en el siglo XIX; la Defensa de Paysandú; la polémica figura de Herrera. También le despertaron interés reiterado los escritos de viajeros que recalaban en el Montevideo del 800, y aún los de esta centuria.

La política como objeto de estudio

Y una vez más, cuando —cerca del año 1970— la nutrida y valiosa pléyade de los nuevos historiadores percibía en Real de Azúa a uno de los suyos, tal vez el que estaba destinado a profundizar la invalorable obra de equipo que se estaba concretando entonces, nuevamente el ensayista hace lo que en forma gráfica calificaríamos de “mutis por el foro”. Su inquietud,  su nerviosismo cultural, le conducen a precipitarse en una línea de trabajo que ya venía abriéndose paso en su producción: la Ciencia Política y aledaños, en la que se embarcaría de modo constante hasta su muerte.

Ese ámbito, que sugestivamente había inaugurado su primigenio España de cerca y de lejos, se desarrolló luego a partir de su libro Tercera posición, Nacionalismo revolucionario y Tercer Mundo[10], pasando por trabajos tales como Elites y desarrollo en América Latina[11], o El poder de la cúspide: élites, sectores dirigentes, clase dominante (de l970), encontrando su definido tono en Política, poder y partidos en el Uruguay de hoy[12]. Luego vino la etapa de su obra más especializada en el tema —la que no obstante, a pesar de las referencias, apoyaturas y términos técnicos, no por ello pierde su talante ensayístico— integrada por títulos como: La teoría política latinoamericana: una actividad cuestionada[13], Una sociedad amortiguadora (de l973), y El clivaje mundial euro- centro periferia[14]

Por supuesto que en su obra de ciencia política, la preocupación por un destino más amplio que el de la comarca se vuelve todavía más explícita. Aparece cuando se refiere a las élites en América Latina, o a la teoría política tal como se la encara en esta zona del mundo, y en sus agudas observaciones acerca de la relación entre el Sur periférico y la zona Eurocéntrica desarrollada. Más allá de todo esto, es interesante comprobar cómo su inquietud por el destino común —histórico y futuro— de estos pueblos, se filtra en tantas páginas, acotaciones y trabajos, referidos en su temática central al Uruguay.

Leyéndolo con cuidado se deduce que fue un pragmático, sí, pero que nunca dejó de lado la entonación moral —en el mejor de los sentidos— para “iluminar” los múltiples asuntos que le ocuparon intelectualmente. Le interesó más, en ciencia política por ejemplo, el análisis del poder y de los grupos vinculados a él —la anatomía de los mismos— que el conflicto y la dinámica de las clases sociales, el que por otra parte no negaba.

En este importante y definitivo sector de su producción, es donde podemos seguir el proceso, ya marcado en la dimensión histórica de su tarea, de su reflexión latinoamericanista, la cual no es posible disociar de su concepción del Nacionalismo y de su idea en cuanto a la Tercera Posición (tan en boga en el universo intelectual de los años cincuenta y sesenta). Es en esta zona de su escritura, aunque la posibilidad es grande también en lo historiográfico, donde resulta factible rastrear sus basamentos filosófico-ideológicos. Se ha apuntado que para este autor personalidades claves del pensar contemporáneo, fundantes diríamos, como Freud y Marx, no solamente no influyeron en su reflexión sino que tampoco le interesaron especialmente. Si bien al último le dedicó un trabajo donde dice que: “Si bien Marx y sus seguidores no realizaron ninguna aportación deliberada al tema de las élites o de la clase gobernante o dirigente, no existe un sólo planteo de estas categorías que no haya estado imantado por las posiciones marxistas; que no las tenga en cuenta, polémicamente —aún en forma tácita, oculta— en cada uno de los pasos de su argumentación”.

Una de las influencias decisivas en el estudio de los temas sociales la tuvo en mitad de la década del cuarenta, a partir de la lectura de Max Weber, con el cual es directamente filiable. Aunque mantuvo un constante arraigo a sus orígenes: ese cristianismo peculiar que aunaba ­—en confesión explícita— la línea aristotélico-tomista (valorando en ella su condición de antídoto contra el peligro de “idealismo”) y cierto existencialismo.

Notas:

[1] -  Ediciones Biblioteca Ayacucho, de Venezuela.

[2] -  Cuadernos de Marcha, l967.

[3] -  Escritura, l947.

[4] -  Tribuna Católica, l950.

[5] -  Almanaque del Banco de Seguros, l952.

[6] -  Marcha, l954.

[7] -  Publicado originalmente por la revista Número en l950, y reeditado en l984 por Arca.

[8] -  Publicado por Asir, en l96l.

[9] -  Bajo el sello de EBO, en l964.

[10] -  Escrito en l963, e inédito por décadas.

[11] - En La sociología subdesarrollante, volumen colectivo de l969 publicado por    Aportes.

[12] - Siglo XXI, Buenos Aires, l97l.

[13] - Columbia University, Nueva York, l973.

 

Alejandro Michelena
alemichelena@gmail.com

 

NOTA: Este ensayo fue publicado en versión papel el miércoles 12 de noviembre de 2014, en el Nro. 80 del semanario 7n.

 

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