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Buenos Aires recupera sus clásicos lugares de tertulia

Alejandro Michelena

En el concierto de las capitales sudamericanas, Buenos Aires ha sido siempre una ciudad inquieta y creativa, que, desde el arte a las modas y de la arquitectura a las letras, ha estado a la vanguardia. Tal carisma se debe a su condición de urbe aluvional, fecundada por sucesivas oleadas inmigratorias desde la segunda mitad del siglo XIX. Al presente, la "ciudad junto al río inmóvil" (como la llamara tan certeramente el escritor Eduardo Mallea) sigue liderando las transformaciones en muy variados rubros. Uno de ellos es la tarea de rescate y preservación no museística –potenciando los usos tradicionales– de espacios entrañables como los clásicos cafés, las hermosas y solemnes confiterías, y los casi intemporales bares de barrio con sus billares y sus mesas de dados.

Desde hace un lustro existe una comisión encargada de rescatar y preservar en la Capital Federal esas verdaderas "señas de identidad". La misma surgió por ley del Consejo Deliberante de la ciudad, y su estrategia de trabajo ha sido elaborar un listado de "lugares notables", que a cambio de mantener su perfil sin modernizaciones equívocas, se ven liberados de ciertas cargas fiscales municipales. La primera lista tuvo en cuenta apenas treinta sitios, pero luego la misma se amplió hasta casi llegar a las seis decenas, e integra ámbitos de encuentro desperdigados por toda la geografía urbana.

Algunos ejemplos más que "notables"

La capital argentina ha sido famosa por sus cafés literarios. Desde aquel café De los Inmortales –tan certeramente bautizado así por uno de sus contertulios más célebres, el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez– donde confluyeron desde Amado Nervo al "divino" Rubén Darío, pero de mucho antes todavía. Y a través de los años, las diversas crisis económicas, las perturbaciones político-sociales, las dictaduras y enfrentamientos, igualmente los porteños han sabido mantener en pie muchos de sus recintos más emblemáticos.

Gracias a ello, la Comisión de Protección de Cafés, Bares y Billares Notables (tal es su nombre completo, abarcando las diversas modalidades de recintos de encuentro de que se ocupa), ha logrado que encabezaran su lista verdaderas perlas.

La joya de la corona: el tradicional Café Tortoni de Avenida de Mayo, que abrió sus puertas en 1858 y sigue más rozagante que nunca, llevando en sus mesas de mármol y en sus butacones de cuero rojizo, en su gran salón y en sus lambrices de madera oscura con grandes espejos, el recuerdo de aquella legendaria tertulia que reunió en los años veinte a jóvenes que se llamaban Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni, Benito Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, Xul Solar, Baldomero Fernández Moreno y Raúl González Tuñón, que eran quienes por entonces renovaban la actividad cultural en Buenos Aires. Pero también el Tortoni evoca a Carlos Gardel y sus amigos en la última mesa, por la entrada al café que da a la calle Rivadavia, o la peña de los viernes en los años setenta en torno a los narradores Abelardo Castillo y Liliana Heker y el grupo de la revista El escarabajo de oro.

Pero son varias las gemas en el rubro que mantiene felizmente Buenos Aires. Tenemos el Británico –ubicado en Brasil y Defensa, frente al Parque Lezama– que conserva su estilo clásico casi idéntico al día en que abrió sus puertas, allá en los años veinte del siglo pasado; en sus redondas mesas se sentaba en algunas tardes de los años cincuenta Ernesto Sábato, y allí escribió capítulos enteros de su novela Sobre héroes y tumbas (tanto le gustaba el lugar que lo inmortalizó en el libro, haciendo que sus personajes lo adoptaran como uno de sus ámbitos de encuentro). O la confitería La Ideal, en Suipacha casi Corrientes, nimbada de un halo de sutil decadencia que es parte de su encanto; que permite un remanso a la agitación incesante del centro porteño cuando nos arrellanamos en sus añejos butacones, en cualquiera de los rincones de su enorme y adornado salón, un lugar prodigioso que solían frecuentar –en los comienzos de la década de 1940– nada menos que Eva Perón, María Félix, Jorge Negrete, Homero Manzi, Hugo del Carril y Luis Sandrini.

La recuperación de Las Violetas

En este proceso de recuperación de la memoria coloquial de Buenos Aires, que está en gran parte relacionada con las mesas de café, en los años recientes se operaron verdaderos milagros. Milagros explicables en esta ciudad, en la que hace años se ha venido dando un proceso de sensibilización en cuanto a la defensa y destaque de sus perfiles urbanos más característicos.

En 1998 parecía culminar su larga vida, en el tradicional barrio de Almagro sobre avenida Rivadavia, el que fue su espacio de reunión por excelencia: la confitería Las Violetas, que había sido inaugurada en 1884. Su gran salón neoclásico, su estilo suntuoso y elegante, parecían así destinados a desaparecer sin pena ni gloria... El dueño de entonces quebró y huyó a España, y parte del personal tomó el establecimiento, pero en julio de ese año indefectiblemente cerró sus puertas.

Los vecinos no se resignaron ante esa fatalidad. Comenzaron a reunirse frente al local exigiendo su reapertura; juntaron firmas, golpearon todas las puertas posibles. Se mantuvieron activos y alertas, y lograron al fin que el Gobierno de la Ciudad declarara "bien cultural" a Las Violetas, impidiendo de esa forma su transformación en un banco. Más adelante lograron interesar en el tema a empresarios gastronómicos que procuraban invertir en lugares que tuvieran tradición. El resultado fue, sobre el año 2003, la reapertura de la confitería. La misma se restauró completamente, respetando las líneas originales. La idea, que para muchos agoreros estaba destinada al fracaso, resultó exitosa: Las Violetas, en su retorno, constituyó un éxito de público y comercial.

Quien visite Buenos Aires no debería dejar de disfrutar de una recalada en esta longeva confitería. Junto a sus enormes ventanales, admirando los clásicos vitrales, se sentaban Roberto Arlt y Alfonsina Storni (que era vecina del lugar). También la visitaban Gardel y su amigo el jockey Irineo Leguizamo, quien compraba siempre un postre que hoy lleva su nombre.

Un ave fénix llamado Café de los Angelitos

En 1992, en plena euforia menemista –cuando el desprecio por los valores culturales propios, y por los valores culturales sin más, había llegado al desideratum– languidecía completamente olvidado el mitológico Café de los Angelitos. Sus puertas se cerraron ese año, en apariencia para siempre.

Muy poco después, un grupo de vecinos fundó la Asociación Amigos del café, que desde entonces y hasta el día de hoy se reúne a escuchar y bailar tangos cada miércoles en la esquina de Rivadavia y Rincón. En los años que siguieron muchos fueron los políticos que prometieron hacer algo por el rescate del clásico recinto, sin que las promesas se reflejaran en realidades. Lamentablemente, en el 2000 el vetusto local se había convertido en un basural y peligraba su estructura, por lo que se decidió demolerlo por razones de seguridad (una parte ya se había derrumbado a causa de un temporal).

Las circunstancias no podían ser menos auspiciosas para el grupo de vecinos del barrio de Balvanera, que a pesar de los pesares persistía en testimoniar cada semana su militancia cultural en pro del resurgimiento del viejo café en el cual –allá por la segunda década del siglo XX– hiciera sus primeras incursiones en los escenarios Carlos Gardel en compañía de José Razzano. Este último, muchos años después, en 1945, compondría con Cátulo Castillo un tango llamado justamente Café de los Angelitos, en homenaje a ese lugar extraordinario del que fueron habitúes también dos payadores de leyenda como Gabino Ezeiza y José Betinotti, glorias del teatro como Florencio Parravicini y Elías Alippi, y los políticos socialistas Juan B. Justo y Alfredo Palacios.

Tuvieron que pasar doce largos años para que desde el gobierno de la ciudad de Buenos Aires se tomaran medidas para salvaguardar el predio como espacio histórico. Y poco después, el mismo grupo de empresarios que había unido esfuerzos para recuperar la confitería Las Violetas se interesó en asumir la aventura de hacer renacer de sus cenizas al célebre café.

Lo primero fue reconstruir el edificio demolido, y luego recrear –con estricta fidelidad al modelo pero con ámbitos para usos actuales– los grandes salones con sus columnas, los amplios ventanales hacia la avenida o mirando a Rincón, los cálidos lambrices, la magia de sus mesas parecidas a cálidos refugios en medio de la inquietante inmensidad urbana.

Los veteranos que fueron sus últimos habitúes, pero también muchos jóvenes que lo conocen apenas de oídas, se entusiasman al saber que la avenida Rivadavia –una de las más largas del mundo, que corta la gran ciudad casi por el medio– tendrá nuevamente, renovado y revitalizado, uno de sus baluartes más queridos. En muy poco tiempo volverán a oírse en el propio ámbito que lo inspiró los versos de ese poeta del tango que fue Cátulo Castillo:

"¡Rivadavia y Rincón!... Vieja esquina

de la antigua amistad que regresa,

coqueteando su gris en la mesa que está

meditando en sus noches de ayer".

Alejandro Michelena
Nota publicada en La Jornada Semanal (México), el 9 de julio de 2006.

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