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Aportes para la reflexión sobre el medio televisivo

Alejandro Michelena

La condición develadora -desmitificadora en el más estricto sentido de la palabra- que posee la imagen fotográfica, es algo que se ha venido analizando desde hace mucho tiempo. Umberto Eco 1 y Susan Sontag 2 han sido los más agudos entre tantos intelectuales preocupados por el aporte, estético y ético, de este hallazgo tecnológico a nuestras vidas ( la condición seriada casi ad infinitum del mismo, fue desmenuzada con brillantez inusual por Walter Benjamin).

Una de las conclusiones coincidentes de la ya larga reflexión en torno a la foto ha sido el destaque de su especial elocuencia, que no solamente trasmite lo que ve el objetivo sino que además -por la existencia de un encuadre, o sea, la selección de un fragmento de realidad entre todos los demás- llega a mostrar dimensiones insospechadas que el ojo por sí solo no percibiría nunca por más atento que estuviera a la escena, persona o cosa sujeto de la mirada.

Como ilustración de lo que venimos diciendo, se puede tomar por ejemplo cierta fotografía de Cartier-Bresson. Concretamente una en la que se ve al Cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII, visitando en París el barrio de Montmartre. La escena es sencilla -casi de reporte gráfico, como sucede con tantas otras fotos de este gran artista de la cámara— pero esconde inquietantes revelaciones. El prelado se encuentra casi de espaldas, dando apenas un trozo de su perfil aquilino y frío al lente ávido, mientras un hombre con cara de sacristán de dudosa moral o de rufián, le besa la mano de manera no muy púdica; al lado de éste, una mujer mira a su Excelencia Reverendísima con unción que raya en la desfachatez (la toma fue realizada ligeramente desde arriba, acentuando los elementos turbios y nada piadosos de ese fugaz momento, que de no haber estado allí Cartier-Bresson se hubiera perdido en la incesante secuencia fenomenológica de los gestos cotidianos).

Mientras en la fotografía la imagen, cuando está elaborada y no es mera toma casual, cuando existe intencionalidad expresiva, resulta siempre crítica, en TV ello no es así. Por el contrario, se podría aventurar que en este medio masivo -calificado por Eco como "frío"-la imagen es en principio adormecedora (en el sentido que lo pueden ser algunos fetiches de religiones animistas). El televidente es naturalmente y en principio encandilado por la pantalla—en ello influye también lo oscilante del proceso decodificador de las tomas que llegan por el tubo de imagen- y se necesita un esfuerzo de atención y voluntad de su parte para establecer una distancia con lo que está viendo. Del mismo modo, es necesario que los directores de cámara posean también especial agudeza para lograr imprimirle un tono crítico a la imagen que será volcada por un medio mitificante en sus características básicas en cuanto estructura de comunicación.

Si estos requisitos se han cumplido, la imagen de TV puede llegar a desempeñar un papel cercano al que le otorgábamos al comienzo a la fotografía. En ese caso será muy significativo reparar en los resultados, comprobando cómo la verdad aquí también se trasluce y las máscaras no engañan; esto, siempre y cuando -lo que no es común– el televidente ponga de sí una muy atenta percepción, una identificación menor con lo que ve y mayor distancia ante la sugestión serpentina de la pequeña pantalla.

Una mirada estética

Lo que no siempre se tiene en cuenta al abordar con mirada crítica el recuadro catódico, es su íntimo, ineludible entronque con aquel relato de masas que ha quedado históricamente unido a la revolución industrial, a las grandes ciudades, a la alfabetización, a la reproducción de millares de ejemplares a través de la prensa. Y lo esencial, para desentrañar lo específico teleteatral, es detenernos un poco en el modo como llegan tales productos a sus destinatarios.

Si así lo hacemos, vamos a descubrir que un veedor de telenovelas las consume buscando una forma —vicaria tal vez pero válida al fin— de emoción estética. El televidente típico (y esto lo hacemos extensivo a las series) busca en la pantalla no una visión simbólica o una analogía con la vida, sino que espera encontrar allí "la vida misma". Mediante ese devorar intriga tras intriga, incansablemente, la joven aprende modos de actuar y de ser, costumbres y prácticas sociales, y su madre participa de prestado de una existencia ilusoria a la que nunca accederá.

A muchos parecerán curiosas estas afirmaciones, dado que el maniqueísmo y esquematismo teleteatral no parece acercarse demasiado a la verdadera, múltiple, compleja realidad de la vida. Pero es necesario considerar para comprender nuestro razonamiento, que el más convencional y característico seguidor/a de teleteatros o seriales carece en general de eso que podríamos llamar desarrollo estético, el que sólo se consigue mediante un asiduo y persistente ejercicio de frecuentación de las obras artísticas (sean cuadros, libros, películas, CD o videos), a través del cual se va tomando conciencia que la piedra angular de tales obras está en su forma, y que la más adecuada y aguda percepción de las mismas se logra sólo a partir de múltiples comparaciones.

Ni los entusiastas seguidores de los teleteatros, ni quienes los fabrican, se preocupan por otra cosa que no sea la intriga, la trama, la anécdota. Hasta el punto que si observamos atentamente el mejor de ellos, al poco rato de hacerlo comprobaremos que cualquier matiz expresivo, todo rasgo de fotografía o actuación, será necesariamente secundario referido al hilo intrincado de la maraña de acontecimientos. Con quien mira televisión ingenuamente sucede algo similar a lo que pasa con el niño pequeño (antes que pierda la inocencia y adquiera cierta conciencia cultural mínima): le pide a las telenovelas y seriales una ilusión de vida, pero nunca una experiencia artística donde quede a la vista el artificio.

Si hacemos la prueba de darle a un fanático de los best-sellers una novela de cierta calidad, veremos como la rechaza, la encuentra aburrida, y tal vez la deje por la cuarta parte. Lo mismo sucede con el público enviciado por los teleteatros y la TV en general respecto al cine.

Aclaramos que la televisión posee cualidades específicas, pero nos estamos refiriendo en este caso a la relación serie o teleteatro y su consumidor prototípico. Esta puede llegar, si no se trasciende esa condición pasiva de casi hipnosis ante la pantalla, a embotar ese germen de valoración y goce estético que eventualmente se hubiera formado antes. Aunque también puede darse, si se trata de teleadictos muy jóvenes, que de pronto a través de otros estímulos paralelos puedan aprovechar la TV como un primer peldaño que luego se dejará de lado, para acceder así a un modo de sintonía con el arte (este es un fenómeno de hoy, donde ya son varias las generaciones que nacieron mirando televisión, y ha dado lugar a una fecunda y nueva sensibilidad –la que tiene que ver con los videos y con Internet–, que sólo es madura si el joven televidente logra distanciarse de lo que ve en la pantalla y si lo empieza a relacionar con otros lenguajes).

Habría una tercera posibilidad en este proceso: el caso del que retrocede, o sea aquel que tuvo en su momento un acercamiento de pronto superficial al universo artístico, y lo fue perdiendo fagocitado por ese ojo de cíclope implacable que preside como tiranizante tótem la mayoría de los hogares.

Antes era el folletín

Hace ciento cincuenta años, en toda Europa pero sobre todo en Francia e Inglaterra, iban a proliferar los grandes periódicos masivos. Este periodismo, a diferencia del actual, no tenía como finalidad primaria informar; al igual que los modernos canales de televisión, incluía en sus páginas todo tipo de elementos de atracción. Y su fuerte, el motivo muchas veces de sus mayores tirajes, lo constituía la publicación de novelas por entrega.

Al respecto, llegó a haber auténticas guerras de competencia -tal cual sucede en la televisión- para lograr la preeminencia en el público, en su generalidad constituido por sectores populares de muy reciente alfabetización. Novelas de indudable valor como algunas de Balzac o de Dickens, por ejemplo, transitaron en primera instancia ese camino para su acercamiento al lector. Pero lo nuevo fue en ese tiempo el surgimiento de un tipo de escritor especializado en folletines, o sea, en elaborar historias con la finalidad exclusiva de su consumo en el periódico de gran tiraje. Lo interesante de tales "escribidores" es que no lo hacían tan mal; su arte radicaba fundamentalmente en dejar prendidos a los lectores en la expectativa de las últimas líneas, obligándolos a devorar a la semana el nuevo capítulo.

Uno de los más recordados entre los especialistas en encantar a las costureritas y pequeños empleados, fue Eugenio Sue, el autor de Los misterios de París. Pero hubo otros, también tan exitosos, como Ponson du Terrail, el padre de Rocambole, o tan notorios como Alejandro Dumas y su novela El Conde de Montecristo. Pero Sue y sus atrapantes "misterios" -que no son más que las aventuras de una suerte de bisabuelo de Superman dedicado a la defensa de los más desprotegidos y los débiles- merecieron agudos análisis a través del tiempo de parte de autores tan distintos y distantes como Carlos Marx y Eco. Ellos procuraron desentrañar, detrás de las tramas narrativas y la ideología subyacente en el texto, los mecanismos semióticos del mismo.

En el año 1842, Sue adquiere una notoriedad inusitada. Es en ese momento cuando el Jornal des Débats triplica su tirada al incluir en sus páginas las penurias y vicisitudes del Fleur du Marie y otros pobres desgraciados que pasaban hambre y tribulaciones en los tugurios de París. Un ávido contingente de lectores de todos los grupos sociales consumía entusiastamente Los misterios de París con la misma vehemencia que hoy millones de teleadictos lo hacen con los teleteatros.

Muchos de ellos, de vidas tal vez parecidas a los pobres sufrientes de las páginas de Sue, sentían una especie de compensación casi catártica ante los avatares de ese Rodolfo de Gerolstein, aristócrata protector de los humildes que hacía justicia individual y contundente. Y ése era motivo de "consolación" ante una realidad como la de aquella ciudad que Baudelaire retrataría más tarde, poética pero impecablemente, en Las flores del mal; realidad donde la riqueza, la felicidad, las posibilidades de ampliar un estrecho horizonte eran verdaderas utopías.

Sue reiteraría su éxito con El judío errante, en 1845, y años después -en 1859- lo superaría en suceso su competidor Ponson du Terrail con Las hazañas de Rocambole. Y va a tomar su parte en el festín, como ya lo mencionamos, Dumas con Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo. Este autor iba a inaugurar también una estrategia que muchos creen privativa del siglo pasado en materia de literatura de masas: al igual que Corín Tellado y que el mismísimo Harold Robbins, y más bien como un precursor indudable de ellos, Alejandro Dumas se servirá de escritores "negros", es decir que utilizará escribas anónimos y necesitados de dinero para redactar partes de sus folletines, dando él la idea general y supervisando el cierre de cada entrega.

Una estructura previsible

Puede valer la pena detenerse un poco en cuáles son las características específicas del folletín, tanto se trate de Sue como de Pérez Escrich. Partían todos de un modelo simple, con forma estereotipada, algo esquemática y siempre redundante. Uno de sus ingredientes era la infaltable presencia de las figuras arquetípicas del héroe y del villano; una moral de rígido dualismo -que oscilaba sin matices entre el premio y el castigo- era el móvil y justificativo de las acciones reivindicativas que servían de deux ex machina en su trama. Su estructura era episódica, fragmentando deliberadamente los momentos de tensión, suspenso y posibles develaciones. La intriga y la intrincada red de situaciones planteadas eran condiciones esenciales, así como los efectos bien marcados, el sentimentalismo y el subyacente pero efectivo conservadurismo ideológico.

Es interesante observar cómo los folletines establecieron un puente entre la gran novela "burguesa", que en esos tiempos iba a llegar a su apogeo, y las viejas historias populares, de raíz oral y rural, trasmitidas a través de la llamada "literatura de cordel". En el folletín confluyen el realismo y la acción novelística combinados con lo mágico de los cuentos de hadas tradicionales y lo legendario de las antiguas gestas europeas. No es casual que popularizara y difundiera en las grandes ciudades rasgos de esta vieja cultura popular, en el momento en que la misma comenzaba a debilitarse en las aldeas y los campos adonde iba llegando la transformación industrial en forma de "caballo de hierro", de tecnificación, de comunicaciones (cuando los hermanos Grimm realizan la proeza antropológica de reunir cientos de cuentos tradicionales, tales historias estaban cayendo en un agudo proceso de olvido).

Fue Edgar Morin quien estableció certeramente que en los folletines "la vida cotidiana se transfigura a través del misterio, las corrientes subterráneas del sueño riegan las grandes ciudades prosaicas". Y se podría agregar: las multitudes de reciente arraigo urbano, encontraron en ese vehículo de transmisión de historias ficticias por entregas una compensación efectiva ante la pérdida de contacto con aquellos elementos maravillosos y fantásticos que hasta hacía muy poco habían sido pan cotidiano en la Europa rural. Entonces, aquel primer paso de masificación literaria que los folletines protagonizaron, cumplió una función psicológicamente positiva en el contexto de la economía cultural de un tiempo marcado por el acceso vertiginoso de cientos de miles de habitantes de Londres, París y otras grandes urbes (incluyendo poco más adelante a Buenos Aires, y también -módicamente- a Montevideo), a una reciente alfabetización.

Esos productos seriados, tan demagógicos o simplistas a veces, tan carentes de espesura psicológica o dimensión narrativa, cumplían no obstante -con eficacia- un rol valedero para un público que había cortado amarras con el ancestral arraigo cultural de sus mayores.

El teleteatro: folletín audiovisual

Aquellos relatos, que cambiaron de manera fundamental la composición del público de los periódicos a mitad del siglo XIX, ampliándolo y diversificándolo, son el antecedente más claro de los actuales teleteatros. Es más, si analizamos los ingredientes que entran en juego en unos y otros, la conclusión puede ser que existe una sugestiva similitud estructural. Aunque, en el caso de los más actuales no tienen ya el rotundo maniqueísmo entre buenos y malos, y los héroes no se dan el lujo de triunfar pisando a los débiles. Se podría decir, sí, que tanto folletines como teleteatros colman el remanente de frustración que deja en muchísima gente el complejo modo de vida urbano, con su carga de alienación, injusticia y pérdida de puntos de referencia. La objeción posible ante lo que venimos planteando es que entretanto ha transcurrido mucho más de un siglo, y que la situación de hoy dista de parecerse a la de entonces. Esto es claro y aceptable, pero lo que nos faltó aclarar es que el fenómeno que tuvo lugar en los países centrales de Europa hace ciento y pico de años con los folletines por entregas, ahora se reproduce por medio de los teleteatros a todo lo ancho y largo de Latinoamérica en los enclaves hispanos de ciudades como Los Ángeles, Nueva Jersey y Nueva York, e incluso en ciertos países latinos de Europa.

De aceptarse esto, es sencillo deducir la función que cumplen los teleteatros. Los mismos -como hace años el cine por capítulos de las matinés, como hace medio siglo la radio, como los ya analizados folletines- le dan a hombres y mujeres anónimos que recorren sin plenitud las calles de las grandes urbes del subdesarrollo (incluida Nueva York, que también lo es para el caso), alimento para los sueños compensatorios, que al tiempo que les permiten seguir adelante les van adormeciendo un poco más, evitando que de ese modo tomen conciencia cabal de cuál es el mundo que los rodea, cuál su verdadera trama.

Y aquí tenemos tal vez la gran diferencia entre aquellos lejanos e ingenuos folletines y los modernos melodramas por entregas de la televisión: estos últimos parten, en primera instancia, de una centralizada voluntad de dominio de las conciencias, la que pasa por alimentar la somnolencia colectiva afirmando de paso valores estereotipados considerados inconmovibles, promoviendo soterradamente una vulgarización (y contaminación) a veces casi irremediable en el gusto estético de sus consumidores consuetudinarios.

Los teleteatros pertenecen a lo que Benjamín ha analizado aguda y profundamente en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Aunque se trata en este caso de un "arte" vicario por esencia, un producto para arrear consumidores (para hacerlos asimilar la historia en cuestión, y por añadidura toda la parafernalia de cosméticos, ropa interior femenina, automóviles, electrodomésticos, que al socaire de la misma irrumpen en la pantalla chica). La televisión, por su poder encandilante, por su intimidad con el espectador, atrapa con mayor eficacia y rotundez. La gran diferencia, entonces entre las telenovelas y los folletines se da, básicamente, en la condición de meros productos estándar de las primeras, que utilizan sí los recursos que le dieron permanencia y éxito durante décadas a los segundos pero de una manera que las acerca más a la cinta de montaje de las grandes fábricas que a los talleres artesanales (a los que pertenecía todavía el folletín, y también otros soportes comunicacionales más actuales como el cómic).

Estos productos cumplen igual, pese a todo lo dicho, la función de alimento artístico (que nos perdonen los puristas) para millones de personas en el mundo para las cuales el alejamiento de las fuentes nutricias de la cultura popular, y la distancia del verdadero arte impuesta por el proceso de elitización sufrido a partir de los cambios en la pintura, la novela, la música, la poesía, había dejado huérfanas en su educación sensible.

La apócrifa estirpe de Drácula

En la variada gama de problemas que presenta la tevé a la hora de la reflexión, no son precisamente menores -por su incidencia en grandes sectores del público- los relacionados con el uso del suspenso, lo fantástico, lo terrorífico (a veces todo junto).

Un elemento recurrente es la apelación a lo mágico, o a las llamadas ciencias ocultas. Superabundan las posesiones diabólicas, los exorcistas, las sectas más o menos tenebrosas, los ritos a la medianoche, los manuscritos pletóricos de conjuros. Se multiplican los mensajes más o menos subliminales a través del uso y abuso de símbolos mágicos de significación negativa, que influyen aunque no se los conozca o reconozca (a causa de mecanismos del inconsciente colectivo que ha analizado muy precisamente Carl Jung 3, el mayor estudioso de tales simbologías desde el punto de vista psicológico).

El factor hipnótico que la televisión suele tener normalmente, en estos casos se agudiza de un modo deliberado. Lo mismo pasa con cierta violencia gratuita -sobra la sangre-, con los sonidos chirriantes y destemplados, con lo desagradable porque sí. Y un último factor que acompaña a este tipo de producto, y no menos importante, es el mal gusto estético.

Estas películas y series de terror y afines -tan lejos en todo sentido del Nosferatu de Murnau por ejemplo, e incluso de los buenos exponentes del género en los años treinta y cuarenta- colaboran a embotar el sentido crítico y la apreciación sensible, desviando a muchos teleadictos en el mejor de los casos por el callejón sin salida de las inquietudes vicarias.

Cine en TV

El cine por televisión es sin duda uno de los temas claves en lo que hace referencia a ese medio. La importancia que posee obliga a volver sobre él una y otra vez. El problema en sí es complejo y tiene diferentes ángulos desde los cuales analizarlo. Por un lado está el criterio en cuanto a la calidad de los títulos, por otro el horario de exhibición; también la relación película-tandas publicitarias, sin olvidar los días elegidos para pasar un filme y la propaganda previa en el mismo canal y por la prensa.

Es fácil comprobar –ante opiniones que enfatizan las mejorías en calidad de los filmes exhibidos– hasta qué punto puede ser ingenuo congratularse más de la cuenta por ese hecho. Para empezar, proporcionalmente sigue siendo mayoritaria la producción de clase B o C que se impone al televidente. Por otro lado, en las "sinopsis" características —que a veces preceden por días y días a tal o cual película— se emplea una táctica que podríamos denominar de "torre de babel": se promueve como "gran película" y "nunca vista" cualquier material que ni siquiera llega a ser entretenido, mientras a veces se deja pasar sin mayor énfasis una obra con valores.

No es la norma que vayan los títulos más atractivos en los mejores días y horarios. Y las buenas películas padecen doblajes lamentables y cortes increíbles. Las tandas resultan tan extensas y frecuentes que pueden llegar a desalentar al más paciente. Y cuando la película es más o menos estimable se ha dado el caso que en su conjunto el tiempo publicitario supera al de la propia película.

Lo que se logra con esto es mediatizar absolutamente el hecho, en sí valioso, de que podamos ver en nuestras casas tal o cual obra cinematográfica.

Para que las cosas fueran de otro modo, aparte de multiplicarse los títulos calificados en la programación, tendrían que jerarquizarse. Porque la mayoría de los televidentes no posee elementos críticos, y consecuentemente no está alerta y no logra distanciarse de lo que le impone el ojo del cíclope, por lo que no logra discriminar en medio de esa telaraña diaria de ofertas variopintas.

Un estilo avejentado

Al comentar críticamente el fenómeno televisivo se corre el peligro, recurrente, de quedar sólo en el lamento por lo que no fue. La formidable potencialidad de este vehículo de comunicación ha estado siempre lejos de sus posibilidades. Podríamos aseverar más bien que se despreció y desprecia la riqueza de su específico lenguaje.

En medio de la ya lejana década del 60, Marshall Mac Luhan decretaba lapidariamente aquello de que "el medio es el mensaje". Aunque es claro que no es aceptable su afirmación en su sentido más extremo, es rescatable sí la idea -objetiva- de que cada medio comunicante posee sus leyes propias para transmitir los mensajes, por lo que no puede ser (como lo sabe todo publicitario, o debería saberlo) lo mismo el encare radial que el de la TV.

En el merodear teórico en torno al aparato catódico, es ya clásico el abordaje que realiza Umberto Eco en su Obra abierta. A partir de este libro se fundamenta la posterior catarata de tinta en pos de establecer una estética televisiva. Eco dedica un capítulo a analizar paso a paso la transmisión de la boda de Grace Kelly y el príncipe de Mónaco, llegando a la conclusión que la aparente objetividad de las cámaras esconde un sentido -una "sintaxis" narrativa aplicada al hecho concreto que se relataba- a partir de la elección de las tomas y su montaje. El teórico italiano mostraba en definitiva, con un ejemplo negativo, las potencialidades de la televisión.

La máquina de picar sensibilidades

Es interesante comprobar de qué manera la TV condiciona la sensibilidad del telespectador asiduo. Cómo poco a poco la pequeña pantalla acostumbra a determinada óptica y hasta a una especial visión del mundo. Esto no es forzosamente algo negativo; más bien tiene dos caras y ambas son válidas.

Por un lado, la realidad es que todo nuevo medio de comunicación establece un modo de acercamiento que implica no solamente características específicas sino también formas y estructuras diferentes. La televisión ha creado, sobre todo en las nuevas generaciones, un cambio que compromete desde la educación a los más simples reflejos. Ya es un lugar común aseverar que los niños de hoy, nacidos en la era de la TV, parecen estar sintonizados con el mundo y con la realidad exterior a la familia a una edad muy temprana, y que además evidencian menos inocencia que sus pares de hace treinta años. El niño sabe quien es tal o cual personaje político o artístico porque lo ve en televisión; está al tanto de ciertas maldades humanas a través del sadismo de las seriales, y de las dulzonas hipocresías por medio de los teleteatros. Lo positivo de todo esto sería la amplitud en el campo de las inquietudes infantiles, el acercamiento de más información y mayores estímulos que serían impensables sin la existencia del televisor.

Pero en lo dicho está ya manifestado parte de lo nocivo del medio. La penetración agresiva en siquismos débiles de los peores sentimientos del hombre a través de un vehículo artísticamente bizarro y a veces hasta brutal. Y podemos agregar: el bombardeo de materiales de pésima o nula calidad conceptual y formal, que va entorpeciendo la todavía plástica sensibilidad del niño hasta el punto de llegar a causar una lesión irremediable en cuanto a la capacidad de apreciación de valores estéticos. Consecuentemente, se perjudica —mediante el indiscriminado consumo infantil de TV— su rico potencial imaginativo, la única reserva de creatividad auténtica que tiene el ser humano.

Referencias:

 

1- "Obra abierta" , Umberto Eco.

 

2- "Contra la interpretación" , Susan Sontag.

 

3- "Psicología y Alquimia" , Carl Jung.

Alejandro Michelena

Este ensayo fue escrito en el año 2004, y es el resultado de incesantes reflexiones del autor sobre el tópico televisivo. Detrás hay muchos años de ejercicio sistemático de la crítica de TV en diarios y semanarios de nuestro medio. Su asunto temático es la "televisión abierta", no abordándose en el trabajo otras modalidades como el Cable o la TV Satelital.

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