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Alberto Zum Felde: iniciador múltiple 
Por Alejandro Michelena

Nacido en Bahía Blanca (República Argentina), siendo muy niño su familia se instaló en Montevideo. Fue en su primera juventud uno de los contertulios del legendario cenáculo del café Moka —de Sarandí y Policía Vieja— que presidía la figura atractiva y polémica de Roberto de las Carreras. Aquel Zum Felde de los comienzos literarios, luciendo la bohemia corbata de moña, el cabello largo y el chambergo infaltable, haciéndose llamar Aurelio del Hebrón, formaba parte de la comitiva transgresora que en las tardes de la primera década del siglo recorría “boulevard” Sarandí acompañando al “pontífice”, al “gran amante” Roberto, y suscitando a su paso murmullos de admiración y miradas disimuladas de señoras y señoritas. Bajo el sonoro seudónimo aludido, publicó  sus primeros trabajos en La Razón y El Siglo, lo mismo que su libro inicial, Domus Aurea (que es de 1908).

Pero el suceso que atrajo la atención pública sobre el escritor incipiente fue la lectura de la “oración fúnebre” ante la tumba de Julio Herrera y Reissig, donde fustigó la hipocresía de la sociedad uruguaya al homenajear al poeta muerto que no había sabido valorar en vida (fue publicada en La Semana, Nº 36, en marzo de 1910). 

El crítico “militante” 

Tal calificación fue acuñada por el mismo Zum Felde, en referencia a la labor que desempeñara entre 1918 y 1930 en el diario El Día y su vespertino El Ideal. En ambos comentó libros, ubicando autores y revalorando otros, delineando tendencias literarias; reflexionando en suma acerca de la relación entre las obras y la vida. Lo de “militante” se aplica perfectamente en su caso, porque realmente se trató de una tarea realizada en la fragua diaria, provisoria y urgente, aunque no por ello menos rigurosa.

Esta postura profesional ante a la labor crítica estaba destinada a chocar con un medio cultural acostumbrado a notas de prensa realizadas por los amigos y fatalmente elogiosas, o por el contrario a libelos o diatribas a causa de fobias personales. La nueva perspectiva inaugurada por el crítico trajo resistencias, le causó sinsabores, y a la postre iba a propiciar su caída en desgracia en cuanto árbitro indiscutido del quehacer literario nacional (se le acusó —en episodio que nunca fue aclarado— nada menos que de plagio).

Como balance de esta primera y fecunda etapa de su madurez intelectual, se puede afirmar que Zum Felde hizo crecer entre nosotros la función del crítico literario. La que ya había tenido sus buenos antecedentes décadas antes, con nombres como los de Bauzá, Melián Lafinur y Desteffanis. La que se enriqueció a comienzos del siglo con las plumas de José Enrique Rodó, Rafael Barret y Víctor Pérez Petit. La que floreció luego todavía en los que fueron sus estrictos contemporáneos: Gustavo Gallinal, Eduardo Dieste, Mario Falcao Espalter y Alberto Lasplaces. Zum Felde descollaría entre todos, no tanto por ser el más persistente y sistemático, sino por la mayor conciencia de la dignidad y utilidad de su tarea.

Hacia los grandes panoramas

Ya en 1921 se asoma la vocación abarcadora de Zum Felde al escribir Crítica de la literatura uruguaya, pero será en 1930 que —culminando un período de su vida y a propósito de los fastos del Centenario— aparece el Proceso Intelectual del Uruguay. Fue en su momento, y sigue siendo todavía (como obra de un solo estudioso), el trabajo de mayor aliento y criterio abarcativo que se ha escrito sobre un largo siglo de quehacer literario en el país. Sus mayores cualidades, aparte del estilo fluido y comprensible para todos, están en esa búsqueda de objetividad que fue en su tiempo una postura atípica; no incluyó las consideraciones personales, y evitó la blanda condescendencia en unos casos, y la saña arbitraria en otros.

Esa obra de ambición monumental se complementó con La literatura en el Uruguay (Buenos Aires, 1939) y el Índice de la poesía uruguaya contemporánea (Santiago de Chile, 1935).

El Proceso ha quedado hasta el presente como el mojón fundante, el punto de referencia ineludible en el estudio de nuestro acontecer literario. Podríamos asegurar que la renovación crítica emprendida dos generaciones después —a partir de los años cuarenta— no hubiera tenido la brillantez y profesionalismo que la caracterizó, sin mediar este destacado antecedente.

Su esfuerzo compilador y panorámico en el campo de las letras tendría años después proyección hacia la comarca con su Índice crítico de la Literatura Hispanoamericana (publicado en México en dos tomos: La ensayística y La narrativa, respectivamente en 1954 y 1959), que no posee la significación de su obra mayor en la materia.

Sentando las bases de una historiografía

Estamos ante un caso no común de ductilidad intelectual. Un escritor que se maneja con talento, conocimiento de causa y penetración en el campo literario, pero que además —tentado por la historia— es capaz de abordarla con probidad, transformándose en el iniciador de una entonación distinta de la historiografía. Alberto Zum Felde, en cuanto estudioso del pasado nacional, se alejó saludablemente de los partidismos que tanto habían colaborado a parcializar esos estudios entre nosotros. Prestó atención a las estructuras base de los eventos estudiados, no quedándose en los aconteceres en sí, acercándose a las condicionantes sociales y culturales, reuniendo ese enfoque en una perspectiva abarcadora y de conjunto. El fruto fue nada menos que su Proceso Histórico del Uruguay (Montevideo, 1919).

Como observará el lector, la fecha indica una simultaneidad de intereses intelectuales en Zum Felde, quien al mismo tiempo que cimentaba su carrera como crítico literario abría otra veta no menos específica y madura de su múltiple interés. Vale  reparar además en lo prematuro de la fecha; en ese tiempo, el texto inevitable para los estudiantes secundarios era el manual del Hermano Damasceno, que reducía el pasado nacional a un cúmulo de fechas y a un manojo de héroes de bronce flechando su perspectiva claramente a favor de la “versión” del eterno partido de gobierno, o sea del Partido Colorado.

Por otra parte, el interés en lo social y sobre todo en lo económico —cuando faltaba una década todavía para la aparición de un libro que resultó punto de inflexión en el tema: Riqueza y pobreza del Uruguay, de Julio Martínez Lamas— transforman a Zum Felde en el adelantado de perspectivas que recién comenzarían a desarrollarse a partir de la mitad del siglo anterior.

Márgenes filosóficos de un crítico literario

Fue en su juventud un confeso nietzscheano. En ese aspecto, no se apartaba del “aire” intelectual del 900, tiempo en el que empezaba a tomarse conciencia del decaer del pensamiento de Occidente. Pero también dejaron huella en su pensar Spengler y William James, mientras que la impronta de Bergson se nota de manera clara en su agudo intuicionismo, en su desconfianza en todo lo enfáticamente racionalista. No dejó de leer a Freud, quien le iba a proporcionar la posibilidad de valoración de los procesos subconscientes para la comprensión de la obra literaria.

Su madurez nos presenta —todavía— un cambio nada habitual en la historia cultural uruguaya:  la conversión al catolicismo, proviniendo de una posición liberal.

Alejandro Michelena

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