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Adiós a la infancia
Alejandro Michelena

“lejana infancia, paraíso, cielo”

IDEA VILARIÑO

Poemas

El arcoiris se perdía por detrás del cuartel en el cual desembocaba la calle de su casa. Caminó, y al llegar a la avenida se sintió liviano. Se puso a correr, jugando a alcanzar con saltos limpios las ramas bajas de los plátanos. Desde los jardines mojados de las residencias todavía señoriales subía un aroma complejo que a veces era de flores y otras una mezcla de tierra, hojas podridas y humedad. Al acercarse a la casona de la “condesa” aminoró su andar; casi se detuvo, dispuesto como siempre a quedarse mirando los dos leones de la fachada, o a entrar subrepticiamente por el portón y correr al jardín del fondo, casi un parque que llegaba hasta su calle. Pero de pronto quedó petrificado: estaba viendo pasar -a un metro apenas, y para colmo le sonreía- a la mismísima condesa en su largo Packard con chofer (su tío le había explicado que en el Uruguay no existían condesas, pero él de todos modos así la llamaba para sus adentros, y quería que lo fuera para asociarla a las historias de Dumas que estaba leyendo).

El silencioso vehículo se dirigía a la arcada, en el costado del palacete, mientras él seguía parado, como abstraído. Lamentaba no haber acumulado más coraje -Tenés que vencer la timidez, decía siempre su madre, porque si no, no vas a llegar a ninguna parte-, y haberle manifestado: Señora condesa, acabo de pintar un cuadro y se lo quiero regalar... Pinté su casa, su jardín... Pero no. Ni habló, y ni siquiera llamó la atención de la señora de Salvo Zúñiga, quien miró sin ver desde sus lentes oscuros estilo mariposa a ese niño flaco al que le bailaban los pantalones cortos de franela y se le caían las medias cuadrillé hasta los tobillos. Se estuvo ahí, muy quieto, un tiempo que le resultó mínimo e interminable a la vez. Hubiera seguido en esa forma de no ser por un sonido agudo que lo sacó de su abstracción.

No hay quien pueda con Herrera. No hay quien pueda, no hay quien pueda. El estribillo atronó sus oídos y lo hizo saltar. El canto partía de una veloz cachila pintarrajeada de las muchas que salían con altoparlantes en época de elecciones. Su padre aseguraba que ese año sí ganaban los blancos. Los había llevado, a su hermano y a él, a un acto con muchísima gente, donde se vendían escarapelas blanquiazules, banderines y vísceras.

El lujoso automóvil se perdió por detrás del caserón, habiendo sorteado en su andar silencioso la inmensa arcada. La condesa había pasado muy cerca suyo por primera vez, cumpliéndose de tal modo un sueño acariciado en medio del fantaseo con el que distraía el monótono itinerario de las idas y venidas al colegio. La tuvo al alcance de la mano, y ahora se le había esfumado. Era como aquello que repetía y repetía su abuela sobre las oportunidades que se van volando (en esos casos siempre imaginaba pájaros, veloces, inalcanzables, casi “intangibles”; repetía y repetía esta palabra, que descubriera no hacía mucho en El conde de Montecristo, libro que había devorado en el correr de algunas siestas calurosas).

Esa noche -fabuló- tal vez soñaría con la condesa pasando por encima suyo sobre un extraño pájaro al mismo tiempo vivo y metálico, con forma y color asimilables al refinado coche. Resignado aunque no derrotado, más bien reelaborando desde ese instante otras ensoñaciones -vinculadas siempre a su necesidad de autoestima en medio de una timidez que era casi una muralla que lo aislaba-, siguió caminando por la avenida y llegó a la esquina del perenne entrecruzarse de tránsito, con la pizzería y el salón de té enfrentados. A esa altura decidió seguir adelante, en pleno atardecer, y sin darse cuenta se encontró ante la puerta del colegio a una hora silenciosa y extraña, lejos de lo que había sido hasta el momento su experiencia cotidiana.

Penetró por el jardín, al costado de la casona, observando la enorme agitación en los jaulones de las águilas, lechuzas y mochuelos (aves que en las mañanas estaba acostumbrado a ver muy quietas, casi aletargadas). Llegó al patio y le pareció muy grande y triste. El crepúsculo caía, e imaginó el latir diurno de los recreos, los juegos y los gritos, las corridas. También rememoró su escasa participación en todo eso, salvo cuando contradictoriamente tomaba un papel protagónico para judear -la expresión también era de su abuela- a algunos compañeros algo ingenuos; lo hacía además en otros excepcionales momentos: como cuando un mes atrás había cantado para su grupo y los liceales Only you, la canción de Los Plateros que se aprendió de memoria de tanto escucharla por radio.

Fascinado por su discurrir, no pudo sustraerse a la sorpresa de ver aparecer de pronto, como siluetas tenues surgidas de la nada, al Hermano Simón con su negra sotana y a su compañero de clase, Manceras, con su muy cuidado jopo endomingado y su pantalón bien ajustado. El dúo no podía verlo, sentado como estaba en el banco de piedra junto a la pared, en el área menos iluminada de ese patio que poco a poco se iba oscureciendo implacablemente. Pero él si los vio subir a la capilla, por la escalera exterior, y mientras lo hacían notó que el Hermano acariciaba con no disimulado deleite la espalda y el trasero del chico.

 

Sin saber cómo subió él también, y desde un rincón contempló la escena que tenía lugar junto al altar: el Hermano Simón y Manceras danzaban, desnudos... No había música, ni siquiera ruidos, y todo transcurría en medio de una atmósfera densa, agobiante, con algo de esas películas de El Gordo y El Flaco que tanto le gustaban.

Despertó bruscamente con el frío de la brisa nocturna. Comprendió que se había quedado dormido en ese rincón del patio. Asustado, y temiendo que la reja del jardín estuviera cerrada, corrió. Con alivio percibió el paso libre. Las luces de la avenida, las de autos y ómnibus, brillaban intensamente. Apresuró el paso, seguro de recibir un rezongo pues había salido apenas a dar una vuelta a la manzana y volvía una hora después.

Sin embargo tuvo suerte. Pudo entrar -subrepticio y vacilante- a la casa, donde encontró a su padre en pleno desarrollo de la infaltable discusión dominguera acerca de tácticas de fútbol con su tío y un amigo. También se alegró que su madre estuviera distraída conversando con la tía, mientras hermanos y primos -todos más pequeños- alborotaban en el fondo.

Le gustó entreverarse con ellos, tanto que a los cinco minutos ya lo rodeaban en silencio, expectantes, al tiempo que él comenzaba a inventar uno de sus cuentos terroríficos. Esta vez el monstruo inevitable tuvo nombre: Simón. Pero lo que el menudo auditorio no llegó a comprender era por qué a la princesa la bautizó Manceras, habiendo nombres tan bonitos como Blanca o Isabel.

Esa noche se durmió tarde, y en los sueños que pudo recordar se mezclaron una acuarela suya nueva que la condesa -esa vez sí- exponía con orgullo en su caserón, con Manceras transformado en niña que lo perseguía... Despertó a la mañana siguiente con dos firmes determinaciones: llegar de grande a ser pintor, y en esa misma mañana sumarse a aquellos que en el colegio le llamaban ¡Maricón!  al seguro candidato al premio de honor de la clase. 

Alejandro Michelena

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