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A 70 años del estallido de la Guerra de España

La República traicionada
Alejandro Michelena

El próximo mes de julio se cumplirán los 70 años del inicio de la rebelión militar contra la República Española, que desembocó en una cruenta guerra civil que iba a durar tres años, dejando un saldo de más de un millón de muertos. Vale la pena evocar ese acontecimiento –que fue el preludio de la Segunda Guerra Mundial–, y de paso recordar cómo repercutió  en nuestro país.

 

 

El Uruguay, en una muy amplia mayoría, apoyó con fervor a la asediada República Española. Sectores de todos los partidos –desde el Batllismo a los Blancos Independientes, de los Socialistas y Comunistas a la Unión Cívica– se sumaron al esfuerzo de apuntalar desde aquí, con actos cívicos y colectas, a la democracia en peligro en la Madre Patria. Pero no sólo las agrupaciones políticas, también los grandes diarios como El Día y El País, apoyaron decididamente al gobierno de Manuel Azaña. Los intelectuales, los escritores, los artistas, casi unánimemente se plegaron a la causa de la defensa de la libertad en la península ibérica, dando conferencias, realizando actos académicos, donando obras, con el objetivo de ayudar a la España leal. Y la sociedad civil, las organizaciones sindicales y barriales, realizaron por su parte eventos masivos de variado tipo con el objetivo de juntar dinero y ayudar así al sufrido pueblo hispánico.

 

Por cierto: sectores influyentes de la Iglesia Católica, algunos políticos herreristas y colorados independientes, diarios como La Mañana, y el propio gobierno de Gabriel Terra –que había dado el golpe de estado que lo transformó en dictador tres años antes– veían con indisimulada simpatía al bando franquista.

 

La esperanza republicana

 

En 1931 un plebiscito municipal servía de pretexto para obligar al rey Alfonso XIII a abdicar. Daba comienzo así la segunda República Española –la primera había tenido lugar casi un siglo antes– acompañada de un enorme fervor popular.

 

La novel democracia nacía cuando los españoles recién se habían liberado de la dictadura del general Primo de Rivera, propiciada por la corona y los sectores más conservadores. Una gran esperanza recorrió entonces el país de extremo a extremo, y el gobierno republicano –a cuyo frente se hallaban los mejores y más lúcidos políticos de dos generaciones– se abocó a reformas profundas que comenzaron por la Constitución (una de las más avanzadas de entonces, equiparable a la surgida algunos años antes en Querétaro, en el marco de la Revolución Mexicana), y siguieron con leyes de reforma agraria, de separación de la Iglesia y el Estado, de voto universal, de autonomías regionales, promoviendo además un clima de libertad irrestricta en materia de opiniones e ideas.

No cabe duda que en los comienzos, en medio del fervor de la instalación de la República, hubo excesos populares. Sectores inorgánicos, turbas descontroladas, en varias partes de España quemaron iglesias y conventos (siguiendo una ancestral tradición anticlerical). Esas acciones, que iban a dar argumentos a los sectores ultramontanos para rebelarse, no respondían al espíritu republicano. Por el contrario, éste –en sus mejores hombres y mujeres– se apoyaba en la vertiente liberal-krausista, que había cimentado por décadas la Institución de Libre Enseñanza como formadora de una élite notable por su lucidez. También, en todas las variantes del socialismo democrático, en los sectores clásicos de la izquierda marxista, en la tradición anarco-sindicalista, y en el social cristianismo emergente. Y no se ha estudiado suficientemente la incidencia que los ideales masónicos –en su mejor esencia– tuvieron en el sector más preclaro de la República.

 

Por una serie de errores acumulados, los sectores de derecha ganarían las siguientes elecciones por muy poco margen, formando gobierno reaccionario e intentando atrasar una vez más la sintonía de España con el mundo moderno. No lograron su propósito, y en febrero de 1936 iba a triunfar en la contienda electoral un Frente Popular encabezado por Manuel Azaña, y conformado por todo el espectro político auténticamente republicano, desde el centro a la extrema izquierda.

 

El nuevo gobierno intentará profundizar las reformas, enfatizando en la búsqueda de la justicia social y la equidad, con genuinas oportunidades para todos.

Pero la otra realidad ibérica, la que añoraba el pasado colonial y la Contrarreforma, la  defensora del orden de los privilegios hereditarios,  lamía sus heridas y esperaba su oportunidad. Y ésta llegó en julio de 1936.

 

La oscura traición de Franco

 

Francisco Franco –al igual que décadas después otro general, Augusto Pinochet en el Chile de Allende– evidenció ser un maestro del disimulo y la hipocresía, logrando que el gobierno republicano, a pesar de sospecharse de él, lo “premiara” con el cargo de gobernador de las Islas Canarias. Desde esa posición  estratégica pudo Franco tejer la conjura que llevaría al alzamiento militar.

 

Este se concretó en el mes de julio de 1936, cuando viajó a Marruecos y sublevó allí a las guarniciones, iniciándose así la cruenta Guerra Civil. Y cuando poco después, en Burgos instale su gobierno de facto, “la España de charanga y pandereta, devota de frascuelo y de María, de espíritu burlón y de alma quieta” –a decir de Antonio Machado– tuvo su por fin su líder y caudillo.

 

La rebelión, que en sus primeros días parecía iba a derribar el gobierno legítimo sin dificultades, comenzó a tener una resistencia inesperada. En Andalucía y en Galicia los conjurados entraron como de paseo. Pero Madrid, Valencia y Barcelona, revirtieron el proceso.

 

En la ciudad condal, la Generalitat de Catalunya –a cuyo frente estaba un auténtico libre pensador como Luis Companys– contó con el apoyo de los influyentes y mayoritarios sectores anarco-sindicalistas, instaurándose en la región en poco días y por más de una año una paradójica situación: una cúpula liberal-democrática en el gobierno legítimo de la Generalitat, y una base que llevaría en los hechos a un experimento inédito en el mundo: la primera gestión anarquista de gobierno.

 

En las puertas de Madrid, los sublevados se encontraron con un muro infranqueable, que recién podrían derribar en 1939. Y en el norte, en el país vasco, cuyo lehendakari era el católico José Antonio de Aguirre, se afirmaba otro de los baluartes inexpugnables con que se encontraron los alzados.

 

Un conflicto internacional

 

Fue una guerra civil, por cierto. Pero que ocultó un conflicto internacional. La Italia de Mussolini aportó varias divisiones armadas, además de pertrechos y asesoramiento a Franco. Lo mismo hizo el régimen  de Hitler, cuya aviación militar –por si fuera poco– sembró muerte y destrucción bombardeando ciudades abiertas (por primera vez en el mundo), asolando Madrid, Barcelona y Bilbao, y destruyendo Guernica, la localidad que albergaba el árbol venerado por el nacionalismo vasco.

 

Otros países, como es el caso de la Unión Soviética, prestaron  asesoramiento militar al gobierno de Madrid. Mientras que  una nación latinoamericana, la República de México, apoyó decidida y francamente al pueblo español en la dura prueba (recibiendo luego, tras la derrota, los mayores contingentes de exiliados que se habían salvado de la furia franquista).

 

Potencias europeas, como Inglaterra y Francia, propiciaron respecto al conflicto hispánico una política vergonzante de “no intervención”, coherente con el espíritu del Pacto de Munich mediante el cual le habían dado piedra libre a Hitler para seguir adelante con el rearme alemán. Los Estados Unidos fueron coherentes en la instancia con su tradición de  prescindencia ante los conflictos europeos (que sólo se había roto en el momento más dramático de la Primera Guerra Mundial, y que el episodio de Pearl Harbor haría estallar en pedazos poco después de terminada la Guerra de España).

 

Pero si los estados democráticos más influyentes dejaron librada a su suerte a la República, no así los pueblos. En muchos países surgió la iniciativa –propiciada por sectores de izquierda– de las Brigadas Internacionales. Estas se formaron con voluntarios de todos los confines.  La integraron ciudadanos anónimos, pero también nombres notorios que iban a tener en los años siguientes protagonismo, como es el caso del futuro Mariscal Josip Broz Tito, quien iba a conducir la liberación de Yugoeslavia de los nazis para después liderarla como jefe de gobierno por muchos años; o el del escritor francés André Malraux, quien aparte de escribir una brillante novela a partir de su experiencia como combatiente en España, llegaría Ministro de Cultura de Francia bajo el gobierno del general Charles de Gaulle.

 

¡Viva la muerte!

 

Con la entrada de las tropas sublevadas en Madrid y Barcelona daba término, en 1939, la terrible Guerra Civil. Comenzaba una larga noche que iba a durar cuarenta años. Una dictadura totalitaria en torno al “caudillo por la gracia de Dios”, Francisco Franco. Se extendía además, a toda la península, la venganza contra los vencidos, que dejó varias decenas de miles de fusilados, y miles de presos en las peores condiciones.

 

Un episodio bien significativo sobre la índole brutal del régimen que se iniciaba, la dio el incidente que tuvo lugar en la tradicional Universidad de Salamanca. Su rector era el célebre pensador don Miguel de Unamuno, que si bien no había apoyado a los sublevados observaba la política republicana con escepticismo, coherente con su filosofía del “sentimiento trágico de la vida”. Ya instalado el franquismo, en un acto académico presidido por Unamuno, el general Millán de Astray –uno de los más influyentes entre los hombres del régimen– luciendo su camisa parda y haciendo el saludo fascista gritó en medio del augusto recinto su morbosa consigna, “¡Viva la muerte!”, recibiendo de parte del gran Rector de Salamanca la respuesta merecida que terminaba con aquel profético: “Venceréis, pero no convenceréis”. Miguel de Unamuno, en prisión domiciliaria, iba a terminar sus días poco después.

Alejandro Michelena
Este artículo apareció en el periódico Periscopio , en el número correspondiente al mes de abril de 2006.

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