Cuando sólo era preciso que estuvieras

“No”, dijiste.

Levantas el pocillo de café y ves que una ligera hebra de luz destaca las venas de tu mano. Afuera, unos niños alborotan la tarde, corren, aplastan las hojas castañas que la brisa intenta mover.

Sientes la herida de la cautelosa tibieza del sol que traspasa el ventanal, dejas el pocillo y miras tu mano egoísta.

“No”. Una satisfacción nerviosa apenas atravesó entonces la toga impermeable a los sentimientos, esa fría capa con que sueles impedir la explosión desmañada de tus emociones: la justicia primó sobre la misericordia, la razón sobre el alma.

Terminas también este café. Alejas los pocillos y vasos sobre la mesa y extiendes tus manos para recibir los últimos arañazos del sol.

Al otro día ella no vino a tu lado en busca de un resquicio para penetrar en ti y amansarte, como siempre. Fue la primera noche en que no dormiste a su lado. La única.

Después vino todo lo demás: la desesperación, el refugio en la adormecida latencia de los recuerdos, los versos más tristes, levemente corregidos, dichos en soledad ante el cajón abierto.

Cuando todo hubo pasado se instaló la ausencia, llenándolo todo menos ese resquicio de tu interior que guardó para sí, en propiedad, la culpa.     

Tus manos están frías. Piensas en ella. No estuviste a su lado cuando más lo precisó y ahora no está contigo. Tampoco tuviste su mano entre las tuyas, tibias, para que pudiera aferrarse a ellas o al menos supiera que estabas allí entonces, cuando sólo era preciso que estuvieras. 

Lo peor es que su ausencia dejó de ser un desgarrado alarido que anulaba las tonalidades, una percepción continua en todos los espacios. Empezó a desflecarse de a poquito, a hacerse casi transparente y transformarse en una constante compañía que ya no abruma, ni tan siquiera incide casi en tu hacer cotidiano y sólo se refleja, de tanto en tanto, en recuerdos que buscas, cuidadosamente, entre los que puedan confortarte.

La culpa atenazó ese pedazo íntimo y has aprendido a convivir con ella. Ahora la necesitas.  “Siempre estarás conmigo”, parece que te dice.

Llamas al mozo, pagas, te levantas. Ya se han ido los niños de la calle. Todo se prepara para esperar la noche. Cruzas la puerta y te vas.

Camina tranquilo. “La vida continúa” – te dijeron entonces. Tu vida continúa. Pensarás en la verdadera dimensión de las cosas. 

Domingo Mendívil 
Cuando sólo era preciso que estuvieras
Editorial Artemisa

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