La playa

 
Ya desde Belvedere el ómnibus venia lleno, algunos dormían, otros se miraban con los ojos encapotados por el calor.
En medio del pasillo, el guarda era un flaco mojado y loco, en cambio el conductor tenía el aplomo que da ser español y propietario.
Sentados, con una sombrilla entre sus piernas, Ana y Eduardo iban a Malvín.
El azul del mar calmó los nervios; el guarda sentado en su despacho miraba a todos con rencor, el conductor seguía con su señorío..
Al llegar al destino, atrás de los dos, bajaron cuatro muchachos haciendo picar una pelota de goma.
Uno de ellos gritó al guarda:
—¡Flaco!... ¿no te bañas?
—Anda a...
—¿A qué hora largas? le gritó otro.
—¡Decímelo arriba!... mal educado.
—No ..., arriba hace mucho calor, esclavo.
—¡Calíate! ¡Atorrante!...
La arena era un suplicio.
En medio de él colocaron la sombrilla, los dos cuerpos se pusieron de acuerdo para evitar el sol y quererse.
Siempre algún ojo de uno podía mirar la cara del otro, las manos quedaron sueltas para poder acariciar un brazo o jugar con cabellos de arena.
Durante toda la tarde fueron dos cuerpos que se terminaban en la intimidad de una sombra.
De lejos, venían gritos de heladeros, hombres que claman por los cuarenta grados, para comer y agrietarse los pies, también el murmullo de familias numerosas, que miraban a las parejas con el escepticismo de lo conocido o el ruido de niños, que son más adolescentes que impúberes, que van a la cama con el agotamiento del fútbol jugado en la arena y el recuerdo de algún muslo quemado y distante.
Cerca de ellos, un gordo, con el pelo mojado, succionaba una bombilla sentado en una banqueta de lona, abajo, su esposa, con su mano derecha le alcanzaba periódicamente bizcochos, mientras que con la izquierda sostenía la cabecita de un niño desnudo que buscaba la vida de su seno.
La costa era una vereda mojada, por donde caminaban arrogantes y desnudas, mujeres, que, algún día, pueden ser degolladas por un hombre, que abajo de una sombrilla, come una milanesa mientras la patrona se moja las varices en la orilla.
Por esa costa llegó un aire fresco, regalo del mar que alivia y entristece.
Las escaleras empezaron a vaciar la playa.
Es la hora que algunos llegan; solos y asépticos, sensibles a toda injusticia, eruditos y didácticos teóricos de la problemática social son alérgicos a la gente.
Ana y Eduardo sentados en el muro, se sacaban la arena de los pies.
—¿Vamos a tomar algo?
—Como quieras, querido.
Optaron por el Rodelú, por el atractivo que ejercieron desde la época de niño, las gorras blancas de los pizzeros.
—¿Cómo estás?
—Muy bien... ¿y tú?
—Feliz.
El domingo que viene venimos.
—Sí, como tu quieras.
—Podemos ir a una playa más cerca.
—¿Por qué?
—Fíjate las colas para tomar ómnibus.
—No importa...
—Yo decía por ti.
—Mejor ... así estamos más tiempo juntos.

Los globos
Carlos Mendive
Acali Editorial - Montevideo 1979

Ir a índice de Humor

Ir a índice de Mendive, Carlos

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio