La Divina Andrea

 

Punta del Este a las tres de la mañana.

En Avenida Gorlero cuatro mujeres con sus chales tomaban té con leche y comían masas secas.         

Habían hecho una operación en el Banco de Crédito para alquilar un apartamento por enero.

Estaban descansadas, quemadas, habían visitado las Grutas, el barrio del Golf, adquirieron souvenirs en Casa Pueblo, observaron, a través del tejido, jugar al tenis en el Club del Médano, alguna hasta arriesgó una línea en el Casino del Nógaro.

Siempre terminaban en la misma mesa, con sus tés y masas secas.

Cuando apagaban la luz del apartamento, las cuatro almohadas, en silencio, empezaban a cuestionar el veraneo; hacía ya quince días que estaban y habían visto demasiada gente comiendo pizza y tomando helados.

Todavía no habían conocido a ninguno de los patriarcas de la Península, personajes que se han recluido en sus mansiones porque la gente desconocida se ha mezclado con la conocida.

Los argentinos, con quienes se habían relacionado, hablaban más de fútbol que los compañeros de la oficina.

En un caluroso medio día, vieron salir del Quijote a una flaca de bikini negro y capelina blanca, llevando en su mano una botella de Chivas Regal, en la otra Senderos de Liv Ullmann; arriba, en el arco de sus cejas, la distancia del Barrio Norte; subió a su Peugeot y se perdió en la primera transversal.

—¡Qué rica!

—Más que linda, distinguida.

—¡Pero que odiosa!'

—Estas, cuando las tratas son las más simpáticas.

—¿Donde se meterá está gente?

—Tienen palacios con piscina.

—Además, clubs privados.

—Así da gusto veranear.

—Bueno che...! cada uno de acuerdo...

—¡Ah sí!,.. por supuesto.

—Esos argentinos que conocimos son gente muy bien.

—¡Cállate! una mersa impresentable...

También hubieren querido saber como son esos hombres y mujeres que asechan la noche; seres que se levantan a las diez de la siesta y con un teléfono en la mano empiezan a hurgar la manera de meterse en ese tiempo negro e ineludible con ritmo a fichas, sexo y bossa nova.

Una noche camino al Vitral las vi a las cuatro con sus tés y masas secas.

En ese instante dos adolescentes pasaron volando arriba de una moto, las cuatro se quedaron mirando el cabello al viento de esa niña rubia que iba a mezclarse con la arena y la espuma del mar.

Cuando pasé frente al Casino sentí el ruido de la huesos y el canto de sirena de los talladores; pude seguir porque me hice la formal promesa de volver más tarde.

Mientras bajaba los escalones verdes del Vitral empecé a escuchar el murmullo de la noche, sonido pagano para el que no admite entrar, recurso para el que conquistó a todas sus mujeres apelando al humo y a la confusión, melodía agradable para cuando se tienen dos ojos con quien dialogar.

El salón rebosaba de gente.

En una mesa cerca de la entrada, un grupo de amigos retribuía una paella a un pelado gordo y colorado.

Alguien se paró, con un whisky en la mano, para invitarme a la mesa.

—No... te agradezco, no conozco al señor.

—Sentáte, es macanudo.

—Es que vine a tomar una copa..., me voy enseguida.

—Arrímate..., es flor de tipo, es muy divertido..,,es el dueño de medio Entre Ríos.

—Pero viejo..., como no va ser divertido..., los divertidos somos nosotros que trabajamos sin red.

—¿Vos también trabajas en la pesca?  

—No..., en el trapecio.                      

Doblé por el mostrador para sentarme frente al piano, cerca mío vi a dos amigos conversando con una mujer, uno de ellos me llamó:

—Acercate, Carlitos.

—Que tal viejo.

—Aquí lo ves..., tomando algo... ¿conoces a la Divina Andrea?

—No.

—Es el travesti brasilero que hace el show en San Rafael.

—Mucho gusto.

—Brigado.

—Andrea... ¿no conoces a Mendive?            

—Verda que no...                              

—Este escribe..., es flor de careta.                

—¡Qui ben!

—A ver si le regalás un libro a Andrea.

—Mais eu quero con tua firma eu...

—Este lo único que firma son vales.

—En verda que tenés carota de literato.

—De ladrón tiene cara.

—Qui cosa de decir, voce.

Andrea era un rostro alargado con facciones de equino y de mujer, su escote de adolescente era sostenido por dos hombros obstinadamente masculinos.

Tomé la copa, y sólo, me senté en una mesa.

En un momento desde el piano se escuchó un tango, un muchacho porteño, imitando a Rivero, recitó a Discépolo.

Por un momento, al menos, la noche encontró su ética.

Cuando me paré para irme, vi solo en el mostrador, a un viejo conocido.

—¡Querido!..., tanto tiempo!..., tómate una copa conmigo.

—No, me voy.

—¡No me hagas eso!..., tengo el gusto de invitarte..., a ver mozo...

—Es que me tengo que ir.

—¡Quedate!.., que te quiero preguntar algo.

—Bueno sí..., pedí un whisky... ¿qué te pasa?

—¿Decime una cosa?..., esta Andrea..., que yo te vi hablando con ella... ¿sale?

—Yo que se.

—¿No sabes nada?

—No, no se... me la presentaron unos amigos.

—Sí, ya vi..., pero quiero que me digas una cosa...

—Pero escúchame... ¿vos sabes que es un travesti?

—Seguro que se...

—¡Estás loco entonces!

—¡Pero Carlitos querido!... ¿no es una linda mujer?

Los globos
Carlos Mendive
Acali Editorial - Montevideo 1979

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