Julián

 
Se sincronizó un juego de timbres y puertas de hierro para que de una señorial puerta de madera salieran hacia la calle dos directores de banco.
Tomaron 25 de Mayo hasta Solís, sus autos estaban estacionados en esa calle, camino recorrido todos los viernes por los creyentes de Nuestro Señor de la Paciencia.
Los vehículos alineados a ambos lados de las veredas solo dejaban un angosto corredor, donde Julián, con su guardapolvo gris y su cara marrón, organizaba el estacionamiento; atrás de él, descansando en la bahía, se veía la chimenea de un barco italiano.
Los coches de ambos directivos estaban ubicados uno atrás del otro, adheridos al cordón de la acera derecha.
Al llegar a sus modelos terminaron la conversación iniciada al traspasar la maciza puerta; fue un diálogo pudoroso y bajo que recorrió un trozo de Ciudad Vieja, un murmullo temeroso de revelar a sus paredes y criaturas, cosas ya solidificadas en el acta que acababan de rubricar.
Los dos en el volante esperaban la señal de Julián para arrancar.
-Dele, dele, ahora..., indicó al conductor, haciendo un gesto redondo de mano izquierda.
Cuando el auto salió de la fila se escuchó una frenada de una camioneta que bajaba por Solís; Julián con su pucho en la boca no se inmutó, con la mano derecha, sosteniendo un diario, hizo señas al conductor de la camioneta que se detuviera mientras la izquierda seguía girando para indicarle al director que podía salir.
-Dele, dele..., doctor.
El doctor al dar marcha atrás tocó el Peugeot de su colega, que elegante y sobrio apretó su bocina.
Ya el auto tenía medio cuerpo afuera, Julián seguía como la estatua de La Libertad, el corredor era una fila de coches, una neurosis de hombres apretados por el acero, el ruido de las bocinas y el zumbido de los cheques diferidos.
Cuando el director se desprendió de la vereda, tanteó su chaleco y advirtió que no tenía monedas, solo quedaban dos de a peso.
Al pasar frente a la mano de Julián, sacó la cabeza por la ventanilla para decirle:
-Perdone..., no tengo cambio..., dígale a él, que le de lo mío.
Cuando los autos se encontraron en la paz de la rambla, sus conductores se hablaron a la distancia.
-¿Te toqué fuerte?
-No.., un golpe solamente.
-Es que el cuidador estaba bebido.
-Sí, ya me di cuenta.
- ¡Es una vergüenza!
-¿Sabes lo que toman?
-No.
-¡Vino!
- ¡Qué horrible!

Los globos
Carlos Mendive
Acali Editorial - Montevideo 1979

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