Guitarreando
Carlos Mendive

La había conocido en una guitarreada en lo de Antuña. Más que tocar bien, cantaba con gracia, de su boca grande y rosada, venía lo mejor de Doña Flor y sus Dos Maridos.

Con un vaso de vino en la mano la observaba.

Sentada, al borde de un sillón de pana verde, apoyaba en sus vaqueros la guitarra. Los dedos de su mano derecha no eran pretenciosos, daban un ritmo conocido, comercial, pegadizo, divertido; los de su izquierda, cuando dejaban de tocar, aspiraban un cigarrillo con desenfado y seguridad, matices maduros de la coquetería.

Paulatinamente empezó a experimentar sensaciones posesivas, le molestaba que le sonriera a un rubio de barba que, sentado en la alfombra con las piernas cruzadas, le alcanzara el vaso de vino cuando ella terminaba una canción, ni admitía que Pedro, cada vez que pasaba por detrás del sillón, le desordenara su pelo rubio.

Cuando escuchó que uno de esos tipos, que siempre tuvieron mujeres y nunca amigos, pedirle que tocara lo que a él le gustaba, se sintió mal.

Inexplicablemente mal, si no la conocía, ni tampoco ella a él.

Durante el tiempo que ella cantó la zamba solicitada, no cesó de mirar a su contrincante. Ahí advirtió que la indiferencia más que una técnica, es un sentimiento.

Cada vez le atraía más, esa noche con ella, debía terminar su peregrinaje.

No quería más aburrirse de sí mismo, escuchándose decir siempre las mismas cosas, ni despertarse en su cama con la boca agrietada por las copas y una amnesia donde siempre se movía una mujer que moría cada noche.

Fue la primera vez que no relacionó los vaqueros al erotismo.

Sólo quería tomar un café juntos para sentir sus manos.

En un momento, Adriana, después de tomar un poco de vino, se dirigió a él.

—Tú... ¿cómo te llamas?

—¿Yo?

—Sí ...tú?

—Fernando.

—Fernando... ¿qué querés que cante?

—Y este...

—Decime, decime...

—Bueno..., algo brasilero.

—Pero...¿qué?

—Este..., Bahía.

—¡Ay, qué aburrido!

Carlos Mendive
Los Globos

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