Los gerentes

 
Raúl observaba su portafolio mientras desayunaba en Rivera y Soca.
Recostado a las patas de una silla, parecía un perro. Fiel y silencioso lo veía planificar el día en una hoja de block.
Costumbre que, al menos, organiza la angustia.
En la parte superior de la hoja, la fecha; abajo, el camino a recorrer.
Un trayecto poblado de bancos.
Posadas de mármol donde viven seres que se llaman gerentes.
Jerarcas de quienes todos pretenden su inicial, ese garabato querido y pretencioso, ese signo simpático que los desamparados lo asimilan al oxígeno y los poderosos a la lógica.
Permiso que el capital ha colocado en los dedos de estos hombres, para que los hombres sigan creyendo en él, última concesión que hace la computadora a la bondad de los individuos.
Todo el que entra a su despacho pierde algo de su dignidad, o aumenta sus vacas o disminuye sus mujeres.
Abajo del nombre del último banco, Raúl empezó a planificar las utopías.
Lo primordial era ver a un señor, amigo de un tío suyo, para conectarlo con una inmobiliaria que tiene interés en destruir su casa en Pocitos.
Después ir al Correo para ver si llegó la carta de Londres donde le confirmarían la representación de unas sábanas de papel.
Cuando vio que eran las once, pidió una caña.
Sabía que era una debilidad, una dispersión, un aceite sin dignidad, pero también sabía que la segunda iba a mitigar la culpa, la tercera lo dignificaría y la cuarta lo confundiría con la inicial del gerente.
Cuando pagó sus cinco copas, en su boca no había dudas, todo estaba allí perfumado y anestesiado.
Tomó un sorbo de agua y salió caminando hasta la parada de taxis. En ese momento sintió que de un auto lo llamaban con su bocina.
-Olmedo... ¿Va para el Centro?
-Sí..., si.
Era el gerente al cual hacía tres días le había entregado la solicitud de préstamo.
-¿Qué dice el hombre?
-Aquí lo ve..., iba a tomar un auto.
¿Trabajando?
Sí, voy para el escritorio.
Sabe que aquello no salió.
-¿Cómo?
-Sí..., estamos pasados en las colocaciones.
-Pero..., usted...
-Sí, yo le había dicho, pero no podemos..., el Banco Central nos controla diariamente...¿a usted se le complica mucho?
-No...
-Véame más adelante...
-No se preocupe.
Desde allí viajaron en silencio.
Durante todo el trayecto, Raúl le pidió a la caña que desenterrara sus miserias. Dos cuadras antes de bajar, ya jugaba con una.
Por eso al detenerse el auto, en 18 de Julio y Yí, lo llamó por el nombre que lo iba a despedir el Directorio el día que se jubilara.
-Bueno ..., Don José..., muchas gracias.

Los globos
Carlos Mendive
Acali Editorial - Montevideo 1979

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