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Yo, que no sembré los vientos...

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

“Quien siembra vientos, cosecha tempestades”.(Refrán popular)

 

I-

Todo el tiempo que aguardó en la oficina estuvo murmurando la misma canción que había molido interminablemente en sus ocho años de cárcel. Los guardias, habituados a ello, ya no prestaban atención; pero el oficinista que tecleaba los formularios se interrumpió dos veces para mirarlo.

El hombre no cantaba en realidad: trituraba entre los dientes dos únicas líneas de una vieja cantiga sertaneja aprendida en la infancia, quién sabe cuándo;

                     ...Sao Joao está dormindo,

                       nao acorda, nao... (*)

Canturreaba sin descanso, cada vez más rápido, en un sonsonete que ponía los pelos de punta a quien no estuviese acostumbrado a oírlo.

Interrumpió su letanía para responder, en lenguaje pobre y de fuerte acento fronterizo, pero con perfecta educación, las preguntas del escribiente.

Le entregaron sus cosas: unas piezas de ropa, los documentos, algo de dinero ganado con trabajos manuales en la propia cárcel.

Cuando se fue, empecinado en su canturreo, arrastrando las alpargatas y con la barbilla casi tocando el pecho, el escribiente se llevó un dedo a la sien haciendo una muda pregunta al guardiacárcel que lo había traído. Éste se encogió de hombros.

-Y yo qué sé. Hace ocho años que está guardado. Siempre fue así.

-Parece un infeliz-, comentó el mecanógrafo mirando con pena la puerta de salida como si el hombre todavía estuviera allí.

-Ni tanto, compadre. Nadie está aquí por bueno. Salvo nosotros, claro-rió de su propio chiste. Un policía medio dormido acompañó la risa del bromista, pero el de la máquina seguía serio. Para defenderse de la tácita reprobación de esa seriedad, el guardia aclaró con voz seca:

-Mató un gurí de catorce años. Le dio seis tiros mientras dormía. Un hijo de su mujer, que él mismo crió de chico.

Al mecanógrafo se le agrandaron los ojos detrás de los lentes.

-¡Bárbaro! ¿Y por qué?

-Nadie supo.

(*) ...San Juan está durmiendo/no lo despiertes...

Vieja canción popular brasileña habitual en las fiestas de junio de San Juan.

II-

La clara amplitud de la plaza luego de la oficina penumbrosa y opresiva lo deslumbró hasta hacerle interrumpir su canturreo. Alzó los ojos y parpadeó varias veces. Después de ocho años de recorrer y conocer cada ladrillo y cada hierba del patio de la cárcel, el mundo le parecía una enormidad aplastante, interminable, vagamente aterradora.

Miró la calle que ahora podía recorrer sin trabas, y la larga costumbre de los pasos contados lo sujetó inconcientemente. Avanzó unos metros y se sentó en uno de los bancos de madera, con su atado entre las piernas. El sol y el silencio de las dos de la tarde lo llenaron de un vacío luminoso y sin pensamientos.

Pero los pensamientos empezaban a aparecer. Insidiosos, como serpientes cautas asomando sus cabezas desde los rincones de su conciencia.

Los conjuró de la única forma que sabía. La cantiga reapareció, mecánica, irritante, como un disco rayado:

                            ...Sao Joao está dormindo,

                                nao acorda,nao...

Una y otra vez, cada vez más rápido.

Las serpientes-pensamientos se replegaban. Recuperó el vacío indoloro.

III-

El mecanógrafo se secó aparatosamente la transpiración, se quitó la corbata con aire de quien está al cabo de sus fuerzas, la guardó en el bolsillo. Recién entonces se dio por enterado de la presencia femenina causante de todo aquel despliegue, sentada a una mesita de la cafetería. Volvió a secarse la cara, y cuando el mozo se acercó, pidió aspirinas, en voz innecesariamente alta, y volvió a secar una transpiración inexistente. Le pareció que estaba exagerando un poco, pero se tragó los escrúpulos; al final, si un mecanógrafo de veinte años y sueldo mísero quiere impresionar a una compañera quince años mayor, tiene que apelar al instinto maternal. Así por lo menos le había enseñado Aníbal, que tenía una liga impresionante.

El instinto maternal de la mujer no pareció muy conmovido sin embargo, porque le echó una ojeada indiferente, saludó con un cabeceo y siguió tomando su jugo.

Entonces él recordó la historia reciente del guardiacárcel. Además de maternales, las mujeres mayores son morbosas. Eso también había aprendido de Aníbal. Se sentó a la misma mesa  y como nadie le pusiera objeciones, empezó su relato.

-Las cosas que se ven en esta oficina, Myriam...

Empezó a contarle. Ella picó. Él anotó mentalmente que le debía una cerveza a Aníbal, y entusiasmado por la atención de la mujer, narró en quinientas palabras lo que podía resumirse en estas líneas:

El hombre libertado esa tarde era de Yacaré-Cururú, un caserío crecido a la sombra de las estancias. Parecía un viejo, pero su ficha confirmaba que tenía cuarenta y ocho años. Tenía una compañera a la que se había unido teniendo ella un hijo natural de unos dos o tres años.

El casal vivía pacíficamente, y los vecinos concordaban en describir al sujeto como un hombre trabajador, buen esquilador, pocaprosa, algo aficionado a la caña pero no como para ser considerado un borrachín. Todos, incluyendo los guardiacárceles que lo habían visto durante los últimos ocho años, convenían en que era de genio tranquilo, nada propenso a buscar altercados. Había criado al hijastro sin excesivas demostraciones de afecto, pero con responsabilidad de padre, y jamás se le había visto ser brutal con el niño, ni siquiera de palabra.

Pero una noche, volviendo de una caminata  que había durado casi hasta el amanecer, entró a la casa mientras la mujer y el chico dormían. Buscó el revólver en el desvencijado mueble del dormitorio, y allegándose al catre tendido en la cocina donde estaba el muchacho, le vació el cargador encima.

No intentó huir, no presentó resistencia alguna cuando los vecinos lo detuvieron, no alegó nada en su defensa. Se dejó prender, enjuiciar y encarcelar sin abrir la boca más que para responder  preguntas formales, como edad y ocupación. No le sacaron una palabra más. Pasó a revisión médica, pero fue dado de alta: el hombre no estaba loco.

Los primeros días- había contado el guardiacárcel-, no comía, no hablaba, casi no se movía del rincón de la celda donde permanecía horas y horas con la vista fija en el vacío. Un día, como al tercero, le oyeron murmurar algo. Enseguida prestaron oídos, pero él no respondía ninguna pregunta. Y tampoco hablaba, en realidad: Cantaba. Una canción brasileña, siempre la misma y solo un pedacito, monocorde, continuado. Pero ese día comió.

Se adaptó a la rutina de la cárcel. Hacía trabajos manuales. Reparaba aperos, maneas. Hablaba, muy poco al principio, pero con fluidez normal a medida que iba pasando el tiempo. Siempre de maneras pacíficas, sin asomo de agresividad. A veces hablaba portugués cerrado, que los policías fronterizos comprendían sin esfuerzo. Solía hablar cosas del campo, del trabajo, de las esquilas. Hasta le oyeron en alguna contada ocasión, reírse al terminar un cuento galponero, con una risa rotunda y fuerte. Una risa de hombre bueno.

Nunca preguntó por la suerte que le esperaba, ni por la mujer, nada. Parecía haber olvidado que existía un mundo exterior. Parecía haber olvidado por qué estaba allí.

Algunos días recaía en su ensimismamiento, los ojos fijos en el vacío.

Pero-el guardiacárcel era observador-, no parecía remordido ni apenado, ni furioso. Era otra cosa. Como si estuviera preguntando algo  en silencio, sabe Dios a quién. Sí, eso era, decía el carcelero. Como si estuviera haciendo una pregunta que no traducía en palabras.

-...y nunca supieron por qué disparó al chiquilín, Myriam-, terminó el mecanógrafo- Esta tarde salió. Dios sabe adónde habrá ido. Iba cantando entre dientes.

IV

Iba cantando entre dientes, ya con lentitud. Las serpientes de su cabeza habían huido. Recordó vagamente las señas que le dieran de un sitio donde podría encontrar trabajo, pero no llegó a completar el movimiento de buscarlas en el bolsillo. Volvió a sentarse, ahora sobre el césped. Miró el entramado de la hierba con una especie de fascinación. El verde le entró por los ojos, lo llevó lejos de allí. Lejos, a Yacaré*...Allá el verde relumbrando al sol era también violento, penetraba en uno y lo dejaba quieto, quieto...

Algo entró entonces en su campo de visión. Una mujer surgió en la esquina  y empezó a acercarse. Era aún joven, de traza modesta, sencilla y vulgar. Equilibraba en la cabeza un atado de ropa, ayudándose apenas con una mano, y eso daba a su paso una lentitud medida y cadenciosa. Bajo el atado, la crencha lisa y negra, con algunos hilos blancos, se anudaba sencillamente en la nuca con un listón de cinta, evidente sobrante de la que bordeaba en doble vuelta la falda azul oscuro. Una blusa ligera dejaba ver los brazos y los hombros oscurecidos de sol. Cuando estuvo más cerca, él le vio las manos, rojas y fuertes, las líneas junto a los ojos que desmentían la juventud aparentada por el  cuerpo, los ojos entrecerrados para defenderse del reflejo agobiante de la luz.

El impecable aliño de la mujer, la juventud llameando en un último fulgor como una vela que se termina, las huellas de pobreza y de trabajo, le trajeron el recuerdo de Rosario. Pensó que no veía una mujer en años, no sabía bien cuántos. Pensar en Rosario no dolía. Con la vista clavada en la lavandera, se adentró en ese rincón de su memoria como en aguas seguras y conocidas.

Rosario era así. Las manos rojas y ásperas, siempre limpísimas y rugosas del agua. Tenía esa musculatura firme y tersa en el cuello, caminaba así derecha, por la costumbre de equilibrar ropa en la cabeza. Y la piel así curtida de sol, y ese aire ausente. Solo que Rosario era más joven...

(Yacaré: nombre de una pequeña villa norteña, próxima a Artigas.)

Después se le ocurrió que no. Era más joven cuando dejó de verla, hacía siglos. Se dio cuenta de que pensaba en su mujer sin dolor y sin deseo de volver. La idea lo inquietó tanto que se levantó del césped. Las serpientes volvían a asomar sus cabezas.

Vio a la desconocida desaparecer en la otra esquina, un último vuelo azul de la falda.

Caminó por la plaza  cantando otra vez, tratando de aferrarse a los pensamientos sin filo.

Rosario tenía una falda amplia como esa...El día que se juntaron ella lo esperó en el río. Le preguntó si quería que le lavara la ropa. Él dijo que no tenía para pagarle, y era cierto; era la mala época, la inmediatamente anterior a la esquila. Ella se arrimó y dijo que no importaba, eso tenía arreglo, se acomodó la crencha de pelo renegrido, en el gesto inmemorial de la mujer recordándole sin palabras al varón su feminidad.

Las serpientes de nuevo. Aquel deseo de abandonarse en brazos de  alguien, de dejarse mecer, amparar, y a la vez, el fuerte impulso de dar media vuelta y salir corriendo...La cancioncilla mil veces  triturada subió de tono, aumentó la velocidad. Sao Joao está dormindo/nao acorda…

La desconocida se había ido. Rosario empezó a irse también. Las serpientes se replegaban.

Hasta pudo recordar a Jesús. A Jesús chiquito, mirándole con ojos muy abiertos cuando llegaron al rancho*. Tenía los mocos colgando. La madre fue a limpiarlo, pero él se adelantó.

-Así no andan los hombres, mi amigo.

Le lavó la cara con el agua de una palangana dejada sobre una silla, a la sombra de la enramada Después, volviéndose a Rosario le dijo, señalando la ropa raída del niño:

-En esta esquila habrá que comprarle otra muda...

Con esto quedó sellado el contrato de convivencia.

A Jesús chiquito sí podía recordarlo. Nunca lo llamó papá, sino Berto, como oía decir a la madre. Y él lo llamaba “mi amigo”. Habían sido eso, amigos. Amigos distantes, pero amigos. No lo amaba-Berto se daba cuenta de ello-, pero tampoco le rechazaba ni temía. A veces iba a buscarlo al boliche*, mandado por la madre. El hijo de padre desconocido pasó sin más a ser “el gurí del Berto”.De vez en cuando conversaban. Él le contaba historias de salamancas y aparecidos. Iban al río a mojarrear (*) Él le hizo un anzuelito. Jesús era chico. Y extrañamente hermoso. Podía recordar su belleza de niño,; moreno de sol, pelo renegrido como la madre, una delicadeza de muñeca en las facciones, aquellos increíbles ojos gris-azules  que parecían sacados de otra persona y colocados en la carita oscura, herencia tal vez del desconocido padre. Podía-hasta ahí todavía podía-, recordar la figurita flaca y embarrada metida en el agua hasta la media pierna.

En las esquilas siguientes, Jesús fue creciendo. Iban como siempre al río. Se quedaban en silencio. A la tardecita, juntaban las cosas y antes de irse el muchachito se metía al agua y nadaba unas pocas brazadas, para limpiarse del barro.

El cuerpo cobrizo se estiró, delineó en suaves curvas el torneado de las piernas, rellenó la delgadez infantil del pecho y los brazos.

Un día al volver de una esquila le quedó chico el vaquero que le había traído. Jesús rió. Solo eso, rió. Pero Berto sentía todavía  aquella cosa, aquel calor que no tenía por qué estar allí...Aquella risa. No era ya risa de niño. No era ya voz de niño.

-Erró fiero, compadre*...-había bromeado el chico.

La tela azul ciñendo exageradamente las caderas estrechas, las manos luchando sobre el vientre terso, sin poder cerrar el pantalón. Recién advirtió que el chico tenía bozo, que había cambiado de voz.

El río de recuerdos empezaba a arremolinarse peligrosamente. Empezó a cantar de nuevo, entrecerrando los ojos, enroscando con fuerza la mano en una mata de hierbas duras. Una pareja de muchachitos cruzó y lo miró con cierto temor curioso.

-Está borracho, me parece- susurró la chica arrimándose al compañero.

-Dejá nomás, si te llega a decir algo...-se engalló el galancito, pero no terminó la bravata. Los adolescentes apuraron el paso. El hombre los miró con gratitud. Los chicos habían ausentado por un momento a las serpientes. Pero ya no podría detenerlas. Los chiquilines se alejaban y los pensamientos estaban otra vez ahí.

Había empezado a rehuir a Jesús. No lo maltrataba, pero le hablaba con aspereza, como para que no prosperara la conversación. No volvieron a salir de pesca. Pero cada tarde, cuando el muchacho se bañaba en la laguna, él...

Enterró la cabeza entre las manos.

¡Quería ver que no le pasara nada, eso era, el gurí era un “arrancao verde”, había que andarlo vigilando...! ¡Por eso iba, por eso...!

El canturreo subió en un crescendo angustioso.

Aquel día Jesús se desvistió el trapo de ropa interior. Estaba solo. O creía. Escondido entre los molles, Berto lo observaba. Toda la belleza primitiva, recién florecida, del adolescente, emergió del agua. Le había crecido vello entre las piernas. Los movimientos, llenos de inconciente gracia como los de un ciervo joven, no tenían nada que ver con el Jesús de mocos caídos que mojarreaba con el anzuelito.

Con los ojos cerrados, en cuclillas sobre el césped de la plaza, sollozó frenéticamente la cancioncilla desgastada, demencial.

Jesús desnudo en el agua, maligno en su belleza, y a la vez inocente en su maldad. Jesús con las largas pestañas cuajadas de gotas, el cobre bruñido del cuerpo relumbrando con el agua.

-...nao acorda, nao...-suplicaba desgarradamente el hombre a sus recuerdos.

Pero las serpientes ya no obedecían al conjuro. Aquella cosa creciendo en él, como si le brotaran hongos venenosos en la sangre, en el vientre, aquel bulto oculto por lo holgado de la bombacha, pero del que tenía tan dolorosa conciencia   que llevó sin querer la mano al sitio.

Las ramas del molle lo arañaron. Tuvo conciencia de que se había movido violentamente. Incrédulo, negándoselo hasta al fin, tocó con los dedos la mancha gelatinosa. No, no era eso, no era...Pero sentía la húmeda corriente sobre las piernas. La mancha húmeda estaba ahí, quemante, increíble, inconfesable aún para sí mismo. Huyó perseguido por todos los demonios del infierno. Las ramas bajas lo castigaron con sus durezas punzantes. Caminó hasta perderse en un agotamiento que le vació la mente.

Esa noche, sobre la madrugada, entró a la casa y lo hizo. Cerró los ojos al tirar. No por el horror de lo que hacía, sino por un desesperado miedo de volver a mirar a Jesús.

Una mano lo sacudía suavemente por el hombro. Alguien le hablaba.

-Venga, hombre, que le anda pasando...-

Asombrado, se dio cuenta de que un grupo de personas lo rodeaba. Siguió dócilmente al hombre de túnica que lo hizo subir a un automóvil blanco con cruces rojas.

-Nao acorda, nao...-murmuró por última vez a las serpientes que lo estrangulaban.

 

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

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