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Final de cuento

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

Pronto serán las siete y Leonel llegará con su puntualidad inglesa cuando estén dando las campanadas. Dejará su sombrero en el perchero y me besará distraídamente. Luego nos quedaremos en silencio, evitando mirarnos.

Yo ya no deseo ver a Leonel, aunque a pocas personas quiero más.

Él tampoco quiere verme, aunque sé que paga mi viejo afecto con la misma moneda. Pero nos une algo más fuerte que el amor, la amistad o la costumbre: un lazo de horror cómplice que solo se romperá con la muerte.

Hace más de treinta años que conozco a Leonel. Nos puso en contacto la afición de escribir. Cuando nos hicimos viejos y nos quedamos solos con nuestro aburrimiento de jubilados padres de hijos adultos, empezamos a reunirnos todas las noches. Escribimos muchas cosas en conjunto.

Fue en una de esas veladas, cuando el mundo se circunscribía gozosamente al escritorio lleno de papeles. Este escritorio donde ahora nos sentaremos a rumiar nuestro desconcierto, nuestra culpa. Sin fuerzas para recomponer los fragmentos de la realidad que se nos hizo trizas.

Ya no recuerdo el tema que del cuento que escribíamos juntos. Nunca lo terminamos...o tal vez sí. Ya no sé.

Nos centramos en el personaje: un mendigo en una ciudad pequeña. Discutíamos, como siempre. Yo quería un vistazo realista de un cierto modo de vida, algo con un trasfondo social. Leo quería algo simbólico, de leer entrelíneas. Lo de siempre.

A los tropezones, gestamos nuestro mendigo, sin ponernos del todo de acuerdo.

Para ganar tiempo, mientras encontrábamos el perfil de personalidad adecuado, delineamos su aspecto exterior. Nos salió un mendigo ya muy viejo, de pelo largo y enmarañado totalmente blanco, con un saco a cuadros de esos que dejaron de usarse hace años. El saco le ajustaba penosamente en las sisas, y asomaban por las rotas bocamangas los bordes de dos o tres buzos deshilachados y superpuestos. Arrastraba un poco un pie al caminar, y por conformar a Leo, que lo quería ciego, tenía un ojo cubierto de nubes.

Sorpresivamente Leo llegó a buscarme ese domingo por la mañana. Venía muy excitado, pero no quiso decirme nada.

-Quiero que veas esto-, fue todo lo que pude sacarle mientras me arrastraba a la plaza, frente a la iglesia principal.

-Allí-, me indicó tembloroso.

Entonces lo vi, sentado en la escalinata de la iglesia, con el saco estrecho en las sisas y las mangas deshilachadas de lana sobresaliendo. Seguía a la gente con su único ojo bueno, y a veces revolvía con ambas manos el pelo blanco y enmarañado.

-Increíble-, fue lo que atiné a decir.

Charlando como cotorras-casi nos agarra un auto-volvimos a mi casa. Era increíble, realmente. Comentamos y discutimos largamente el asunto. Llegamos a la conclusión de que debimos ver al hombre en algún momento, sin prestarle atención, y luego, inconcientemente al crear nuestro mendigo, le fuimos poniendo sus rasgos. Era bastante raro. En un pueblo todos se conocen y yo sabía que nunca había visto a aquella criatura que forjamos en el papel. Pero no había otra explicación posible.

La noche del lunes Leo vino más temprano que de costumbre, y tan entusiasmado que se olvidó de renegar por mis ininterrumpidos cigarrillos y de su teatro habitual de ahogo por el humo. Hasta olvidó contarme por milèsima quinta vez lo penoso de su asma infantil y yo de mandarlo por milèsima sexta al carajo y recordarle que pese a todo siempre llevaba un encendedor en el bolsillo para las numerosas veces que yo perdía el mío. Hablamos febrilmente, comentando de nuevo la extraña coincidencia y buscando nuevos ángulos al caso.

-¿Quién decidió que rengueara?, pregunté, recordando que no lo habíamos visto andar.

-Vos, quién más. Adorás las rengueras-, me punzó malignamente Leo aludiendo a un viejo cuento mío que él detestaba y que en realidad era muy malo.

Cuando oímos las campanas llamando a misa, nos miramos. Leonel y yo hemos llegado a pensar al unísono al cabo de casi cuarenta años.

-¿Vamos?- preguntó.

Tomé mi abrigo y le alcancé el suyo.

Como un par de espías furtivos, nos quedamos mirando la entrada de la gente a misa, parados en la oscuridad de la esquina y muertos de frío. Nuestro hombre estaba allí. Cuando todos terminaron de entrar, se levantó para marcharse. Arrastraba un pie al caminar.

Volvimos en un delirio de excitación. Esa noche Leonel se fue casi a la una, yo llené el cuarto de humo y él no dijo ni pío. Le escribimos un nuevo trozo a la descripción del mendigo: un bastón. Ya que era rengo...pero no lo tenía cuando lo vimos anteriormente. Un bastón rústico, hecho con una vara gruesa.

A la tardecita siguiente nos fuimos, sin consultarnos, a la plaza. Riéndonos un poco de nosotros mismos, de nuestra chiquilinada de viejos.

-Estamos chochos, compañera-, afirmaba mi amigo.

-Completamente-, concordaba yo. Pero en un momento le pregunté:

-Leo…¿realmente esperás que venga hoy con bastón como el que nosotros...?

Él no me contestó. Nos quedamos en silencio mirando la esquina. De pronto ya no era divertido. Como dos niños nos acercamos instintivamente uno al otro buscando protección. El mendigo venía en dirección a la iglesia. Traía un bastón rústico, de palo.

Volvimos sin hablar. Nos encerramos en la biblioteca. Estábamos asustados. Pensamos y repensamos. Barajamos la posibilidad de discutirlo con alguien, pero desistimos: nadie tomaría en serio a un par de viejos literatos locos.

Cuando Leonel se fue, me senté a la máquina y escribí otro trozo a la historia: una niña de abrigo azul se acercaba al mendigo y le daba una rosquita de las que traía en una bolsa.

 

No vi a Leonel hasta el domingo. Ese día apareció otra vez de mañana, contrariando la costumbre. Traía unas hojas escritas a máquina.

-Lo estuve pensando bien, Helena. Nos estamos dejando ganar por la imaginación, por el desvarío...-

Miré a Leo y a pesar de lo mucho que lo conozco, no pude saber si en verdad creía en lo que decía, pero me pareció que sí. Sacudió las hojas frente a mí.

-Terminé el cuento. Ahora vamos a la plaza y vas a ver el final de todo esto. Todo es una casualidad, un truco de nuestro subconsciente.

Saqué mi propio trozo de cuento, lo guardé en el abrigo, y seguí a Leo calle abajo. Caminamos en el frío de la mañana, animadamente. Deseaba tanto que él me convenciera.

-Pero Leo, el bastón de palo...

-Helena, si lo vimos y lo olvidamos, y lo recreamos por un recuerdo inconciente, bien pudimos verlo con el bastón, ¿acaso no es rengo?

Tenía, en realidad, una cierta lógica, y lógica era lo que yo estaba necesitando. Llegamos a la plaza. Nuestro mendigo estaba en su lugar, en las gradas de la escalera. Nos sentamos mientras yo leía el final del cuento escrito por Leo: un taxi atropellaba al hombre. Describía-con un realismo que aprecié-la gente agolpándose en el horror y la curiosidad del momento y dispersándose luego con la indiferencia de lo que no llega realmente.

Devolví las hojas y las iba a comentar cuando me quedé mirando la vereda. Leo me hablaba:

-...y enfrentado a una situación límite, algo que escape totalmente del detalle visual, vas a ver que no...

No oí el resto. Una criatura de abrigo azul venía hacia la plaza. Traía una bolsita de rosquitas azucaradas.

Llevé la mano al abrigo y saqué mi trozo de cuento con un temblor convulsivo.

La niña miró al hombre y en un gesto rápido, como si se avergonzara un poco, le dio una rosquita. Me volví a Leo como en una pesadilla. Le puse mi papel ante los ojos. A medida que leía las cortas líneas, el rostro de mi amigo se iba poniendo gris. Nos miramos, llenos de silencioso terror. El mendigo terminó su rosquita y, levantándose con dificultad, se dirigió renqueante hacia el cordón.

Sacudí a mi compañero.

-¡El papel, Leo!...el mío no, el tuyo...¡Hay que destruirlo!- Estaba histérica-¡Quemalo, Leo!-

Él, con la cara gris, tanteaba con torpeza los bolsillos en busca del encendedor. Febrilmente lo saqué yo misma de su bolsillo interior, pero no pude sostenerlo. Leonel lo levantó. Mientras accionaba con desesperación el encendedor que no prendía, oímos un chirrido de frenos. Un taxímetro amarillo huyó a toda velocidad calle abajo, y un montón de gente se agolpó de pronto sobre la esquina, hablando en voz alta. No podíamos ver lo que miraban, pero ya lo sabíamos. Un hilillo corrió espantosamente por entre el bosque de piernas. Rojo. Tinta roja de escritores locos y homicidas.

 

Un siglo después nos levantamos del banco. Leo me rodeó los hombros con su brazo, para ampararme o para sostenerse él, o las dos cosas. Sin mirarme, me habló con voz vacía:

-Vos querías realismo...

Me detuve y le aferré la camisa con mis duras uñas, por debajo del abrigo. Lo lastimé intencionada, cruelmente:

-¡Vos escribiste el final!

 

Fueron las últimas palabras que nos cruzamos. Nunca volvimos a hablar.

La campanilla de la puerta. Pronto sonará el arrastrar de la cancel, Leo entrará, me besará distraídamente y nos sentaremos. Sin mirarnos. Con miedo de lo que podríamos encontrar en los ojos del otro, -"Vos querías realismo. Vos escribiste el final"

Sin hablarnos. Balanceándonos como en una invisible hamaca en un eterno signo de interrogación.

 

Elaine Mendina Mendina
emendina@adinet.com.uy

 

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