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Caperucita
De "Pequeñas grandes memorias"
Luis Méndez
mendezicatt@gmail.com

 
 

A Celia, seis años recién cumplidos, la mandan diariamente a buscar la leche al expendio municipal.

Para ello debe tan solo/a caminar unas pocas cuadras por la obrera y combativa barriada del Cerro.

Es guapa, pero igual tiene miedo, porque a esa hora tan temprana hasta los frigoríficos aún duermen, al igual que las personas grandes de su casa.

Las calles están vacías y lo que se ven son solamente caballos flacos y perros sueltos que parecen lobos.

Su hogar consiste en una pieza de tres por tres donde viven como piojo en costura, según dicen por ahí, por lo que su mamá y su futuro papá deben mudarse donde una futura tía.

Por desgracia, el futuro primo odia a Celia de antemano, y no perderá oportunidad para hostigarla y castigarla.

Ahora tiene ya siete años.

Para protegerla de tal desamor filial, será reenviada periódicamente a la piojera, a la muchedumbre de tíos maternos, quienes siempre recibirán jubilosos y solidarios a la sobrinita mayor.

Cuando Celia extraña a la mamá, los tíos la colocan en el tranvía.

Le piden al motorman que la baje en Grecia y Carlos María Ramírez, desde donde se allegará a campo traviesa hasta las proximidades del cuartel de La Paloma.

Para defenderse de los perros-lobos sus tíos le han fabricado una honda con goma doble de cámara de bicicleta.

Contra leñadores abusivos podrá usar un grueso cable trenzado de cobre, a modo de cachiporra, de no más de medio metro de largo,(separado especialmente del requeche metálico destinado a las guerras de la vieja Europa recogido en las canteras de La Teja)que le ha dado su flamante papá.

Y un consejo:

morder con hambre, rajar como de la policía y si cuadra patada a los güevos. El bosque es el bosque. Siempre ha sido así.

A Celia no le importa ser nómada.

No ve nada malo en que la manden al comedor público, van tantos niños.... .

O en que no vaya a la escuela todavía, a pesar de haber cumplido los nueve; alguien tiene que hacerse cargo de los hermanos menores, que ya son cuatro y para eso ella es la mayor.

Pero lo que realmente odia y le duele literalmente, es que la peinen para mandarla a pedir fiado y mentir su bonita sonrisa.

De ahí que un buen día, tartamuda y de cachetes colorados, con la libreta del almacén hecha un rollito en una mano y cien gramos de yerba en la otra, descubre y se jura, sobre su temprana vergüenza, que sus hijos jamás pedirán fiado, o tendrán miedo a los perros-lobos.

Nunca.

Aunque tenga que yirar.



Montevideo 1940.
               

Luis Méndez
mendezicatt@gmail.com

De
"Pequeñas grandes memorias"

 

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