Enrique Casaravilla Lemos, Sabat Ercasty, Juana de Ibarbourou,

y sus contornos

por Jorge Medina Vidal

Carlos Sabat Ercasty

Juana de Ibarbourou

Enrique Casaravilla Lemos

Una particular formación religiosa con los jesuitas de Montevideo, una educación seria, y quizá una vocación natural hacia todo lo enajenante en el dominio de la psiquis creó, en Enrique Casaravilla Lemos la base natural para que creciera una visión dramática del mundo y una alucinante poesía a momentos de la fe, a momentos de la duda, a momentos de la infancia, a momentos de la melancolía.

Maduro y niño, “sencillo y complicado”, severo consigo mismo y poeta siempre: éste fue el devenir de sus obras que van desde la “Celebración de la primavera” publicada en 1912 (en mayo de 1913 se estrenó en París “Consagración de la primavera” de Stravinsky conmoviendo la música del mundo), hasta “Las formas desnudas” de 1930, quizá la obra donde aparece más alta su poesía.

Toda su labor en poesía es síntoma de una gran preocupación por la vida y la muerte; es un poeta que todo lo marca con “su” presencia y hasta la realidad, vista como un repertorio de lo inmediato, es tocada por su propia subjetividad. El mundo es casi una apariencia donde se lucha con el ángel; el poeta vaga en silencio para llevar a todos lados su vida interior y el mundo desaparece, inexperimentable.

En su poema “Separación”, —que integra su libro “Las fuerzas eternas” (1920)— el tema de la muerte de un ser querido marca el “motivo” lírico; el mismo título ya nos está dando, en su voz tajante, la “separación” a que conduce la muerte. En este poema, y en todo este libro, la duda, después de la fe, o previa a la fe, tiene en Casaravilla Lemos, esa dulce preocupación que tomó en la obra del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob.

Casaravilla Lemos asiste a una muerte, la de su padre, y con una controlada rebeldía, explora el fenómeno del morir; primero en la visión exterior de la carne y luego en una reflexión dubitativa de la posible huida de su alma.

“... Yo deseaba ver algo!, mas... no vi.

¿Descendía al silencio? ¿A lo alto subía?...

En este suelo el roble se acaba. Y todo calla;

y las fuerzas se van perdida la batalla.

¿Cómo quedar, si en este lugar es todo así.. . ?”

El poema parecería trasmitir una vivencia del poeta en un momento histórico para él, la duda todo lo domina y, lo cierra en una interrogación que más que eso es una exclamación: la constancia de que vivimos en un mundo vano y pasajero.

Si tomamos al azar el primer libro de poemas de Carlos Sabat Ercasty, “Pantheos”, publicado en 1917, encontramos (pág. 11) estos dos versos que nos servirán para adentrarnos en sus maneras de asediar la poesía.

“El marfil indostánico de tus manos litúrgicas,

La palidez aciaga de mis lirios de muerte,”

La dependencia modernista de Sabat Ercasty ya fue notada por Alberto Zum Felde y el simple enunciado de estos versos lo confirma.

Como ya señalamos anteriormente, la promoción de poetas post-modernistas, lo único que hizo fue replantear los problemas de la generación anterior, dándoles una solución levemente distinta; y la producción de este poeta tan extensa en cantidad y tiempo, es una fiel representante de este fenómeno. Sabat Ercasty arranca próximamente de la escuela modernista y remotamente de ese semillero común que, a veces por comodidad, llamamos “romanticismo”, sin hacer mayores salvedades. Modernista a veces, romántico siempre, Sabat Ercasty ofreció a la poesía uruguaya una obra singular, desdibujada en los detalles, pero de una gran precisión en el juego de masas, de estructuras, de intencionalidades últimas.

Con él y con su libro “Pantheos” se cerró un ciclo “bohemio” en nuestra literatura, que fue válido no sólo para la poesía, sino para entender sociológicamente la función del poeta en nuestra realidad montevideana. Bohemia que no fue sólo de poetas (recordemos a sus amigos Parra del Riego y Ernesto Herrera) sino que también fue válida para personajes tan inverosímiles actualmente como los editores, en este caso Bertani. En una nota puesta por el editor al comienzo del libro “Pantheos”, éste señala que se ve obligado a entregar un último libro, que abrirá un paréntesis en sus ediciones, y con ironía heroica termina afirmando que la presente edición va a engrosar “los polvorientos escaparates de las obras nacionales” para compartir “la gloria de no ser leídos”.

Libro, poeta y editor, marcan un clima en nuestra vida y en nuestra poesía, una invencible y romántica manera de trabajar por algo muy amado, pero no siempre comprendido. La “bohemia” con todo lo de desaliño y agresión que tuvo en este período, desapareció lentamente, aunque luego aparecerá en otros poetas tan dispares, como Fernán Silva Valdés y Vicente Basso Maglio, pero más controlada por la razón o si queremos, más esteticista.

Sabat Ercasty ha vivido variando una idéntica estructura interior, —casi ideológica— y su labor de cincuenta años, marca una fidelidad consigo mismo y sobre todo con los ideales de su juventud. Vio la luz de la poesía en el momento modernista, vivió, amó y leyó, más que ninguno de los nuestros a los grandes poetas románticos o parnasianos, que en cierta manera lo señalaron para siempre; y en lo interior, en el sustento de su pensamiento, nunca fue marcada la presencia entre sensual y controlada, y pesimista en lo profundo, del parnasiano Le-conte de Lisie.

Sabat Ercasty en su fondo de ideas está más cerca de Rodó que ningún otro escritor uruguayo, no por lo adjetival, sino por lo sustantival; por una similar admiración de convencimiento con los pensadores y escritores franceses de la segunda mitad del siglo XIX. Un mundo secularizado del cristianismo, que conserva su bondad, pero también una melancolía irreprimible por la desdichada condición humana, que su sensorialidad vital exigiría más luminosa y eternamente joven. De ahí que Sabat nunca sea impasible, es vigoroso y pasional, pero su pasividad como la de Leconte de Lisie es impersonal, es la propia de la humanidad.

Del mundo modernista conserva muchos elementos: de la musicalidad rapsódica de éstos, Sabat Ercasty pasó a lo sinfónico wagneriano, y del matiz a la gran masa de color tratada con idéntica solicitud que el matizado modernista, por eso se nos ocurrió para definir esta actitud de Sabat frente al modernismo aplicarle una frase de Vicente Basso Maglio, su contemporáneo y amigo, en el opúsculo ‘La expresión heroica”. Diríamos así, en Sabat Ercasty “hay seguramente un modernista que reacciona contra el modernismo llevado hasta la disolución decorativa”.

Los elementos que conserva son múltiples aunque, a menudo, disimulados. La belleza le parece un Absoluto inalcanzable, y su iluminación sirve para jerarquizar la vida, que Sabat Ercasty concibe aspirando siempre al estado ideal del arte. Duda, en cierta manera, del hombre y de su conciencia pensante (el hombre es lo que hace dramático al mundo), en cambio el universo, con una fuerte coloración panteísta, es para Sabat Ercasty, el puro reino de las sensaciones y el repertorio de donde ha sacado con mayor entusiasmo el caudal de sus imágenes. A momentos ese mundo, en cierta manera impersonal (campo de batalla de las leyes eternas) se confunde simbólicamente, para Sabat Ercasty, con la mujer (también tomada como símbolo), y especialmente en su adolescencia, abriría una puerta al entusiasmo de la vida, su única justificación.

En una obra tan amplia y que abarca no sólo muchos años, sino también muchos títulos, se puede acusar una tónica de fidelidad a través de los años, una suerte de esquema que se notará esbozado en toda la obra posterior.

Como sucede a menudo, dos caras se disputan la atención del poeta, la del “cisne” y el “buho”, recordando estas aves sagradas en la simbología “rubendariana” y con el particular significado que ellas adquieren en su obra; pero en Sabat Ercasty no son como en Rubén Darío, un proceso de profundización, un reencuentro del poeta cristiano, al volver con los años, al primario vestigio de su fe. En Sabat, la melancolía o la sombra del buho, está presente en la raíz misma de su pensamiento, y de su poesía, porque ha dogmatizado la relatividad de todo lo existente y en ese río caudaloso que se devora el tiempo, Sabat Ercasty encuentra el mejor canto de su pensamiento: es la “alegría del mar” —pujante y salvaje— que todo lo muerde para caer en la nada.

Como aparece en su poema —“Alegría del Mar”—, el optimismo y el pesimismo marchan unidos, como enlace de una misma realidad. En Sabat Ercasty, la nota pesimista está dada en el mundo de su poesía y no es un agregado posterior producto de la madurez o de los años. El poeta parte de un mundo oscuro, traspasado por una fuerza misteriosa, casi el “elan” vital bergsoniano, y lo ve luego caer en la vejez y en la muerte (términos que le resultan incomprensibles), de ahí, que su amargura sea impersonal por la desdichada condición del hombre.

El soneto LIII de “Los Adioses” (1929), ejemplifica, en cierta manera, lo que afirmamos de la poesía de Sabat Ercasty.

“Melancolía y tedio de no estar convencido

de nada, y de tener un continuado paso,

y un ir fatal, un no llegar jamás, y un fracaso

seguro, y todo por este extraño haber nacido!

 

Recorro a veces la fuerza inmensa que me ha traído

y me puso en la forma del encendido vaso

del cuerpo, en cuyo fuego vital y astral me abraso,

y en el miedo de ser me ahogo entristecido.

 

Me palpo. Toco una mano con la otra mano.

Rozo y oprimo mudo y temblando el humano

fantasma. Con la idea hielo las sensaciones.

 

Quisiera correr, huir, no encontrarme en mí mismo,

o atravesar las espantosas ilusiones,

o hallar en mí una cosa que no fuera de abismo.”

La primera estrofa parte de una actitud de agnosticismo total. Con un gesto amplio el poeta se refiere a todos los hombres, sus semejantes, y en actitud recolectiva los reúne a su lado para afirmar un principio general: “no estar convencido de nada”. Como consecuencia lógica la estrofa concluye afirmando la vectorización de la vida hacia la muerte, como testimonio de un fracaso.

El soneto luego se reconcentra en una reflexión personal, que ya no es la generalización de un problema como en la estrofa primera, y con recato viril, nos da su tristeza personal.

Las dos estrofas finales adquieren un rasgo queve-dezco. El verso cortado nerviosamente ofrece ahora espacio a la acción. A los dos cuartetos reflexivos, siguen dos tercetos dinámicos. El poeta quiere huir de la reflexión anterior, y concreta esa aspiración de romper el círculo de sus propios pensamientos, con una acción deseada: “Quisiera correr, huir...” pero el espectáculo que el mundo le ofrece es de confirmación a todo lo que su alma lúcida ya había previsto de la vida: ¡no hay cosa que no fuera de abismo!

Las consecuencias del modernismo en nuestro país, fueron dispares. Hasta ahora vimos la multitud de respuestas dadas a sus axiomas fundamentales y el logro verdadero en la obra de algunos poetas como Casaravilla Lemos, Emilio Frugoni, Basso Maglio y Carlos Sabat Ercasty. En todos ellos la solución es dispar, pero la influencia interior y exterior, de nuestros poetas modernistas y la ecuménica de Rubén Darío no puede ser negada como lazo de unión, como ámbito espacial y necesario para el desarrollo de sus obras. Pero en 1919, casi enseguida al “Pantheos” de Sabat Ercasty, apareció un libro de Juana de Ibarbourou —“Las lenguas de diamante”— que si bien puede colocarse en el paisaje común del lirismo post- modernista, en muchos aspectos desentona y exige un enfoque nuevo para ser juzgado.

Juana de Ibarbourou recibe la herencia de la poesía de principios de siglo, pero sus particulares ángulos de reflexión, su juventud, su espontaneidad frente al verso, la desprenden con mayor rapidez que a los poetas anteriormente mencionados (en cierta manera sus contemporáneos) de todo el cansado modernismo, que terminó por ser una receta manierista. En ella se dan ausencias que en su momento eran audacias, y todavía difíciles de defender. Así por ejemplo, todas aquellas realidades y teorizaciones sobre la “alquimia del verbo” que deslumbró la lírica de occidente desde el simbolismo hasta nuestros días (pues aún tiene adeptos), mundo que comenzó siendo puramente estético y musical para concluir siendo mágico y cabalístico, en Juana de Ibarbourou no aparece bajo ninguna forma conciente, y si se ratrean en algún momento es siempre el arrastre semántico de los términos que el idioma poético de la época ponía a su disposición, y el sistema metafórico que a veces concurría inconsciente a su poesía. Aún más, diríamos que en su obra hay una voluntad de desconocimiento de las novedades expresivas, posible en cuanto a su poder de desprenderse de una herencia demasiado pesada para un poeta que en la etapa de “Las lenguas de diamante”, contaba solamente con veinte años.

Posiblemente actuaron muchos factores positivos que la ayudaron en ese vuelco que representó su poesía; el más inmediato sería su propia juventud, que le impidió muchas lecturas y su vida ocupada de mujer y esposa viajera, por diversas ciudades de nuestro país.

Para ella los grandes principios estéticos de Mallar-mé, ni regían, ni eran entrevistos; posiblemente nunca se le ocurrió que el cosmos pudiera ser reducido a materia verbal y que la materia verbal era silencio. No necesitó cubrir el mundo de imaginación porque el repertorio sensorial que éste nos entrega en ella vivía dichoso en su primera espontaneidad, y la palabra era un producto que distorsionaba sus directas relaciones de percepción, destruía su material lírico, oscureciéndolo, y por eso, con instinto natural lo rechazaba.

Se dieron, en Juana de Ibarbourou, actitudes de mujer creadora pero en circunstancias muy diversas, que las separan ampliamente, con la condesa Mathieu de Noailles que, en 1901, había comenzado su carrera literaria con la publicación del libro “El corazón innombrable”. En ambas se da una poesía sensorial (que no debe ser confundida con una poesía sensual, que es aquella que busca lo inmediato y apariencial); hay una sana primacía de un mundo del que se apropian a través de los sentidos, en su acepción de plenitud, aunque debemos rechazar la tacha de paganizante porque la frescura, aún de su erotismo, no tiene complejidades ni es puesta como objetivo final de lo que cantan. La vida, la naturaleza y aún la carne es vista como un don y si existe un trasfondo ideológico, (como es natural en toda buena poesía) éste sería el naturalismo, en un límpido juego de causas y efectos.

Una profunda femineidad relaciona estos dos fenómenos líricos —el de Ana de Brancovan y el de Juana de Ibarbourou—, no para tender fáciles relaciones de “fuentismo” o dependencias, sino para aclarar la lírica de la poetisa uruguaya, a través de un acercamiento de motivaciones líricas.

A menudo las actitudes epocales, los cauces nuevos que busca la poesía universal, se dan como labor de coincidencia y se penetra mejor en su aprehensión si nos referimos a corrientes mayores, que al estudio particular de un poeta.

Dijimos que ambas eran de una profunda femineidad, mujeres hasta en la forma de tratar la materia del verso, en lo fónico con el toque sugestivo-contagioso; mujeres hasta en la coquetería final frente a la muerte, que siempre viene en ambas marcada por la agónica melancolía de que la fiesta meridiana ya ha pasado y ahora quedan actitudes —quizá superiores— pero sin la profunda novedad del beso.

Juana de Ibarbourou traslada hasta el más allá su primaria y felina capacidad de seducción: será “un escándalo en la barca de Caronte”. Y la condesa de Noailles en su poema “Canto para que sepan”, desea que el joven lector que lea sus poemas cuando ella ya esté muerta, abandone a su amada real —viva y joven como él— para darle a ella vida en sus sueños. Hay un querer unlversalizar su capacidad de seducción.

La obra de Juana de Ibarbourou es de una excepcional amplitud de motivaciones, va desde lo espontáneo hasta la gravosa reflexión sobre la vida y el problema religioso, pero la fácil mitologización ha creado una figura única y, en cierta manera, falsa de su personalidad, como una joven fresca que ya Parra del Riego comenzó a dibujar. Es fiel a la evolución de su obra, y es su postura franca y directa frente a la poesía, lo que la hace conceptualmente fácil de comprensión. Pero si podemos trasladar una teoría de las estaciones a cada parte de su obra y de su edad, podemos decir que en cada etapa Juana de Ibarbourou se ensambla perfectamente. Pero los poetas —en general— se esquematizan en el sentir común de la masa de sus lectores en una etapa de su producción y la poetisa uruguaya pasa a sus lectores, en una primer lectura, como una “turbadora aparición” juvenil, que si bien no la agota, respeta en grandes trazos una fuente importante de su creación.

Es oportuno recordar un valor muy importante en la obra de Juana de Ibarbourou, y es su arraigo en un paisaje, el nuestro, y un arraigo en su época, que en cierta manera es la nuestra, para crear desde allí una labor, que si bien tiende a lo universal por exigencias mismas de la poesía lírica, no por ello deja de estar marcada por elementos fácilmente reconocibles de nuestro vivir; penetra en los temas universales desde su “aquí y ahora”. Sus reacciones nos son cercanas por lo conocidas o repetidas entre nosotros, su paisaje, su manera visual o táctil de apropiarse de árboles, nubes, colinas, su dejo un poco despreocupado de abandonar las grandes interrogaciones metafísicas (sobre todo en su primera época) o desdramatizarlas, para no turbar una visión que, en general, es límpida y a lo sumo ligeramente melancólica.

Una gran etapa de su creación se derrama desde el primer libro “Las lenguas de diamante”. Hay en él poemas de mesurado artificio que, en general, responden a una técnica de expresar un sentimiento pregustado de un suceso a venir; hay una creación de situaciones juveniles, como en el poema “Camino de la cita”. Algunos elementos retóricos, como la interrogación, la metonimia, el oxímoron, están dados tan directamente, tan sin deseo de disimularlos, que a fuerza de lúcidos no molestan. Hay esquemas tradicionales de expresión laudatoria, de fácil vinculación, como ser la amada y el amado que se encontrarán, el camino cubierto de retamas, las abejas que ella adjetiviza “glotonas” con un cierto matiz de cuento infantil, y sus trenzas cubiertas de corolas de flores. La emoción surge a pesar de lo esquemático del planteo, y a pesar de lo inevitable que tenga el surgimiento del amor adolescente, entre tantas palabras prestigiosas, ya, “per se” para crear el clima. Pero el poema está logrado, es una visión desde nuestro paisaje que debe poco o nada a las citas de las fiestas galantes verlainianas, o aún más, a los cuadros del siglo XVIII que tanto amaba Rubén Darío. Es espontáneo y dicho dentro de las reglas de exigencia para crear, en un cuadro impresionista, los elementos necesarios que permitan surgir una emoción directa.

 

Jorge Medina Vidal

 

Publicado, originalmente, en:  "Visión de la poesía uruguaya en el Siglo XX"
Editorial Diaco Ltda. Constituyente 1967 Ap. 301, Montevideo

Se terminó de imprimir en Talleres Gráficos EMECE, Gonzalo Ramírez 1806, Montevideo, República Oriental del Uruguay, el día 30 de junio del año 1969

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: file:///C:/Users/Usuario/Downloads/MedinaVidal_%20vision_de_la_poesia_uruguaya_del_siglo_20.pdf

 

Ver, además:

 

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                                 Enrique Casaravilla Lemos en Letras Uruguay

 

                                                                 Juana de Ibarbourou en Letras Uruguay

 

                                                                                             Jorge Medina Vidal en Letras Uruguay

 

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