Los Harispe
Omar Mazzeo

La matera al hombro y un libro en la mano, eran parte de la fisonomía de aquel hombre, todavía joven, que cada mañana abría las puertas de la fábrica. El viejo galpón -ahora remozado- que heredó de su padre y donde llegó a conocer la carpintería de su abuelo, lucía un orgulloso cartel “Aluminio de obra – Cooperativa”. 

     

Llegó a la hora de costumbre aunque hubiera podido hacerlo mucho antes. La noche anterior sólo había alcanzado a dormir un primer sueño, luego, horas en blanco, el vacío. Vacío no. La vigilia congregó a muchos personajes aunque los verdaderos eran sus hijos. Permaneció en la cama hasta que el despertador telefónico le anunció la hora: no había querido alertar a su mujer ni despertar a los muchachos. 

     

Ya en la fábrica, comenzó su mate. Luego, puso a calentar más agua. No demorarían en llegar los otros operarios. Pero esas mínimas rutinas no lograron calmar su ansiedad. Se sentía otro, como apurado por llegar a alguna parte, como inquieto por satisfacer una curiosidad.

     

Miró la agenda, siempre al alcance de la mano, su ayuda para el orden de los trabajos y trámites del día. Su confidente.  

     

Desde que lo supo la tarde anterior se preguntaba cómo decirlo. Pero antes lo escribiría. El hecho, ahora confirmado, merecía estar allí, pero además, en este caso sería la prueba de la naturalidad con la que esperaba asumir el tema. La cinta roja la dejó abierta en la última semana de febrero.

     

“Ayer al oncólogo con los resultados. Reprochó la demora en llevarlos y también en consultarlo hace ¿cuánto tiempo? Comparó. Dudó. Carraspeó. Volvió a mirar. Todo está muy avanzado, un tratamiento… No quiero radioterapias, dije. Es delicado, contestó. Cuánto me queda, pregunté. Me observó largo: seis meses aproximadamente.”  

     

Releyó lo escrito. Quedó conforme. No deseaba alarmar a nadie ni que el último tramo de la enfermedad se transformara en una tragedia, tampoco en espectáculo. Sin embargo, debía comunicarlo. Más que nunca se sentía parte de un colectivo. Pensó cambiar ideas con su mujer, pero ¿cómo decirlo? Tenía tiempo todavía para decidir el cómo. ¿Cuándo? Bueno … mientras pudiera desempeñarse y andar, no diría nada a nadie.

    

El abuelo decía que así como su familia, en los lejanos Pirineos, trabajaba la piedra, él aquí trabajaba la madera. Pero esto lo supe después.

     

De niño pocas veces me permitían corretear por la carpintería y mucho menos franquear aquella puerta de chapa, que corría pesadamente sobre un riel y comunicaba con el terreno alquilado del fondo.

   

Aquel día fue una fiesta: recorrí todas las máquinas y me dejaron solo en el fondo. Ocurría que el abuelo y mi padre acompañaban a unos hombres que seguramente terminaban de encargar algún trabajo importante.

    

A ese terreno llegaban maderas de todo tipo y los gruesos troncos recién aserrados. Éstos se colocaban luego a riguroso nivel, y cada tablón se encontraba separado del siguiente por listones colocados a trechos precisos y regulares, dándole al conjunto un contorno extraño, oval.

     

Me intrigaban los distintos colores que lucían los cantos extremos, pero no recuerdo haber preguntado porqué los pintaban de esa manera. La inocencia inventa sus recodos: me maravillaban los colores y al mismo tiempo saboreaba la dudosa intriga imaginando motivos extraordinarios.

     

También jugaba a esconderme detrás de los troncos. Desde allí miraba, entre tablón y tablón, imágenes rotas. Zapatos que avanzaban, se detenían o desaparecían, o una mano que recogía algo del suelo. También las voces iban y venían.

    

Con la libre importación de muebles terminados y el empleo de otros materiales en la construcción, el oficio que él conoció no tenía futuro.  

     

El galpón silencioso, vacío y la puerta corrediza clausurada, recordaban la prosperidad perdida.

     

Sin mucha aptitud para la carpintería ni habilidad para el dibujo, debía explorar otros horizontes.  

     

Confió, y no se había arrepentido de ello, en un grupo de obreros que producían cerramientos y perfiles de aluminio, aunque sólo poseían las herramientas más elementales. Él aportó el galpón y el prestigio bien ganado de dos generaciones. Juntos se embarcaron en la aventura.

     

Crearon una cooperativa de producción, algo extraño en esa rama de actividad y trabajaron duro. Los frutos no demoraron, la novel empresa se afianzaba y prometía mejores resultados.   

     

Cierto tiempo después, la pérdida de peso lo llevó a la consulta médica. El lento proceso de estudios y análisis junto a diagnósticos ambiguos o contradictorios, le aconsejaron la terapia: despreocuparse del problema, nada de estrés. No será el primer cáncer que se reabsorba sólo, se dijo para sus adentros. 

 

A mi padre le bastaban pocos trazos para que sobre la tabla de medio watman apareciera un paisaje, un caballo al galope, o el mismo Tarzán cuerpo a cuerpo con un león. Yo contenía el aliento, lo miraba hipnotizado y le pedía más.

     

“La historia se repite”, me dijo una vez. Él también de niño miraba al abuelo cuando apoyado sobre esa misma tabla proyectaba patas de estilo, volutas, ornamentaciones, perfiles machihembrados que luego veía reproducidos en la madera.

     

Por entonces aquella tabla le estaba prohibida. El abuelo le decía, algo así como que era mágica y los lápices nosetocan, porque en ella la  idea se hacía dibujo. El trabajo, luego, convertiría el dibujo en muebles bien ensamblados.

    

Más tarde, y cuando mi padre menos lo esperaba, el abuelo le regaló una caja de lápices especiales. Para colmo de su sorpresa, a partir de ese día también podría utilizar su tabla de dibujo. Con la condición, habría agregado el abuelo, de que prometas no descansar hasta hacerlo mejor que yo.

     

No supo, no pudo conocer la semejanza de su sobria y noble exigencia, con el último brindis que Rodó atribuye a Gorgias: “¡Por quien me venza con honor en vosotros!”

     

Una vez, no hace tanto tiempo, entré de improviso a la habitación donde mi padre trabajaba y lo encontré de espaldas observando el diploma de Bellas Artes, con las menciones especiales en todos los talleres. Y junto al diploma varios reconocimientos de agencias de publicidad. Cuando giró busqué sus ojos. Supe entonces que había cumplido con pasión aquella remota promesa.  

 

Siento tubos por todos lados. ¿Desde cuándo me tenían dormido? ¡No me duele nada! Este tumor pudo más que la indiferencia. El doctor calculó bien, si no me equivoco estamos a mediados de setiembre, pero ya no importa.

     

Aquel día … aquella vez … me veo escondido detrás de los troncos, mirando por las ranuras de los tablones, y recuerdo que observé en mi padre una actitud distinta, como de protección. Caminaba el abuelo, con su infaltable boina negra, y al perder pié tuvo que apoyarse en el brazo de mi padre. Fue la última vez que lo vi. Tal vez se encontraba enfermo y presentiría su fin. Como me pasa a mí ahora.

     

Las figuras de los dos se agigantan. Fueron verdaderos maestros. Pesaron más que sus mismas lecciones. Sus palabras habrán sido oportunas y sabias, pero las olvidé. El ejemplo es lo que sirve y lo que queda. La imagen lo comprende todo. Mis hijos, sí, también lo sabrán. 

Omar Mazzeo

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