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La sombrilla de la equilibrista
Isidro Más de Ayala

 

Entre los compañeros de asilo con quienes converso más, a menudo hállase Fulgencio Sosa, hombre muy animado y dicharachero, pero, al mismo tiempo, muy correcto. Me ha sorprendido que se encuentre aquí internado, entre dementes y delirantes, pues no he advertido en él ningún signo propio de los perturbados. Se levanta bien temprano, prepara su mate y después de tomarlo, sorbiendo hasta la última gota de agua de la caldera, se va para los talleres, donde trabaja arreglando camas, componiendo sillas y puertas. Por la tarde regresa a la sala, y toma de nuevo mate, pero ahora más cómodamente. Haciendo sonar la bombilla en el último sorbo de cada mate va de un lado a otro, conversando con empleados y pacientes lúcidos, con un hablar vivaz, fácil, expresivo, pero siempre discreto.

Le he expresado mi sorpresa de encontrarlo aquí. Y me responde:

-Y no es ésta la primera vea que vengo. Ya he estado cuatro veces.

-¡Cuatro veces!

-Sí. La policía de San José me tomó asco y me mandaba aquí por cualquier cosa.

Pero esta vez no. Esta vez vine yo mismo a internarme.

-¿Usted mismo? Pero, ¿por qué?

-Se lo voy a explicar.

Dibujo de Sifredi

Con el mate ya vacío en la mano izquierda, se pone a mi lado a caminar por el patio y me va refiriendo cómo fue que el mismo se internó esta vez.

Vivía en San José donde se ganaba la vida con un pequeño carrito llevando baúles y paquetes desde la estación del ferrocarril a la ciudad. Había pasado un año de su última salida del manicomio y creíase ya a salvo de un nuevo internamiento. Muy querido en el pueblo, todo el mundo lo conocía y lo trataba de tú. Pero un día llegó al pueblo un circo. ¡Un circo!.

El, como todo el mundo, fue al circo. Sentado en las tablas de una localidad barata, veía sin novedades el desarrollo del programa. Pasó el elefante grande al que un hombre chiquito lograba hacer poner sus grandes patazas sobre un barril. No le sorprendió mayormente. El, a veces, en su carrito de la estación ponía bultos y valijas, en cantidad y tamaños tan considerables, y nadie aplaudía ni miraba siquiera a "Ceniza"; su petisa, que debía llevarlos basta los hoteles del pueblo.

Vinieron después los malabaristas con platos y cuchillos. Nada. Cuando el domador, vestido con una chaqueta de alamares, anunció que le tocaba el turno al terrible león, el Rey de las Fieras, creyó que iba a llegar el momento de emocionarse. Pero avanzó por un túnel de alambres hasta la jaula un león viejo, al que la piel le quedaba grande y floja. Su aspecto era triste y somnoliento. Junto a él estaba el domador con un látigo. No daba latigazos porque el león rugiera amenazante, sino que, por el contrario, para que rugiera de vez en cuando debía darle latigazos.

Vinieron otras fieras más que el domador fue poniendo en la jaula. como pone un almacenero más pesas en la balanza, pues aquí tampoco alcanzaban las piezas colocadas para levantar el peso hasta la emoción.

Un león, dos tigres, un jaguar, un leopardo. Nada. ¿Fieras?.... A él, que tenia un casero que le cobraba quince pesos el cuarto, y un proveedor que cambiaba todos los días los precios; y que había conocido comisarios que lo enviaban a la Colonia de Alienados porque le tomaban fastidio. Se aburría sentado en el circo, y comenzaba ya a bostezar, pensando salir para fumar. Entonces fue cuando pusieron sobre la pista aquel alambre ...

Y por aquel alambre él la vio venir deslizándose maravillosamente. La oscuridad Se había hecho en el circo. Y de pronto, al tiempo que se interrumpía la banda de música y sonaban sólo los palillos del tambor, iluminada súbitamente por un circulo de luz, la vio venir en el aire como si bajara del cielo. Su deslumbramiento fue total y quedó en éxtasis. Ante los aplausos, la equilibrista repitió el número y entonces él, abriendo los ojos, pudo contemplar a la artista que lo había dejado atónito.

Ceñidas las piernas por una malla blanca, flotante una leve pollerita de tul, muy fina la cintura, rosados los brazos, muy rubia la cabellera, que hacia marco a una cara de muñeca, se deslizaba la equilibrista por el alambre como sobre un patín y en una mano llevaba una sombrillita rosada. Y siempre acompañada por aquella música ligera y los palillos del tambor en el momento del deslizamiento.
Quedó boquiabierto. ¡Qué maravilla! Aplaudió y aplaudió. Y entonces, con alarma, empezó a darse cuenta que se enloquecía otra vez. Después ya lo aceptó como algo inevitable.

A la salida del circo, quiso repetir él la prueba. De pie sobre el hilo superior de un alambrado, puso en su rostro aquella sonrisa de muñeca que tenía la cara rosada de la equilibrista, levantó los brazos y el alambre se rompió.

Eligió entonces el muro de un terreno, y sobre el filo que le hacían en su parte superior los ladrillos puestos en ángulo, quiso repetir la prueba. Comprendió entonces que se había enloquecido. Le pidió a un amigo que le cuidara a "Ceniza" y vino a internarse.

Hemos llegado al final del corredor que se continúa ahora por una ancha escalera de piedra con el patio bajo.

Me ha hecho el relato con tal claridad y orden que yo le digo:

-Pero si usted habla tan bien, no está loco.

Se para. Me mira con los ojos bien abiertos y me dice:

-¿No estoy loco? Y entonces ¿por qué hago esto?

Pone en mis manos el mate. Y rápidamente se sube sobre la baranda de la escalera. Apoya en ésta el pie derecho, dobla en el aire la pierna izquierda. Arma en el rostro una sonrisita, alza los brazos a los lados de la cabeza. Y poniendo el cuerpo de perfil, se deja ir.

Cuando le ayudamos a levantar del suelo, nos dice explicando su caída:

-Es que me falta aquella sombrillita.

Isidro Más de Ayala.
Suplemento Dominical "El Día" S/f.

Texto recopilado y editados por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay, sin apoyo alguno y sin trabajo rentado[1]. Si me apoyan haré mucho más. Gracias.  echinope@gmail.com - @echinope

[1] Uruguay no cumple el Art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

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