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El profesor se va de pesca
Isidro Más de Ayala

 

Durante los treinta años que el Profesor Bruno Toccafondi fue titular de Historia Natural tuvo un anhelo que no había logrado satisfacer: dedicarse un día a la obtención directa -por la caza o la pesca - de aquellos ejemplares zoológicos cuya morfología explicaba a los alumnos da Enseñanza Secundaria. En especial, los peces le atraían poderosamente. Y estaba tan familiarizado con los ejemplares disecados que se hallaban en la vitrinas -los había visto durante treinta años- que por el solo tacto, con los ojos cerrados, podía distinguir al Leptocephalus orbignyenus del Trachinotus glaucos. Acariciando sus esqueletos espinosos, soñaba. Sus pupilas se perdían en largas extensiones marinas, surcadas por lentos veleros pescadores. Doradas arenas, palmeras y quizás algunas nativas en la costa ¿por qué no?

Como el propio Profesor lo repetía, él, por sus dos líneas descendía de pescadores. Los Toccafondi eran oriundos de Spezia, la bahía del mar Tirreno, abundante de crustáceos y mariscos. Y por los Canali debía necesariamente descender de venecianos, aquellos temerarios navegantes que iban basta las Indias Orientales en busca de perlas de Ofir, gemas de Ormuz, marfil de Guinea, ébano y oro.

Además, había una poderosa razón intelectual que llevaba al Profesor Tocafondi al estudio profundo de la especie Pez: con ella se inicia en la escala de los seres vivos el paso a la vertebralización -se salta de los moluscos. a esqueleto externo, a los peces, de esqueleto interno y columna vertebral. - Y como él lo explicaba en clase, y lo subrayaba poniéndose de pie: la vertebralización es el paso inicial y necesario para la verticalización, que culminaría finalmente en el Homni Sapiens de Linneo, es decir, el hombre.

Dibujo de Sifredi

Como todos sabemos por la justa repercusión que tuvo en la prensa, este último invierno el Profesor Toccafondi se jubiló. Y liberado así de sus tareas docentes que absorbían todas sus energías, pudo satisfacer su viejo anhelo: iría a pescar a nuestro primer pesquero, La Paloma. Eligió este punto porque si los prospectos que solicitó en la Comisión Nacional de Turismo leyó que allí, "la suave marejada de burbujeantes espumas rompe mansamente en las arenas puras, inmenso vivero de mariscos, donde acuden variadísimas clases de peces para deleite de los pescadores que llegan de todos los ámbitos a disfrutar de una pesca sin restricciones: la extracción de peces es libre, sin limitación de número, calidad o tamaño". El Profesor como todo sabio erudito, formado a base de lecturas, daba un valor absoluto a todo texto impreso.

Como paso inicial de sus propósitos coleccionistas fue a proveerse de los elementos necesarios al bazar "El Tritón de Oro". El comercio de implementos de pesca resume todas las artimañas, trampas y subterfugios de que se vale la Especie Hombre para comerse a la Especie Pez. Representa -como el Profesor Toccafondi lo había explicado en clase- el triunfo de la inteligencia, la cual fabrica instrumentos, sobre el instinto, que ¡el pobre! sólo se vale de órganos.

Allí, un empleado muy atento y experto en pesca, lo puso en posesión de los elementos más modernos. Cuatro reels, últimos modelos, de arrollamiento automático centrífugo, una invención 1956, de segura eficacia. Un gran termómetro para el agua y un alcalímetro para dosificar su salinidad. Naturalmente, diez docenas de anzuelos de todos los tamaños en plaza. Un ingenioso aunque complicado aparato para determinar la dirección de los vientos en los sectores predominantes. Bovines de los colores más diversos y agradables. Un juego de filosos cuchillos de acero para disecar diversos tamaños de peces. Un amplio bolsón con compartimentos, para llevarlos. Y un libro imprescindible: "El Manual del perfecto pescador". Con todos estos implementos a los que agregó el tomo de Linneo, correspondiente a la clasificación de los peces, emprendió finalmente el Profesor su anhelado viaje a los pesqueros del Este.

Hace cuatro horas que el Profesor Toccafondi está en el extremo del muelle de La Paloma. Llegó puntualmente a las 7 de la mañana. Tomó la temperatura del agua, determinó su grado de salinidad, la dirección del viento predominante y su velocidad y, con tales datos, el cuadro de la página 124 del Manual le indicaba automáticamente que a 5 rnts. 25 de profundidad había anchoas. Y procedió de acuerdo con el cuadro de la página siguiente, donde se indicaba la clase de anzuelo y el tipo de carnada que en tal caso debía emplearse: anzuelos Nº 25 y carnada roja de 0.075 mm. Colocó sus reels, así armados, en el extremo del muelle ocupando él sólo casi toda su extensión. Quedó admirado de la distancia a que había lanzado la plomada mediante el reel 1956 de propulsión centrífuga. Esto le procuró la primera satisfacción. La segunda se la dio su acierto en la elección de las carnadas: éstas, en efecto, tenían tal aceptación que debía reponerlas continuamente. Y así pesaba de uno a otro reel, sin tiempo para sentarse en la sillita plástica plegadiza. Más que un paciente pescador que esperara con calma el regalo del mar, parecía un nervioso artillero disparando a un tiempo carnadas por las cuatro baterías.

Llegaron, más tarde, los habituales pescadores. Se sentaban en las maderas, preparaban los anzuelos, los tiraban, liaban después un cigarrillo que fumaban, cambiaban algunas palabras sobre el tiempo y de vez en cuando sacaban un pez. El Profesor Toccafondi era el primero en acercársele, miraba con un cristal de aumento sus braquias y sus aletas, y lo clasificaba:

Lycengrulis grossideus!

-¡Bagre! - afirmaba quien lo había pescado, con esa brutalidad cortante con que siempre se ha expresado el empirismo a! enfrentarse con la ciencia superior. Cada nuevo pescado hacia que Toccafondi rectificara la temperatura del agua y su salinidad, pues no otra explicación que un equívoco en tales datos tenía el hecho de que él no pescara nada en las cuatro horas que allí llevaba. (Pensó: -Es cierto, no hay como la pesca para pasar el tiempo).

Son ya las once, y acaba de llegar un muchachito de pantalón raído sostenido por una tira que le cruza desde el hombro. Tiene en una mano una lata de aceite vacía; en la otra, una caña de pescar rota y añadida. Le pide al Profesor un trozo de carnada y, sentado entre sus reels, arma unos anzuelos que parecen hechos con alfileres. Y ante el asombro del Profesor, el muchacho va sacando del agua, uno tras otros, rápidamente gran número de pejerreyes que saltando sobre su cabeza caen en el muelle y pronto llenan aquella lata.

¡Veinticinco pejerreyes en pocos minutos! El Profesor no puede creerlo. Lee de nuevo las páginas 124 y 125 del Manual. Aproxima todo lo que puede sus reels al muchacho, y éste sigue sacando y él nada. En un momento que el muchacho ,se levante para buscar más carnada, el Profesor ocupa su sitio. El pequeño pescador debe instalarse en un ángulo del muelle y desde allí sigue arrojando pejerreyes a la lata. Entonces el Profesor que no ha sacado un solo pez, da vuelta la cabeza hacia el bolsón que espera sobre el muelle y mira al Manual y a su Linneo. Es la primera vez que los libros sienten que el Profesor los mira de un modo extraño. Y cae sobre ellos un nuevo pejerrey que acaba da sacar aquel muchacho. Burlón y danzarín, es un plateado signo de admiración sobre el libro de Linneo.

El Profesor mira sus aparatos con desconsuelo; pero con humildad de verdadero sabio piensa que cambiaría aparatos y libros, todos juntos, por saber pescar como lo hace ese muchacho de pantalón raído. Y, aunque no acierta todavía a comprender que es, siente que adentro de su cerebro de universitario está pasando algo grave, muy grave.

Isidro Más de Ayala.
Suplemento Dominical "El Día" S/f.

Texto recopilado y editados por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay, sin apoyo alguno y sin trabajo rentado[1]. Si me apoyan haré mucho más. Gracias.  echinope@gmail.com - @echinope

[1] Uruguay no cumple el Art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

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