La muñeca
Raquel Martínez Silva

Es la hora del regreso.

Avanza el ómnibus desbordando risas y alboroto.

Trae a los niños de la escuela hacia sus casas.

 

De repente, en una loma, explotan en el aire los cantos y las risas, y todo es muerte, y humo, y fuego, y confusión.

 

Los trozos retorcidos del metal se enroscan con pedazos de miembros mutilados. Toda la alegría, en un instante, se transforma en dolor.

 

Suben la cuesta las madres, corren, llegan, buscan, gritan, lloran. Sabían, temían, sentían desde el inicio de la guerra, que este día iba a llegar.

 

Una de ellas encuentra en una zanja la muñeca querida de su hija, limpia, entera, ilesa, pintada en el rostro la sonrisa.

 

La mujer es judía, o musulmana, o  practica  el vudú o algún rito africano, o tal vez,  por qué no, sea cristiana o católica apostólica romana.

 

Mucho después, cuando han enterrado los despojos en una fosa común, cuando están agotados los ayes y los gritos y las lágrimas, cuando llega la hora del silencio, bajan las madres sorteando las piedras del sendero. Una,  lleva apretada la muñeca contra el pecho.

 

El camino es largo, duro, lento. Sea en Beyrut o en Tel Aviv, en el Congo o en Haití, en Irak o Afganistán, el camino es largo, duro, lento, porque el dolor es igual.

 

La  mujer llega a la casa vacía, sólo tenía una hija, el hombre lucha en la guerra. Coloca la muñeca sobre la mesa y se deja caer en una silla.

 

Entonces mira a la muñeca. La muñeca le sonríe. La mujer siente ahora un odio incontenible, se levanta y toma las tijeras. Destroza la muñeca en mil pedazos y los quema hasta reducirlos a cenizas. Sale y esparce las cenizas en el fondo de la casa. Entra.

 

Termina el día. A lo lejos repica el bombardeo y la muerte prosigue su cosecha hasta……¿cuándo?

Raquel Martínez Silva 

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