Juan Martín y Nicanor
en las invasiones inglesas

Raquel Martínez Silva

La noticia corrió de boca en boca, a gritos en la plaza del mercado, a murmullos en los bancos de la iglesia, y más formalmente en la convocatoria del Gobernador de Montevideo, Don Pascual Ruiz de Huidobro:  ¡¡¡Buenos Aires estaba en manos de los ingleses!!! Y por lo tanto Montevideo amenazada.

 

El frío de fines de junio de 1806 estimuló la actividad solidaria y rápidamente empezaron los preparativos para la expedición reconquistadora.

 

Todo Montevideo participaba: ricos, pobres, trabajadores, comerciantes, clero, grandes y…chicos.

 

Juan Martín y Nicanor formaron equipo con otros  niños de la Parroquia para recorrer las humildes casas de la ciudad, recabando víveres y prendas de abrigo para los expedicionarios que irían a rescatar  Buenos Aires.

 

En los ratos libres jugaban a “ingleses y porteños” donde el papel de Virrey Sobremonte debía jugarlo, como prenda, el que menos vituallas recaudara en el día.  

(¿Qué me contáis de invasiones?
Yo me quedo en la Comedia
para escuchar las canciones
y acomodarme las medias.
 
¡Luchad porteños valientes
con mil fusiles sin piedra
ni cartucho!¡buena gente!
Cuando la batalla arredra
 
yo corro para otro lado
cargando con todo el oro,
que no por ser conquistado
me robarán el tesoro) 

Y luego debía correr por todo el pueblo con las insignias del Virrey, sufriendo las burlas de la gente.

 

En agosto, Juan Martín y Nicanor se entreveraron en los festejos de la “Muy fiel y reconquistadora” que cantaba y bailaba sin olvidar que el enemigo estaba cerca.

 

En el verano de 1807,  jugaron a quién contaba más barcos ingleses en los dos grupos anclados frente a Montevideo, y a quién vislumbraba mejor el armamento de cada uno de ellos. Eran más de cien!!

Dieciséis fragatas, 
bergantines, siete.            
Un barco pirata 
con cuatro grumetes 
y un marinerito 
arriba del trinquete.

Al enterarse Don Ignacio (padre de J. Martín y amo de Nicanor)[1] de las correrías de los niños, les prohibió terminantemente salir del terreno de la casa: ya los ingleses habían desembarcado en Punta Gorda.

 

Los  niños, un poco asustados y un mucho divertidos con la nueva situación, veían a la

[2]“Tía” Eufrasia venir del mercado con víveres como para un pequeño ejército, que almacenaba en las abarrotadas alacenas; al “Tío” Cirilo  reforzar puertas y ventanas y tener el coche y los caballos siempre dispuestos a partir a cualquier hora del día o de la noche. 

Popham tiene Maldonado,
Auschmuty ha desembarcado
y nuestro Virrey "al cuete"
se retiró al Miguelete.

Cuando los ingleses abrieron la brecha en la muralla el 2 de febrero, Juan Martín  y Nicanor no vacilaron en escaparse con cueros y cebos del depósito de D. Ignacio para ayudar a cubrir el boquete.

 

-¡No pasarán!- Gritaban mientras trabajaban febrilmente, codo a codo con hombres y mujeres.

 

Pero, en el fondo de su corazón, deseaban ansiosamente enfrentarse con un inglés, escuchar su lengua extraña y comprobar por sí mismos si eran ciertas las barbaridades que se contaban de la conquista de Maldonado.

¡No pasarás, inglés!
(atraviesa la muralla,
quiero ver si eres cortés
o solamente un canalla)

¡No pasarás, inglés!
(abre de nuevo la brecha,
quiero escuchar tu "yes, yes"
y matarte con mi flecha.) 

El 26 de enero el ruido de los cañones ensordeció la ciudad. El olor a pólvora invadió calles, casas y caballerizas, colándose por las rendijas, serpenteando por los dinteles, expandiéndose por las cocinas y anulando el aroma de guisados y pucheros hirviendo. El humo convirtió un luminoso día de verano en un gris que borroneaba los límites, tapaba el sol, inundaba los pulmones.

 

Tras las murallas los muertos quedaban sin sepultura, no había tiempo para ellos y

no lo permitía el fragor de la lucha.

 

El 2 de febrero vio  entrar las tropas inglesas en Montevideo y apoderarse de la Matriz.

 

Juan Martín y Nicanor, agazapados en la azotea de su casa, lanzaban piedras y baldes de agua hirviente a las tropas que pasaban. El amito gritaba y el negrito corría a llenar los baldes y a acarrear las piedras, pero en el entusiasmo y el odio al invasor  no había diferencias entre ellos. Y no fue sólo en casa de D. Ignacio la resistencia. Montevideo no permitió el desfile ordenado de los disciplinados  soldados, piedras, botellas, agua, flechas, todo tipo de armas caseras usaron los pobladores.

 

Al día siguiente, tranquilizados los ánimos por efecto del cansancio, llamaron los ingleses al pueblo a prestar juramento a Jorge III (Rey de Inglaterra) en la Plaza Mayor.

 

Don Ignacio, hecho prisionero la víspera, y por ser considerado “persona importante”, no fue liberado junto con los otros comerciantes casados, sino que marchó, junto con Ruiz Huidobro  y los oficiales militares, a los buques de guerra.

 

Mucho lloró Doña Inés, rodeada de sus hijas, que ante la desgracia familiar no se acordaban ni de ir a las tiendas inundadas de hermosa mercadería de Inglaterra, producto de la nueva maquinaria que se estaba usando en la isla.

 

Mientras tanto los comerciantes se enriquecían, y todos, o casi todos, eran conquistados de alguna manera por los modales refinados de los invasores y los editoriales antihispanos de “La Estrella del Sur”.

¡Maldita Inglaterra!
porque a nuestra tierra
entraste vencedor
con armas de guerra,
con muerte y dolor.

¡Bendita igualmente!
porque en nuestra mente
y nuestro corazón
sembraste simiente
de liberación.

J .Martín y Nicanor pasaban las noches en vela pergeñando un plan para rescatar a Don Ignacio.

 

Recordaron lo que el “Tío” Osmar les contara sobre un desertor inglés (que en realidad era  holandés) que, con una herida de bayoneta en el hombro, se había refugiado en casa de “Ña” Clara, una negra liberta porque sus amos habían muerto sin dejar descendencia.

 

Decidieron acudir a él.

 

Una noche tibia y estrellada se deslizaron furtivamente fuera de la casa. La luna llena refulgía en los sables de los soldados ingleses que hacían la ronda por la ciudad.

 

Corriendo a trechos, agazapándose tras cada árbol, reptando entre los cercos, pusieron una hora en llegar al humilde rancho próximo a la muralla.

 

Ña Clara los recibió con  ¡“Dios del cielo”! y “¡Avemaría purísima”! mezclados con invocaciones a sus dioses africanos y abundantes gesticulaciones de brazos, cabeza y manos.

 

En un rincón de la choza, sobre una jerga miserable pero limpia, yacía el herido.

 

Johannes Van Gam, que así se llamaba el inglés que no era inglés, hablaba un español muy extraño, pero los niños pudieron entender que era un pirata venido a menos y convertido en mercenario de cualquier corona. Sin embargo, con los ingleses no se había entendido, y a raíz de una disputa por unas joyas en el saqueo de Maldonado, había desertado al atravesar la brecha de Montevideo, con tan mala suerte, que su uniforme le valió la herida que ya estaba sanando.

 

Ña Clara y Van Gam escucharon atentamente a los niños y decidieron apoyar su empresa.

 

Esperarían hasta la  otra luna nueva, cuando, ya curado el hombro del herido, con ayuda de la oscuridad y su conocimiento del inglés, se arriesgarían a llegar al buque donde se encontraba Don Ignacio.

 

El día antes del rescate entregaron una nota a un grumete que  compraba fruta en el  mercado. Como no entendía una jota de español creyó que se trataba de una inocente cartita de los hijos y se comprometió, por unos pocos reales, a entregarla a D.Ignacio sin que se enteraran sus superiores.

 

Don Ignacio estaba, pues, preparado para la gran noche. Debía salir al puente a las tres de la mañana con la excusa de tener mareos y vómitos, así ningún guardia querría estar muy cerca de él. Luego debía inclinarse sobre la borda como al descuido y caer al agua en el preciso momento en que Nicanor chillara como una lechuza.

 

Así sucedieron las cosas, tal como se planearan. Al caer al agua Don Ignacio fue rescatado inmediatamente por el bote que timoneaba el holandés y rema que te rema ya se encontraban a buena distancia cuando empezó el tiroteo.

 

También D. Ignacio debió refugiarse en casa de Ña Clara, de donde pudo salir recién cuando fueron vencidos los ingleses.

 

El 5 de julio, los británicos, derrotados en su nuevo intento de conquistar Buenos Aires, firmaron un convenio con el compromiso de retirarse y entregar Montevideo.

 

En la primavera vuelve a casa Don Ignacio y, luego de abrazar largamente a su esposa, le dice: “Inés, si pudimos luchar solos contra los ingleses y gobernarnos sin el Virrey, ¿no será que ya estamos grandes como para independizarnos de España?”

 

Referencias:

 

[2] “Tío” y “Tía” eran apodos con que se denominaba a los esclavos negros de la casa.

 

Raquel Martínez Silva 

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