Felisberto Hernández

Un viajero falsamente distraído

por Carlos Martínez Moreno

Tal vez no exista, en las letras nacionales, un escritor que en tan pocas páginas haya empleado tantas veces el pronombre personal “yo” como Felisberto Hernández (muerto en Montevideo, a los sesenta y dos años, en enero último). Sin embargo, este personaje que dice siempre “yo” no es un ególatra; es, en cambio, uno de los seres humanos más elusivos y uno de los creadores literarios más ambiguos que hayan alentado en el Uruguay contemporáneo.

Su obra es parva y, en sus expresiones que más importan, relativamente espaciada. Para clasificarla, Visca ha propuesto empezar por la prehistoria de Felisberto Hernández. Comprendería unos folletos editados con increíble chapucería, a veces en imprentas departamentales: Fulano de tal aparece en Montevideo y en 1925; Libro sin tapas se edita también en la capital y en 1929; La cara de Ana surge en Mercedes, en 1930 y La envenenada, manojo de cuatro cuentos, en Florida y en 1931. Sólo he podido leer éste, entre los cuatro fascículos de esta prehistoria; y no puedo lamentar que los otros sean inencontrables.

La historia del escritor reempieza, años después (1942) con dos libros de iteración anual: Por los tiempos de Clemente Colling es de 1942 y El caballo perdido es de 1943. La producción de Hernández trasciende públicamente las fronteras del país (su condición trashumante de pianista de segunda línea ya lo había hecho) cuando Sudamericana de Buenos Aires edita Nadie encendía las lámparas, colección de diez cuentos, en 1947. Nadie encendía las lámparas es un “succés d’estime” (o, para otros, de desestima) pero no termina de acercar la obra singular de Hernández al público rioplatense. Varios escritores argentinos me han preguntado por ese libro, del que tienen un evanescente recuerdo, como si se tratara de una materia extinta, lunar, no creada por nadie; desconocen lo que Hernández escribió a partir de esa fecha, conservan del volumen una impresión extraña, amazacotada, desentendida. Les “gustó”. Pero Hernández, nunca prolífico, siguió sin embargo escribiendo. En el número 4, correspondiente a abril - mayo de 1948, la revista Escritura publico su cuento Mur, y en el número 8 (diciembre de 1949) su nouvelle Las hortensias, editada en posterior apartado. La casa inundada (un volumen que comprende el relato homónimo y el cuento El cocodrilo) es editado en Montevideo por Alfa, en 1960, y es el primer éxito de público, que muestra al lector uruguayo en una disposición ávida hacia la obra de Hernández. Su varia fortuna publicitaria comprende la previa inclusión en periódicos de los cuentos que recogen sus dos libros principales, una edición para bibliófilos de El cocodrilo, su inserción en antologías, etcétera.

A esta obra equívoca corresponde un destino literario equívoco. Emir Rodríguez Monegal —que en Narradores de esta América proclamó, de pasada, su interés por él— pasa por haber escrito las notas más acidas a su respecto, desde una aparecida en la revista Clinamen en 1948. Sustancialmente, le reprocha dos cosas: escribir muy mal (da ejemplos, podrían multiplicarse por centenas) y acercarse a los temas centrales de su creación con cierta pueril inmadurez de los medios expresivos, que trasuntaría una falta de crecimiento o adultez en el narrador.

Otros críticos, con no menos rotundidad, han considerado que esa forma desmañada, objetivamente incorrecta, desaliñada de escribir es —por una habilidad que opera su rescate— uno de los recursos del autor, su forma de instaurar, a través de vacilaciones y tanteos que preparan a ella, un estilo afín a la materia vagarosa y casi inasible sobre (o alrededor de) la que escribe. Hay incluso la posibilidad de que Felisberto Hernández sea considerado un humorista del estilo; aun sin postularlo de modo expreso, hay exegetas que prefieren hablar de su idioma, de las sorpresas que él depara, a la tarea de censar o pesquisar durezas de gramática o penurias en la articulación de los períodos. “Hernández no es lo que se llama un estilista —ha dicho Ricardo Lateham— y a veces escribe con descuido y desaliño. Pero nadie entre sus compatriotas posee un poder sugestivo semejante”.

Las áproximaciones literarias de que ha sido objeto no son menos curiosas que este pleito sobre su lenguaje. Zum Felde ha propuesto cotejos (similitudes, diferencias) con Proust, con Kafka, con Borges. Latcham, sin mencionar parentescos literarios pero apuntando a otra suerte de filiaciones estéticas, sugiere una vinculación con lo goyesco y lo esperpéntico, que repite Visca. Mario Benedetti recoge los nombres de Kafka y de Borges y agrega, por su parte, el de Macedonio Fernández, cuya concepción del hecho literario me parece mucho más refinada y viciosamente intelectual que la de Felisberto Hernández.

Yo mismo propondría otra aproximación, casi pidiendo disculpas por participar en el juego, y ateniéndome a un mero aire de familia. Se me ocurre que Felisberto Hernández presenta puntos de contacto con la obra de un distante compatriota suyo, que fue el mayor pontífice literario de cuantos repararon en la condición impar de Por los tiempos de Clemente Coliing. Me refiero, claro está, a Jules Supervielle. El escribió que Hernández lograba la belleza, y aun la grandeza, a fuerza de “humildad ante el asunto”, "la originalidad sin buscarla en lo más mínimo”. Hay algo queque emparenta a Hernández con Supervielle: esa suerte de asombro por inaugurar todos los días un mundo que para los demás es largamente édito, esa refrescante (aunque a veces dudosa) credulidad de que el misterio suele alojarse, bajo la piel de lo más trivial. Pienso no sólo en el Supervielle de algunos relatos (La mujer del placard, la viuda que se paseaba con dos carneros) sino en el más importante, en el poeta. Léase Chambre voisine, conociendo la obra de Hernández, y se advertirá el lazo de no tan invisibles —aunque seguramente sí casuales correspondencias (La misma obsesión de las manos —que Senechal examinaba en Supervielle— está a lo largo de toda la obra de Hernández.)

Es claro que la lista del “me recuerda” no se agotará nunca, en parte porque el mecanismo asociativo de los críticos funciona como el de los demás mortales y se abastece de más lecturas, y en parte porque toda esa parcial proliferación de parentescos y semejanzas alude a la misma singularidad del mundo narrativo de Hernández, un mundo distinto en medio a ese panorama que, desde su igual mitad argentina y para referirlo a la sorpresa de Las ratas de José Bianco, Borges definió como “el melancólico realismo de los Payró y de los Gálvez”.

Latcham apuntó con vehemencia esa condición de “fuera de serie” —como diría después Angel Rama— de la obra de Hernández: “No se parece, desde luego, a ningún otro autor de su país”, escribió.

En ese simplimismo por dicotomía, que escinde la realidad literaria de la narrativa del Uruguay en literatura rural y literatura ciudadana o urbana —dualidad por la que empieza Latcham su comentario— Felisberto Hernández escapa a cualquiera de esas casillas. Angel Rama recuerda que recorrió el país de cabo a rabo; también conoció y frecuentó la provincia argentina, por cuyos pueblecitos pasó, en cuyos biógrafos o clubes sociales tocó el piano, en cuyas fondas durmió, en cuyos pobres restaurantes comió y bebió.

Si pasamos más allá de estas generalidades externas y situacionales, para atisbar el mundo que proponen los libros de Felisberto Hernández, nos encontramos —otra vez— con que los exegetas han sido mucho más profusos de lo que la engañosa modestia del autor parecía solicitarlo. A propósito de ese mundo, se ha hablado de su misterio,  se ha hablado de su fantasía; se ha hablado de su extravagancia, de la condición estrafalaria de los seres que lo pueblan; se ha hablado de su morbosidad, de su aire de pesadilla; se ha hablado de su grotesco, se ha hablado de su ubicación de zona límite, entre la sensatez y lo demencial; se ha hablado de su descomposición, de su aire de decadencia y disolución; se ha hablado de su condición de materialidad, de crasa materialidad, de espesa materialidad, de “incontenible materialidad” (como apunta ERM).

Y se han prestado a ese mundo relaciones con una filosofía (la de Vaz Ferreira, parentesco refrendado por cinco líneas de juicio laudatorio sobre Fulano de Tal) y hasta con una metafísica. Se ha postulado, bien que sin palabras que expresamente lo digan, su inserción en un concepto fenomenológico de la realidad. Se ha evocado la estirpe bergsoniana de la memoria a que responden los dos primeros libros serios de su carrera —Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido— y que prosigue, aunque distorsionada o refractada, en Nadie encendía las lámparas.

Y como a pesar de que no se han escrito demasiadas páginas sobre Hernández, casi todo parece dicho a su respecto, se ha indagado también en el terreno de sus símbolos, una jungla de símbolos capaz de hacer las delicias del psicoanálisis aplicado al hecho literario. Mario Benedetti ha visto con agudeza que son demasiados símbolos —muchos y muy serviciales— y que eso precisamente los torna sospechosos; no comparto, en cambio, el sentido del párrafo por el cual él parece atribuir esa multiplicidad a un propósito, consciente o no, de atarear o despistar a la crítica, porque el histrionismo y el exhibicionismo de Hernández, si acaso existían en otros campos, seguramente no se ocupaban de éste.

Quizá esa multiplicidad señale, en cambio, las inconsecuencias o los errabundos tanteos de una creación que no tiene la condición de orbe cerrado y sólidamente deliberado que los críticos le adjudican, aunque sí frecuentes recurrencias que muestran las limitaciones cabales del entendimiento que la concibió.

Ese mundo supuestamente misterioso está presidido por una casi invariable primera persona. El personaje central del relato puede no ser el que dice “yo” (no lo es en Mur, no lo es en El balcón. no lo es en La casa inundada, etc.) pero con excepción de Las hortensias (atroz fantasmagoría erótica sobre muñecas) toda esa literatura está escrita en primera persona.

Esa primera persona tiene, además, obvios rasgos conocidos de Felisberto Hernández. Es pianista y da conciertos! peregrina y sufre estrecheces, lucha con la avaricia de empresarios de poca monta, pasa por vagos pueblos de provincia, vive en hoteluchos más o menos sórdidos., se lía en forma casual, antojadiza o desaprensiva con gente casi siempre dotada de algún rasgo espiritual o físicamente caricaturesco. Pero Hernández no cuenta estrictamente las vicisitudes de su vida sino que redacta lo que Zum Felde llama “evocaciones ele índole psico - biográfica”. De ahí las distorsiones, la caricatura, el esperpento. Todo pasa por el filtro de una memoria caprichosa, que se afirma como tal. y todo sale de allí con el sello de una inevitable deformación paródica.

La mecánica con que es descrito el comportamiento de ese personaje y el de quienes lo rodean, tiene algunos rasgos repetidos, insistidos a lo largo de toda la obra de Hernández, tipificados en ella.

El personaje, para empezar, es un personaje a partes que imprime su desajuste íntimo sobre el desajuste objetivado y plural de un mundo a partes. Visca ha dicho, a ese propósito, que “la apariencia fantasmal de lo real proviene de que, así como da vida a lo inanimado. otorga independencia a lo dependiente”. Es un rasgo que ya veremos.

Ese personaje y quienes se ligan con él traban conversaciones azarosas, esquizoides, tranquilamente delirantes, cuasi demenciales.

El autor coloca a uno (el “yo” narrativo) y a otros frente a misterios o ignorancias deliberados o pueriles, por los que ese mundo de primera apariencia cotidiana se hace inaveriguable (“Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían”).

Porque quienes hablan de la gula, de la sensualidad, de la crasa grosería que suelen dominar en la superficie de ese mundo narrativo, parecen no haber advertido cómo se opera en él la dilución de lo material en lo inmaterial, como se da la flotación de lo real sobre un fondo de sustentación inescrutable (alegóricamente insinuado por La casa inundada).

En los relatos de Felisberto Hernández se bebe y se come en exceso (“yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca, se lee en El balcón). pero nunca se dice muy concretamente qué se come ni qué se bebe. “El regusto de la vida material”, de que habla Rama, se encuentra siempre, a primera vista. Pero apenas una vez, en todo ese largo y opíparo festín tenebroso que se da en El balcón, sabemos qué se come, por un resto de acelga que queda colgando de una de las comisuras de la boca del viejo. En cuanto a la bebida, suele decirse que es “oscura” (El balcón), “cara” (Mur), o a —lo más— que es “un buen vino” (La casa inundada) o un “vino de Francia” (Las hortensias). Otras veces, el narrador se limita a consignar que se ha emborrachado con “una bebida que tomaba por primera vez” (La casa inundada)

Puede añadirse que esa indeterminación consciente se corresponde a una condición de éxtasis simplote, de arrobamiento cándido o solapado frente a las cosas más elementales, actitud que trata acaso de conferirles una tercera dimensión que a menudo no tienen.

Y al mismo tiempo que lo material queda emplazado o puesto en entredicho o entre paréntesis por esa suerte de indefinición provocada, de tirón hacia el misterio o hacia la nada, se opera la extraña corporización de lo inmaterial! Al silencio, por ejemplo, le gusta escuchar la música y quedarse pensando lo que ha escuchado; cuando es de confianza, pasa entre los sonidos como un gato con su gran cola negra; el silencio enciende los sonidos como si fueran velas; el silencio levanta una pata, como un animal pesado; el silencio tiene tripas, vive entre olores de madera, tiene profesores qua lo dirigen, es comparable a un elefante dormido, forra a las personas, etc.

Los dos procedimientos que contribuyen a reforzar esa impresión de absurdo, son los enumerados por Visca y razonados por Rama: la cosificación de las personas y la personificación de las cosas (o animismo, como le llama Visca).

Ambos recursos pueden ejemplificarse hasta la saciedad.

La cosificación de las personas se da o mediante una simple metáfora que las envuelve y desencarna súbitamente (“al verla de atrás, con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a caminar”, “yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero”, “yo estaba tan tranquilo como un vaso de agua encima de una mesa”) o por el uso de verbos que cosifican la acción corporal, enajenándola del ser (“él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en el otro”) o por la descripción de actitudes que suponen una transferencia espacial de lo íntimo, de lo interior. Por esta última vía, Hernández consigue un efecto humorístico, a veces grueso, que nace de una sensación de chusco, desembarazado extrañamiento físico de sí mismo (“yo ya me sentía solo con mi cuerpo”, “lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación”). Finalmente, tal cosificación se opera por la desintegración a partes, que “otorga independencia a lo dependiente”  (Visca) que hace de las partes del cuerpo “elementos, objetos autónomos” (Rama). Toda la obra de Felisberto Hernández está surcada por este proceso de dislocación física: “Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente”, dice el narrador, convertido en caballo, en La mujer parecida a mí. Hay cientos de ejemplos: “su cara había hecho una sonrisa”, “puse los ojos en la ventanilla”, “con los ojos sobre las cosas”, “las manos llevaban hasta cerca de la nariz el café”, “las manos querían probarse los guantes”, “se le ocurrió llevar a pasear un rato, las manos por el teclado”, “la nariz le sobresalía de la cara como un deseo apasionado”, “mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante”, “la cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta”, “parecía que aquel dedo fuera a cantar”, “permanecía con su cara flaca apretada entre las patillas”, “mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta”, etc., etc.

Simétricamente, las cosas inanimadas adquieren movimiento y vida propios: “el piano era una buena persona”, “había una familia de muebles rubios”, "los focos tenían sombreritos blancos”, las puertas “tenían poca madera y parecían damas escotadas o de talle muy bajo; las cortinas eran muy tenues y daban la impresión de que uno sorprendiera a las puertas en ropa interior”; “un árbol estaba parado en el cordón de la vereda”; los muebles tienen vientres, las jarras tienen caderas, las sillas enfundadas tienen polleras que el narrador niño levanta, con inepta y obscena ingenuidad, etc.

En un mundo cruzado por tales tramoyas, desquiciado por tales trucos, por tales perversiones del significado, la posibilidad consciente parece siempre una empresa a tentar deliberadamente, o una empresa a retrasar o postergar, o una empresa a detener al borde del instante en que aflore (“m di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente”). Es un proceso que se cumple a sacudones, casi siempre interrumpido por el absurdo dominante. Allí, los más simples e instantáneos reflejos de acomodación física se dan en una suerte de ralenti, que los hacen parecer asumidos con una premeditación siniestra (“Creí que me quería decir un secreto y puse la cabeza de costado”; “yo fui a hablar y nó encontraba la voz; tardé como si hubiera tenido que buscar el sonido en algún bolsillo”; “yo dejaba escapar la respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme”: “su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara”).

Tal es —podría detallarse mucho más— el repertorio, tal es la mecánica de ese mundo, en el que lo fantástico sobrenatural aparece muy pocas veces (el acomodador cuya frente segrega luz), pero en el que la desarticulación y el disparate, a menudo de cuño surrealista, están siempre presentes (“Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella”; “sacó la punta de la cadena, donde tenía un pequeño reloj; aquello era tan desproporcionado como si hubiera atado un perrito con una cadena de aljibe”; “dejando quietos sus ojos extraviados, ella también miraba sus recuerdos”).

En este terreno, están algunos de los mejores hallazgos de la inventiva de Felisberto Hernández; otros están en sus retratos esperpénticos. No tengo espacio para reproducirlos, pero menciono simplemente sus gordas, el cuerpo de Margarita excediendo el bote "como un pie gordo de un zapato escotado”; el pelo y los párpados del ciego Clemente Colling; el retrato físico de la señora Muñeca' en El comedor oscuro.

Claude - Edmonde Magny habló una vez, a propósito de Kafka, de la ‘‘escritura objetiva de lo absurdo”. En Felisberto Hernández hay algo que podría llamarse escritura subjetiva de lo absurdo. La subjetivización está, las más de las veces, implícita. El narrador incluso la propone como si fuera un dato de hecho. Pero las recurrencias de ese mundo acreditan el predominio incontrastable de una conciencia singular que lo describe y lo dispone, presente y dueño del decreto de la existencia de las cosas.

En primer lugar, todos los hechos, todos los sentimientos, todas las sensaciones, todas las emociones, todas las pasiones existen a escala absolutamente singular de ese protagonista fuera de serie. Es lo que Zum Felde ha llamado "el clima de la refracción subjetiva, de lo ultrarreal (o intrarreal, mejor dicho)”.

Ese personaje, por lo demás, trafica en el mundo que conviene a su particular incongruencia, hace por crearlo a la medida de ella.

Eso de que se beba y se coma hasta el exceso sin que se sepa al detalle (y con deleite epicureísta) qué se come ni qué se bebe, tan sólo significa que se quiere dar el exceso y no el regusto material de las cosas, el estado y no su causa. Porque es lo que mejor corresponde, lo que más dócilmente se aviene a ese orden de significaciones reales abolidas o degradadas, en que invariablemente se mueve Felisberto Hernández.

La imprecisa geografía urbana o suburbana (una ciudad, un río, calles, casas, esquinas, ¿cuáles?, no se dice), la vaguedad deliberada o indocta que desencaja a las cosas o las exime de un sentido de referencias reales, de correlatos verosímiles, buscan crear un aura de disolución o decadencia, en que las cosas mismas se evaporen. Rama ha dicho que “la particular operación creadora de Hernández consistió en descubrir nuevos sistemas de relación entre las cosas reales, seres u objetos, sin alterar la esencia de cada uno de ellos, limitándose —y sin duda ya es mucho a modificar el juego de relaciones que establece la trama de lo real”, lo cual es discutible, pero, sobre todo, demasiado argüido, desde que —como sucede a menudo— el crítico endosa al creador un aparato de intenciones (y no ya sólo de resultados) que seguramente no tuvo. Ricardo Latcham, por su parte, había advertido en Felisberto Hernández “su extraña capacidad para descomponer la realidad y alterarla con procesos que conducen al sueño, a la pesadilla y al vértigo”, lo que supone una operación más elemental que aquélla que como intención (Rama) o como resultado (según yo creo) puede atribuírsele.

Las casas desconocidas (“por qué yo necesitaba entrar en casas desconocidas”, “me atraían los dramas en casas ajenas”, “ni siquiera relaciones como para entrar en casas desconocidas”), las casas descalabradas —inundadas o no—, las piezas de hotel, los túneles, los comedores oscuros, son fantasmas de escenarios para que discurran por ellos fantasmas de seres que se enreden con fantasmas de cosas y con fantasmas de significaciones (“salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada”). En ese mundo delicuescente, disoluto, la perspicacia del conocimiento es como un muñón que se hunde sobre materias blanduzcas.

Y ese mundo es el que idealmente convenía a Felisberto Hernández (“debía dar la impresión de llevar con descuido, algo propio, misterioso, elaborado en una vida desconocida”); el que le convenía por sus dones y también por sus limitaciones.

En ese orbe, las percepciones del mundo exterior se dan como torpes o balbuceadas revelaciones de algo cuyo fondo conceptual el narrador no se atreve a indagar, y cuya existencia se postula por eso mismo —y de modo tácito— como incognoscible.

Lo cual, claro está, es capcioso. No creo que yo pudiera pensar en la obra de Felisberto Hernández si no existieran los adjetivos “capcioso”, “taimado”, “ladino”, “cazurro” y aún “avieso”. Sin embargo, son los que menos se han usado para definirlo o caracterizarlo, tal vez porque no se rinde un honor profundo y sentido a esa condición enigmática y perturbadora de humorista, de que genéricamente se le inviste.

Todo parece, en última esencia, estar ahí: en una inocencia ladina, taimada, en “esa inextricable mezcla de inocencia y perversión oscura”, de que habla Rama, en un aire torpe para irse aproximando insidiosamente a las cosas y al misterio de un oscuro sinsentido que las torna estúpidas y desoladas: “el misterio de la estupidez”, como el mismo Hernández escribe, un misterio que, como el que ofrece alguno de sus personajes, esconde “cierto matiz brutal, persistente, burlón”.

En ese mundo, muchos datos parecen niñerías (“La madre no quería dejarla ir porque tenía hipo”), inocentadas consentidas por el narrador sin mayor rigor crítico de la vida, supersticiones nunca verificadas o calibradas por la cordura (el hombre que daba absurdos banquetes porque su hija se había salvado de las aguas). En ese mundo, las apariciones sobrenaturales incurren en tonterías comatosamente pueriles, como la de aquella mujer que se le aparece al acomodador y marcha con un pie sobre un colchón y otro sobre el piso. En ese mundo, lo fantástico (la luz que segregan los ojos del acomodador) puede darse en prosaico maridaje con las cosas más trivialmente naturales (cacharros atados con hilitos, péndulos con cintas que los ligan a la pata de una cama, budineras con velas, etc.). En ese mundo, lo onírico puede ser inepto y caricatural (en El caballo perdido, al narrador que sueña las personas se le transforman en muebles que se mueven). En ese mundo, lo poético puede ser pueril (“Me gustaría que hubiera playas de harina”), lo sensorial puede ser caótico (los objetos que el narrador reconoce en el túnel de Menos Julia). En ese mundo, lo erótico puede ser tonto (“pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado”) o grotescamente desajustado (las polleras de las sillas, las mellizas que levantan el camisón a Hortensia) o simplemente glotón (“yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que le registrara con una linterna”) o desaforadamente impotente (“Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija el espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta”).

Todo propone allí una sumersión en los sentidos, y de ahí que se hable de sensualidad; todo propone asimismo una suspensión de la cordura (“Horacio recordó que había besado a María, por primera vez, en la copa de una higuera”); todo postula un estado crepuscular, somnambúlico, de límite demencial: Zum Felde habla, a ese respecto, de “los estados mórbidos de la vigilia”.

En ese mundo acecha toda suerte de exasperaciones sensoriales: la visual (“mi lujuria de ver” en El acomodador), la gustativa (en El balcón), la auditiva (en el horrible cuento Muebles El Canario, cabal ejemplo de las limitaciones de Hernández para el gusto, para la alegoría, para una forma directamente propuesta de trascendencia, de humor deliberado en el plan mayor de la sátira, donde infamablemente fracasa).

Pero ese mundo afloja, depone sus tensiones a la sorpresa de irlo poseyendo despaciosa y volublemente.

Y su morador se convierte así —en su mejor momento, en su versión preferible— en un viajero distraído que emprende un parsimonioso vagabundeo (versátil, a ratos irritante) entre las cosas. Es el ritmo de Por los tiempos de Clemente Colling, de El caballo perdido, de La casa inundada. “Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas —dice en este último relato— y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraído que tampoco supiera dónde iba".

En ese discurrir más lento es capaz del asombro flamante, de la novelería, de la novatada, de esa morosa inocencia que a veces nos exaspera (y tal exasperación es seguramente un efecto, y hasta un efecto literario).

Y decíamos que este mundo en disolución, en sursis, en suspensión de la cordura conviene al autor, incluso para camuflar sus limitaciones; porque a cuenta de las puerilidades intencionadas no pueden ponerse —en un examen riguroso— sus puerilidades auténticas (por ejemplo: en Mur el narrador cree que Darwin sostuvo que el hombre desciende del mono).

En realidad, Felisberto Hernández fue bastante sagaz para entreverar, disociar, disolver o disimular sus ingenuidades reales en una trama de ingenuidades deliberadas; él también —como el personaje de El balcón— “daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar”, postulando la apariencia de que todo candor era un efecto.

Más que en ningún otro caso, tal vez sea la suya una literatura determinada por limitaciones de formación (las mismas que lo llevaron a firmar, con inobjetable veracidad íntima, un manifiesto de “Cuba libre y democrática”), sólo trascendidas por un aparato de fantasía que lo acercó al misterio y también lo sumió a veces en el devaneo, y por un libertinaje muy a menudo feliz en el manejo del idioma (porque también en ese descoyuntamiento sepultaba sus penurias para un español más rico, elaborado y complejo).

Flaubert dijo una vez que cuando los estados que describe carecen de espina dorsal, es cuando más sólida tiene que ser la espina dorsal del escritor. Felisberto Hernández pudo vivir al margen de ambas exigencias, con oscilante fortuna. Suele no haber en sus relatos nada muy apreciable, más allá de la trama —divertida o mecanizada hacia lo monótono— de sus invenciones menores. Suele otras veces favorecerse con la adivinación o con el azar. Faltan en él una auto-conciencia de la ambición y un sentido de las proporciones de la empresa literaria que acomete. “No puede organizar sus experiencias ni la comunicación de las mismas”, le reprochaba Rodríguez Monegal. No siempre es cierto. De algún modo oblicuo, “al sesgo”, como él decía, su universo se nos comunica muy a menudo, por debajo o al costado de los balbuceos que lo formulan.

Ese mundo puede parecer pequeño, enrarecido, confinado, pero es un mundo original, que se asocia a un hombre en virtudes y defectos, un mundo que le pertenece, que le acompañará siempre.

Benedetti ha escrito que fue la de Felisberto Hernández “un alma ingenua y decidida”. Acaso la curiosa pareja de adjetivos esté dictada por la evidencia extra lúcida de una delicada duplicidad de ánimo, que es la cifra personal e inconfundible de la obra de Felisberto Hernández, ese hombre enigmático, taxativamente de pocas palabras, ese astuto cándido y ese arribista de la perspicacia, ese inocente, ese perverso, ese viajero distraído, falsamente distraído.

Textos consultados: Mario Benedetti, Literatura uruguaya siglo XX, Mvdeo., 1963; González Vera, Por los tiempos de Clemente Collins (sic), Marcha, N? 961, 29/V/59; Ricardo Latcham, Los relatos de Felisberto Hernández, en Carnet Crítico, Mvdeo., 1962; Angel Rama, Burlón poeta de la materia, Marcha, Nº 1190, 17/1/64; Emir Rodríguez Monegal, Nadie encendía las lámparas, Clinamen, año II, N9 5, mayo - junio 1948 y Narradores de esta América, Montevideo, 1962; Alberto Zum Felde, Índice crítico de la literatura hispanoamericana, La narrativa, tomo II, México, 1959.

 

Carlos Martínez Moreno

Revista "Número" 2ª Época  Nº 3 y 4

Montevideo, mayo de 1964

 

Felisberto Hernández en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

Facebook: https://www.facebook.com/letrasuruguay/  o   https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Martínez Moreno, Carlos

Ir a página inicio

Ir a índice de autores