Luis Martín - Santos
 

Silencio antes de tiempo

por Carlos Martínez Moreno

Recién venido de Europa, una de las últimas mañanas de este mes de enero, hablaba yo a un amigo, con todo entusiasmo, acerca de uno de los descubrimientos literarios más notables que me habían deparado el ocio, la navegación y el viaje. Alguien que apenas nos escuchaba con intermitencia, yendo y viniendo a través del diálogo y “por los alrededores de la cabeza de un hombre sentado”, interrumpió con una frase desconcertante: “Quizá ustedes no saben que están hablando de un muerto”. Esa mañana, en efecto, había llegado a Montevideo la noticia de la trágica muerte de Luis Martín - Santos. El 21 de ese mes se había matado en Vitoria, a los treinta y seis años, conduciendo su automóvil. Su padre, médico cómo él, había sufrido heridas gravísimas en el accidente. Un acerbo destino parecía concluir su obra con la muerte dé Martín - Santos: unos meses antes, en la primavera de 1963, su mujer había sucumbido del mismo modo, dejándole tres hijos.

La novedad de esta muerte tan prematura y absurda no alteraba mi elogio. Pero ponía ante mí mismo una interrogante, porque la fe con que yo hablaba de Tiempo de silencio —la única novela conocida del autor— precisaba de la vida del novelista para seguirse cumpliendo, para realizarse por entero en su dimensión renovadora, que apuntaba con tal brío en las doscientas veintidós páginas de este libro inicial y estupendo.

Luis Martín - Santos nació en Larache (Marruecos) en 1924. En 1946 se licenció en Medicina “cum laude” y su irresistible vocación por lo humano lo llevó, naturalmente, a ejercer la psiquiatría, tras doctorarse en Madrid, en 1947. Realizó, antes de decidir la que sería en definitiva su especialidad, investigaciones quirúrgicas, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas; y acaso los estudios sobre degeneraciones cancerígenas en los ratones, que ocupan al protagonista de Tiempo de silencio, tengan alguna reminiscencia de esa etapa de su vida, como indudablemente apela a su propia y reciente experiencia (reincidente, tal vez simultánea a los días de su escritura) la descripción de la celda en que el lamentable héroe es arrojado, a consecuencia de su estúpida desgracia por inocencia, que el libro relata cruelmente. Porque Luis Martín -Santos fue cuatro veces prisionero político del régimen franquista, y en puridad murió sin dejar de serlo. En 1957 es detenido por primera vez, y excarcelado sin lugar a proceso. En noviembre de 1958 se le incluye en la redada llamada de los intelectuales socialistas, es procesado y confinado cuatro meses en la prisión de Carabanchel. En mayo de 1959 vuelve a la misma prisión —siempre por causas políticas— y se pasa allí cuatro meses y medio, sacándosele cotidianamente bajo vigilancia policial, durante veinte días, para rendir oposiciones a la cátedra salmantina de Psiquiatría. A fines de setiembre se trueca su situación de prisionero por la de “residenciado”, adjudicándosele para moverse la zona de San Sebastián. En agosto de 1962 vuelve a estar preso, esta vez sólo por algunos días. Entre tanto, escribe, trabaja, actúa: en 1955 había publicado un ensayo sobre Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental; anunciaba otro sobre Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial; dirigía un sanatorio psiquiátrico, cuya jefatura había ganado por concurso; deja un copioso material literario inédito, entre el cual se menciona una ambiciosa novela inconclusa.

Esta es la ficha del hombre, un sujeto fuera de serie; sólo la ficha. Tiempo de silencio acompaña la imagen de esta presencia y este destino singulares. En un país en que cada escritor que se estime tiene a la espalda algún premio resonante, esta novela —la más importante de la actual promoción, y una de las mejores que se hayan publicado de autor español a partir de la caída de la República— no ganó ningún premio. Estaba obteniendo (seguirá obteniendo) el de la plebiscitación editorial. En Francia, las Editions du Seuil ya han lanzado con éxito Les demeures du silence. que asimismo leen en su idioma los lectores holandeses; están en curso de elaboración las versiones alemana, inglesa, norteamericana, sueca, danesa, italiana, portuguesa, etc. Lo que en otros casos es la obra de un lanzamiento publicitario prestablecido (el Formentor, por ejemplo) aquí se estaba y se seguirá cumpliendo al margen de los honores tipificados y por la sola gracia del talento.

Los editores españoles de la novela, tras reseñar su asunto, escriben al presentarla: “Lo más significativo del libro, no obstante, es su decidido y revolucionario empeño por alcanzar una renovación estilística a partir —ya que no en contra— del monocorde realismo de la novela española actual”.

Es ya algo que lo digan quienes editan habitualmente a los mejores exponentes de esa novela realista (los Goytisolo, García Hortelano); pero más halagüeño es todavía que sea —como es— una resplandeciente verdad.

Las grandes derrotas, las que suponen una quiebra nacional expolian, hostigan, exacerban el talento hispánico: la pérdida de Cuba trajo a la generación del 98; la caída de la República, los primeros y odiadores años de la pax romana de Francisco Franco han traído a la generación de narradores posiblemente más interesante que, como pléyade, haya tenido España en lo que va de este siglo. Luis Martín - Santos razonaba incidentalmente el por qué en una nota acerca del “Seminario internacional sobre realismo y realidad en la literatura contemporánea”, celebrado en Madrid.

Decía, al comentarlo, que no era aquél un simposio que - enfrentara a los escritores de occidente como bloque, en “su orgía de nihilismo ideológico y de refinamiento formal”, con los escritores socialistas, “afectados por un conformismo radical”. Allí la confrontación se producía, en cambio, “entre los mismos escritores occidentales, que han llevado a sus últimas consecuencias el efecto —sin duda fecundante, pero quizá a la larga desvitalizador— de la libertad intelectual y el grupo de los escritores españoles que, desde hace treinta años, carecen de esa misma libertad”. “Carencia que —agregaba— cuando no llega a ser totalmente asfixiante, produce un cierto vigor, casi fisiológico, en la agresividad y en la protesta”. La confrontación no había sido entre libres y dogmáticos, concluía, sino “entre libres y desesperados aspirantes a la libertad”.

Esa saludable técnica del primuvi vivere está, sin embargo, cautamente asordinada en la narrativa española contemporánea; hasta en ese sentido, el libro impar de Luis Martín - Santos es una demasía, una transgresión, un reto, el conato viril de una insolencia.

Porque para el escritor que vive y publica en España, y extrae de esos dos extremos el sentido de una resistencia civil estirada hasta el límite de lo tolerado, la censura es un cálculo previo, una operación preexistente de estima literaria. Y así entendida, genera inevitablemente la auto - censura. Lo peor de las torpes tijeras de los censores son las sutiles tijeras que se inflige a sí mismo el creador. Claro está, es mejor el logro transaccional, el esbozo inteligible de una crítica que la protesta de antemano imposible, redondamente acallada y esterilizada por la prohibición, condenada en definitiva al silencio.

Pero hay una manera de atravesar ese aro de fuego, aun chamuscándose, aun dejando allí los jirones. Luis Martín - Santos, a pesar de las ablaciones que su texto sufrió en manos de los censores, la había descubierto. Se cifra en la fantasía, en la inventiva, en el ingenio, en el insuprimible poder evocador de la palabra y la frase que no connotan directamente pero convocan el sentido más hondo de la materia a que aluden; se cifra en el talento verbal, materia prima del escritor, para decirlo en pocas palabras.

Y es eso lo que está en crisis -—a veces hay que pensar que en crisis voluntaria, auto - impuesta por escarmiento de la retórica, penitencial y antiespañola— en la presente narrativa de España. Hay algo de mutilación consentida y buscada en esa literatura de hombres personalmente jocundos, verbosos y vitales, cuya sustancia es el tedio y cuyo resultado, irreprimible a veces, es también el tedio. Desde un libro fundacional —especioso, ocioso, generoso tan sólo del papel en que está escrito— que ha tenido gran predicamento entre los escritores más jóvenes (me refiero a El Jarama, de Rafael Sánchez - Ferlosio) la narrativa española parece comprimida, más que por el naturalismo como estética, por el prosaísmo indocto, pero indeclinable e inelegible, de la naturalidad como meta. Sus cultores fían en que el sentido acusatorio de una novela (porque piensan que ha de tenerlo, aunque no sea de rigor) ha de surgir de sus entrelineas, del vaciado de su asunto, de la torva vacancia espiritual, de la estúpida dilapidación moral de sus personajes. Creen —o parecen creer— demasiado en las virtudes objetivas, meramente fotográficas de un diálogo que apenas si se mantiene un palmo por encima del sainete, cuando no cae en él. Hemingway y Pavese pueden ser citados como los equívocos maestros, pero el aséptico tratamiento exterior en que se decanta esa influencia (autos que toman gasolina, individuos que toman copas o se acuestan, con una indistinta falta de convicción, con una indiferente mecanicidad en el uso del tiempo disponible) la convierte tan sólo en un tic de contemporaneidad, en un aire de época ineludiblemente amanerado. Por astutos detalles, casi artesanales, en el manejo de esa materia y por el desmayado ritmo de la historia, el conjunto ha de ser inedificante, y ese resultado ha de hacer —más o menos elípticamente— las veces de la rebeldía, de la desafección, de la disidencia. Ese es el propósito.

No hagamos, con todo, cargos apresurados. Este es el dividendo honesto de viabilidad atribuido a lo perdurable de una protesta, por creadores que no esquivan con el cuerpo y la voz el compromiso propio, que no escatiman la firma de manifiestos, los telegramas o las cartas a los ministros, el interrogatorio judicial y a menudo la cárcel. A alguno de ellos, estoy convencido, ese estilo seco, conciso, despojado, que se prohíbe la escritura de un solo período como si la persiguiese el estigma de la elocuencia, personalmente le conviene, condice con sus aptitudes o sirve para orillar las más íntimas carencias o flaquezas; me imagino que ése es el caso de García Hortelano. A otros, por el contrario, abiertamente los perjudica: el Luis Goytisolo inicial de Las ajueras era, hasta en la intención de sus genericidades clasistas, mucho más rico y jugoso que el novelista de mayor pretensión pero de supresiones y concesiones a la moda de otros, que se advierte en Las mismas palabras. No creo, en general, que los españoles puedan ser a expensas de sofocar una abundancia que llevan en las entrañas desde que nacen; el sentido de la medida no es la virtud cardinal de su raza.

Luis Martín - Santos, solito, se sitúa en la vereda de enfrente de toda esa procesión de contenidos y auto - semi - silenciados. Para dar en cara a quienes crean que escribir es una mala palabra, escribe. Para afrontar a quienes imponen que éste sea, en España, “un tiempo de silencio” en que “todo consiste en estar callado”, habla. A su riesgo, y también para la soledad de su triunfo.

Con Tiempo de silencio vuelve a darse en España una prosa membruda, musculosa, circulada, atlética que (en ese caso, para bien y para mal) no se leía allá desde los escritos de Gómez de la Serna. Porque si en la apariencia Luis Martín - Santos se refiere desdeñosamente el alma mater del Pombo (en el aura de otro café, el Gijón, anota “los restos de todos los fenecidos ultraísmos, las palabras vacías de Ramón y su fantasma greguerizándose todavía a chorros en el urinario de los actores maricas”, pp. 64/5) en lo profundo hay algo que los emparentar la falta de taxativa cordura en los mejores momentos de imaginación de esa prosa; la atmósfera disoluta y esquizofrénica en que trabajan sobre una realidad sórdida para desfondarla y así satirizarla; el frecuente recurso al caos verbal (otros citan a este respecto a Joyce, que no era español) para dar un infaltable, último toque que el periodo correcto y circunspecto parecería haber estado regateándoles; un humor conceptual y culterano, etcétera.

Y también los vincula una abusiva y efusiva facilidad, una constante “felicidad de narrar”, aun en el extravío, aun en el exceso. Por la pendiente resbaladiza de esa facilidad, Luis Martín - Santos da el mal paso más español y notorio de este libro, el que lo lleva desde la divertida descripción del café de vociferantes y de esnobs hasta la escena, demasiado fácil, de ironía demasiado gruesa (con “sonrisas de merienda”, habría que decir citándolo) que transcurre en el atelier del pintor informalista.

Esa prosa distendida, torrencial, a veces paladinamente feroz, soporta bien el efecto paródico (predilecto de Luis Martín - Santos) que genera la aleación de los populismos más descarados, más desfachatados con las palabras más presuntuosas y esotéricas del argot médico, traído imponderablemente a cuenta de la tecnificación de nuestros modos actuales de vida, y aun en boca de los mediocres que hacen número en el campo de la ciencia (el protagonista de Tiempo de silencio no es, en resumidas cuentas, más que un mediocre a quien le ocurren cosas exorbitantes, luego de las cuales —en la última página del libro— parte a cero). Es imposible citar todos los pasajes en que esa junción produce el efecto desopilante —explosivo, cómico hasta la risa— de un esperpento vital, de una caricatura de la fatuidad y de la plebeyez, en rasgos entremezclados. Recuerdo al pasar el fragmento (pág. 94) en que se cotejan las condiciones que los arquitectos sanitarios prefieren para los modernos quirófanos y las que el médico del libro afrontaba, en una destartalada chabola (en el miserable tugurio de un “cantegril” madrileño) para asistir a una mujer abortada, que se le moría de hemorragia. No siempre la materia de esa aproximación es tan golpeante, pero casi siempre se levanta hacia un efecto de arrebato flanqueado por la burla; que es la mejor zona del ingenio de Luis Martín - Santos;

Estoy diciendo así, casi literalmente, que Tiempo de silencio entronca con esa lujosa tradición de lo raído, que es en España la tradición de la picaresca. Por los mismos modos de la picaresca, puestos al día en 1962, llega a evocar el autor “la esencia de un país que no es Europa” Cp. 58).' Dispone de algo que los clásicos también tenían: el humor de la verba. Sería interminable dar ejemplos' felices espigándolos de estas doscientas veintidós páginas henchidas, atiborradas de frases sorprendentes,'descerrajadas,' disparadas a propósito de cualquier cosa; la lectura ‘directa proporciona un placer infinitamente mayor que cualquier tentativa antológica, que inevitablemente aísla el bocado de su salsa, el gusto de su. condumio. Hay, por lo demás, páginas enteras que son literariamente memorables: la reflexión sobre las ciudades actuales, la descripción de la vida y la pensión de la viuda militar del “héroe de buen ver”, el coloquio de las tres mujeres con el médico, en el comedor de la pensión, el panorama onírico y rotoso de la chabola, al acercarse a ella el médico y su ayudante en ratones, los regocijantes monólogos en caló del truculento Cartucho, deus ex machina inefable de la novela, etc., etc.

Es posible darse aquí y allá, episódicamente, a la caza de filiaciones; mejor es demostrar que ellas revierten el grado posible de parentesco al viejo tronco común. Así, hay giros deliberadamente artificiosos (“el charco de sangre sobre el que su todavía-no-cadáver flotaba”, “la no - madre - no - doncella”) que suscitan el recuerdo de -Macedonio Fernández. Pero Martín - Santos no conocía, seguramente, a Macedonio. La similitud sólo abona lo que ambos han debido a Gracián o a Quevedo.

El escrutinio de los procedimientos del humor puede tornarse fastidioso es sus larguezas: Hay, en cambio, algunos rasgos generales que no pueden ser omitidos.

El más saliente de ellos es el que convierte a toda la peripecia —truculenta, dramática, nostálgica, sanguinosa, azarosa, lamentable— en una simple alusión. Por más atroz que sea el relato —y Luis ’Martín - Santos suele ensañarse— asistimos a sus alternativas con un ánimo semejante al del “distanciamiento” que postulaba Bertolt Brecht. La misma relación de hechos, con sus dos muertes cuya distinta estupidez e igual gratuidad se compensan simétricamente en el destino de un hombre, apenas se recata de decirnos que su materia —rigurosamente posible— es un tropo, una irrisión siniestra y artística de la vida, como en los disparates de Goya. El único agonista y la única historia real se refieren, como en el caso de Goya, a toda España, a España en “los años difíciles de la desmoralización total” (p. 17). La censura pudo cortar un fragmento (supongo, por mi cuenta, que ubicado a página 135 del libro) pero no podía impedir la inferencia que se alza de toda esa fantasmagoría satírica que hace la novela, que la anima, que la distorsiona, que la torna permanentemente tragicómica, permanentemente acusatoria de lo que dice y apunta, infalible en su hermosa condición de libelo.

Hay libros en que lo envolvente de una previa escenificación paródica somete por entero a la historia que se narra, esclaviza o volatiliza la anécdota, y consigue así un efecto grueso y caricatural, en que está su fuerza: pienso, por ejemplo, en El sueño de los héroes, excelente pintura del compadre orillero de Buenos Aires, con la que Bioy Casares no obtuvo el éxito que su acierto merecía, el fácil éxito a primera vista. Pero en Tiempo de silencio todo eso aparece impostado de otro modo, comprimido por dificultades ambientes más espesas y tajantes, menos insidiosas, más brutales que la simple indiferencia. Al contar su historia como la contó —con tanta verba, con una persuasión tan comunicativa y, a la vez, con un aire tan deliberadamente arrollador y, por eso mismo, tan distante— Luis Martín - Santos ha dejado, en el repertorio de la novela española de hoy, el proceso vertical de una corrupción, como ningún otro (por menos ingenioso, seguramente) hasta ahora lo había conseguido. Mario Benedetti ha dicho (“La Mañana”, 9/II/964) que “seguramente no existe hoy otro novelista español que pueda exhibir páginas tan bien escritas, tan poderosas de lenguaje, tan ricas de imaginación verbal, tan estallantes de hallazgos y de humor, tan agudas en la introspección de sus personajes, como las incluidas en los pasajes más brillantes de Tiempo de silencio”.

Es imposible no suscribir enteramente este juicio, no compartir el mismo rotundo entusiasmo que lo ha dictado. Luis Martín - Santos era, a los treinta y seis años, el primer novelista de España. Esperemos conocer un día sus materiales aún inéditos. Pero, entre tanto, ¿por qué tenerle miedo al acto de escribir con todas las potencias desplegadas? Esa es la pregunta que su temprana muerte deja planteada a todos sus coetáneos, y no sólo a sus compañeros de promoción española.

Historia de nuestro cine - Tiempo de silencio (Presentación)
27 abr 2017

Elena S. Sánchez y Javier Ocaña presentan la película "Tiempo de silencio" (1986) de Vicente Aranda.

'Tiempo de silencio' _ Clip promocional

La Abadía

Publicado el 26 abr. 2018

El Teatro de La Abadía completa su ciclo programático sobre la Memoria Histórica con el estreno de 'Tiempo de silencio', un montaje que lleva por primera vez al escenario la novela del escritor y psiquiatra Luis Martín-Santos (1962), uno de los hitos de nuestra literatura del siglo XX, que dibuja un grotesco retrato del Madrid de la posguerra.

 

Carlos Martínez Moreno

Revista "Número" 2ª Época  Nº 3 y 4

Montevideo, mayo de 1964

 

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