Amigos protectores de Letras-Uruguay

 

Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!!

 
 

Centenario de Chejov - La lección del maestro
por Dr. Carlos Martínez Moreno

 

Tercer hijo de los seis que tuvieron Pavel Egorovitch Chejov y Eugenia Iacovlevna, Antón Pavlovitch Chejov nació en Taganrog -a orillas del mar de Azov- el 17 de enero de 1860, hace ahora cien años.

Su abuelo, Igor Chejov, había manumitido a toda la familia, pagando 700 rublos diecinueve años antes, en 1841. Pavel Egorovitch tenía algo así como un almacén de ramos generales, en aquella decadente ciudad que había tenido años de esplendor y empezaba a vivir de su recuerdo. Con todo, Taganrog seguía siendo una encrucijada entre Europa y Asia, un punto de encuentro y dispersión de griegos, armenios y judíos, entre Oriente y Occidente. En las largas veladas del almacén, Antón Chejov niño oyó allí discurrir y pelear a mercaderes, compradores de trigo, carreteros, marineros, maestros de escuela, campesinos y popes. Esas conversaciones y esos regateos sobrenadarían luego en sus cuentos, aflorarían ocasionalmente a su teatro. Gentes que tocaban el violín, gentes que cantaban salmos ortodoxos, gentes que adoraban iconos pueblan la infancia del maestro. Su misma niñez está saturada de las brutalidades, de las intemperancias, de las beaterías compulsivas del padre, del sufrimiento callado, pudoroso e inerme de la madre. (Pavel Egorovitch estaba orgulloso del coro que formaban sus hijos, aunque en esa devoción hubiera más de infligida penitencia, impuesta de rodillas, que de verdadero ánimo religioso).

De toda esa época, que las cartas y los cuentos de Chejov a menudo recuerdan con más nostalgia que amargura, quedan las claves autobiográficas que la exégesis ha seguido y discutido en su obra. Pavel Egorovitch era un hombre duro, estrecho y limitado, no eficiente. Dejó que se consumara la ruina de su familia, asistió impotente a que se instalaran la tuberculosis y el alcoholismo entre sus hijas, abandonó su casa y huyó para no caer preso por deudas. Cuando en 1886, a partir de la carta de Grigorovitch y la colaboración en las mejores revistas de Petersburgo, Antón Chejov empezó a hacerse famoso, la familia entera pasó a depender de él, con una inocencia alegre e irresponsable, con una condición de clan parasitario. La literatura copia o usa tales vicisitudes: en La Estepa está acaso, inmencionado, el recuerdo de los viajes de Eugenia Iacovlevna en busca de la tumba de su padre, perdida en la inmensidad del suelo ruso; y están también los viajes del Chejov precozmente adolescente, aislado de su familia y confinado a provincias. En Ivanov está, dramatizado por la creación, el destino abúlico, corroído, enfermizo de Alejandro y de Nicolás Chejov; en El Jardín de los cerezos está el recuerdo de la casa de los Smaguine y también la dolorosa incautación de la casa natal de Taganrog, de la que un pariente de los Chejov se apropia; en Las tres hermanas está la obsesión de marchar a Moscú, que dominaba a la familia entera hacia el fin de los años 60 y principio de los 70.

El gran escritor vivió tan sólo cuarenta y cuatro años, entre 1860 y 1904. Presagió que iba a estar tan solo en la tumba como había estado en la vida; mantuvo cierta incurable reticencia detrás de sus afectos, una contención digna, señorial y melancólica en toda su persona, lejos por naturaleza de la exaltación, del pecado y hasta del simple exceso. Si esos cuarenta y cuatro años nos parecen hoy toda una vida, en la perspectiva que le da una posteridad de crecimiento incesante, lo cierto es que no significaron nunca una plenitud de dicha vital para Chejov; pero fueron, en cambio, el suficiente espacio para la modelación de una conciencia literaria impar, increíble en su tiempo, en su medio, en el tironeo de sus urgencias.

En el 60, Rusia quería la abolición de la esclavitud, el mejoramiento de la condición del mujik, su dignificación, la humanización de su trato. En el 904, con una atonía inteligente, en medio a una lúcida parálisis de la voluntad nacional, Rusia corría hacia cambios mayores y la gente los veía aproximarse, sin siquiera tomarse el trabajo de pensar en si los deseaba o los temía. Una nobleza arruinada solía vivir en un estilo de refinamiento, de alquitaramiento cultural, de impotente filantropía intelectual que nada operaba como no fuera el paradojal resultado de aislarla del resto del país. Chejov había conocido desde su infancia al mujik y conocía desde su temprana madurez al aristócrata. Sabía de uno y otro lo suficiente para verlos con una compasiva claridad, la misma de que estaba hecha su vida toda ("Soy médico y estoy habituado a ver gente que morirá pronto"), la misma que se aplicó cuando vio que a él también le llegaba tempranamente el fin. Escéptico, no podía idealizar al pobre en el gran plan para negligirlo después en el detalle, como hacía Tolstoy. No podía creer que por el solo mejoramiento de las condiciones de existencia se lograra una razón de vivir; pero no negaba el progreso ni descreía de él. La crisis de su fe -si es que alguna vez la tuvo- se refería a la misma condición humana. Pero ese mismo escepticismo se revestía de una delicada ternura, de una sabiduría bien queriente para considerar, en la escala humana, a su semejante, tanto más cuanto más humilde fueran su apariencia y su destino.

Acaso sin aspirar a ella, tuvo para sí la salvación del justo y para el mundo que lo rodeaba una piedad concreta, tangible, sin grandilocuencia. "Como los turcos van a la Meca, nosotros deberíamos ir a Siberia", escribía pensando en las miserias de Sakhalin, que un día fue a ver y remediar directamente. Y si aquella experiencia lo convenció de que el escritor debía conformarse con ser un testigo, sin ingerirse hasta ser un actor -como era el módulo tolstoyano- no lo apartó de esa indulgencia que en cada caso lo hacía allegarse a la palpitación de cosas y seres pequeños, antes que entregarse a la profecía genérica de los cataclismos.

Rehusaba el artificio de lo grandioso, toda retórica que quisiera poner el énfasis en la vida, toda expansión de mero patetismo; su gusto habría sentido como ofensivas e inútiles esas supuestas formas de la identificación. El ponía en lugar de ellas un púdico sentido de la distancia y un ingénito sentido de la medida. Tanto en la vida como en la literatura, tanto en la medicina como en la dramaturgia, condenó lo superfluo, predicó y consumó su abolición ("Si pongo un escopeta en escena, es para que se dispare", escribió una vez).

Durante años, con una crisis situada alrededor del 89, estuvo inmerso en los modos épicos, espectaculares, arrebatadores de Tolstoy, que tan poco se avenían a ese arquetipo de perfecciones humanas en chico que, como hombre y como creador, él era.

De Tolstoy lo atrajo, sobre todo, su doctrina de la no resistencia al mal. Pero lo que inevitablemente lo ofendía era "ese aspecto de profética infalibilidad" que el Conde imponía consigo. Hombre de inquisiciones, de dudas, de escrúpulos, de aguda conciencia de sí y del prójimo, Chejov no podía blasonar de ese tipo de aplomo colosal que difundía el barbado profeta. El rompimiento se produce allá por el 92; lo documentan la Historia de mi vida y una obra maestra de la nouvelle de todos los tiempos: La sala N° 6.

Mente y alma honestas, las de Chejov buscaban en toda la escala -de lo trivial a lo trascendente- el rigor de la verdad. Fue esa edificante servidumbre la que a veces le enajenó y otras le entregó los públicos, desapaciblemente escandalizados o fascinados por ese aire de veracidad interior de Chejov. La veleidad de la gente y la firmeza del maestro explican que Ivanov y La gaviota hayan sido silbadas y clamorosamente aplaudidas sin una sola letra de más o de menos. Alguien ha ponderado en Chejov "esa pereza eslava que consiste en sentarse enfrente de la verdad y mirarla fijamente por largo tiempo, sin hacer un solo gesto para escaparle". De esa contemplación extrajo casi siempre un tranquilo desencanto, e invariablemente una voluntad de calma, un tipo de dignidad ligeramente estatutaria y distante, que proclamaba su virtuoso desdén por las facilidades más cálidas, esas que tras haber sido dadivosas hacen envejecer innoblemente el milagro de la comunicación humana. Probo, riguroso, exigente de sí, grande sin prepotencia de grandeza, se me ocurre por todo eso solitario en un país, en una época y en una nivelación cultural que llamaban a la floración monstruosa, al gigantismo. Una cultura ambiente mucho más alta pudo producir en Francia, unas décadas antes, a Gustave Flaubert. Chejov, en Rusia, parece comparativamente más insólito. No es antojadizo enlazar estos dos nombres, elevados a una posteridad luminosa y templada, sin falsas apoteosis, sin novelerías sospechables, sin la recusación final del olvido. Pero tampoco es ésta la ocasión de desarrollar tan indudable parentesco.

Chejov no conoció, con todo, las morosidades de la elaboración literaria; su arte era naturalmente distinguido de primera fluencia, su fiebre de crear lo consumía y espoleaba, sobre el telón de fondo de una muerte previsiblemente cercana. Esa asechanza sin pausa, esa sensación de brevedad de la vida (que le venía de la infancia, de la enfermedad, de la ruina familiar) lo hicieron escribir mucho en sólo cuarenta y cuatro años. Lo hacían sin cálculo de la importancia y sin empaque de la gloria. Y tuvo de ambas una opinión personal inconformista, agnóstica, inocultablemente burlesca.

Hacia el final de su vida, en el apogeo de las comedias que sus críticos han llamado "de acción indirecta", el vaciado de la escritura, el dibujo en el tapiz, la significación de entrelineas lo preocupaban más que la palabra expresa, por justa que fuese. Había llegado entonces a dibujar, más que a escribir, sus piezas y sus cuentos.

Sutilmente, con humor y sabiduría, tal vez desescribía, devanaba, apresaba ese momento fugitivo en que las profundidades espejean en la superficie. Du Bos ha dicho que esa es la diferencia capital entre Chejov y los naturalistas franceses, Maupassant sobre todo. Los franceses creen que la superficie bien descrita expresa la vida; Chejov hace estallar la burbuja de las profundidades para iluminar las superficies. Los franceses creen en lo que singulariza a cada ser humano, separándolo del resto: Chejov traza la línea por la que una condición humana esencial, incanjeable, acorre a todas las criaturas, por desvalidas que parezcan. Ese instante de iluminación suele ser en Chejov, un instante trivial; otras veces cabe en un gesto, en una visible pequeñez taxativa. Cuando Masha, en el primer acto de Las tres hermanas, dice "me quedo a almorzar" y se quita el sombrero, el espectador comprende, inequívocamente, que ella se ha enamorado de Vershinin y que ese minuto ha de comprometer todo el destino de su vida.

Es que Chejov era el maestro de las significaciones naturales. Ahí está precisamente una de sus grandes, una de sus inmarcesibles lecciones, nunca profesó la prepotencia de las significaciones infligidas. Si sacarse un sombrero o silbar entre dientes pueden definir a una de sus criaturas, es porque nos deja que lo entendamos así, sin empinarse demostrativamente a indicarlo; no subraya, no apoya, no marca, como hacen tantos de los novelistas contemporáneos, como con tan malhadada secuela de imitación lo ha hecho Faulkner, por ejemplo. "Durante cincuenta años los jardineros producen dalias dobles -escribió una vez Gauguin- hasta que un buen día vuelven a las dalias simples". Chejov nunca salió de ellas, así como a otros les cuesta descubrirlas.

"Hacía un mundo de una cáscara de nuez", se ha dicho en su panegírico. Pero nunca propuso extorsivamente al lector que esa cáscara de nuez fuera el mundo. Sus contemporáneos pudieron descubrir que la Sala N° 6 era Rusia, su guardián la brutalidad del régimen zarista, su desvaído médico la remisiva intellingentzia de Moscú y Petersburgo. El no escribió una sola línea para decirlo ni para darlo servicialmente a entender. Como en todo Kafka, la Sala 6 propone una historia, un mito simple y transparente. Los significados vienen por añadidura, no entorpecen ni amueblan el relato. Chejov creía en la comunicación, creía en el interlocutor, podía dejar las inferencias a su cargo. Lo hizo en las nouvelles, cuando el interlocutor era el prójimo que lo leía; lo hizo en el teatro, cuando el interlocutor era el espectador en su platea.

En su carta a Grigorovitch, Chejov recuerda el proverbio ruso de que no es posible correr dos liebres a la vez, alude a la medicina y a la literatura. Pero él corrió dos liebres a la vez: la narración y el teatro.

Curiosamente, empleó para cazar a una y otra los mismos medios: un humor templado, conciso, nunca crispado; el pudor que lo llevaba a sugerir sin expresar aprehensivamente; la economía de medios que solía postular lo subyacente, lo inefable; y finalmente un sentido alerta de lo divertido y extraño, de lo cómico desvalido o ligeramente grotesco. Fió en que hay más medios de comunicar que maneras verbales de decir; fió en el silencio, en el revés de las frases, en la natural pluralidad de significaciones de todo aquello que se sabe proponer sin un aire unívoco, de agresivo autoritarismo intelectual. La vida suele ser menos simple que el arte, aunque los oficiantes de uno y otro crean lo contrario.

No me he propuesto (ni habría podido) analizar la obra de Chejov en esta nota de aniversario y exaltación.

Pero quiero decir dos palabras finales acerca de su inmanente magisterio, de su validez perenne, de su memoria secular y aleccionante.

Chejov vivió tan sólo cuarenta y cuatro años, lo repito. Cuando hace pocos días todos supimos, con atribulada congoja, que Camus había muerto, pensamos en su juventud, en la frustración que significa siempre una existencia segada en su apogeo, en las páginas que ya nunca se escribirían. ¿Nos parece creíble, ante el cotejo de esa medida que nos es tan próxima, que Chejov -el clásico, el inamovible, el sereno, sabio y melancólico Chejov- haya vivido aún dos años menos que el claro y combativo Camus?

En esos cuarenta y cuatro años escribió una obra que el tiempo ha levitado y deja una lección de madurez que no se nos ocurre perfectible, retocable con más años ni más páginas, que no deja ningún resquicio a la suposición de lo irreparablemente inédito. Lo que me parece ejemplar es lo que aún hoy (y tal vez hoy más que nunca en esta posteridad de cincuenta y seis años que empieza a correr desde el estreno de El jardín de los cerezos) siga enseñando una concepción de la vida y el arte, siga enseñando sin grandilocuencia ni falsos arrequives a los escritores, sin haber dejado nunca de conmover, entretener o divertir -sin grandilocuencia, sin falsos arrequives- a los públicos. Lo que es ejemplar es el caso de esa conciencia literaria cuya grandeza sosegada traspasa el limitado número de sus días, el caso de la conciencia humana que iba junto a esa conciencia literaria, de par y nunca en contradicción, como hoy tan rijosamente se estila. Lo edificante es esa carrera que nunca se sintió acuciada por el pandemónium de la originalidad, y tuvo siempre la originalidad a su lado; porque en el arte la originalidad es -como decía Huxley que era la felicidad con relación a la vida- su subproducto. Quienes la buscan con encarnizamiento, sólo por apresarla, están trocando clamorosamente la presa por la sombra.

Tan rico es Chejov en su brevedad que los esteticistas quieren verlo como a uno de los suyos, en tanto los abogados del arte social lo proclaman como uno de sus adalides.

¿Arte social? Nunca lo hizo explícitamente. Todo arte lo es, por supuesto, desde que implica la comunicación. Era la suya una mente demasiado lúcida y un alma demasiado compasiva (en el pleno sentido cristiano de la compasión) para que hoy se intenten extraerle los dividendos del mensaje, de la profecía, de la anticipación enteriza.

Chejov no es expropiable por unos ni por otros. El profesaba que el deber del escritor consiste en plantear bien los problemas. De ahí para adelante pueden empezar los cometidos del panfletario o del profeta. Y Chejov no era ninguna de las dos cosas. "Si se habla de ladrones de caballos, es inútil decir que está mal robar caballos", escribía.

Válery termina un notable ensayo sobre Stendhal con estas palabras: "Uno no terminaría nunca con Stendhal; no creo que pueda hacérsele elogio más grande". En la medida de mi agudeza tanto menor, siento la misma sensación de piélago fecundo cada vez que me vuelco devotamente a indagar al austero e infinito Chejov.

 

Carlos Martínez Moreno

Marcha, N° 993, 15 de enero de 1960

 

Reproducido en Literatura americana y europea Tomo II

Homenaje de la Cámara de Senadores.

Publicación de la obra ensayística del Dr. Carlos Martínez Moreno

Montevideo 1994

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Martínez Moreno, Carlos

Ir a página inicio

Ir a índice de autores