Carlos Gardel: medio siglo de un mito

por Dr. Carlos Martínez Moreno

Debo empezar por una declaración: no soy un gardelómano ni un tanguero. Tampoco colecciono libros, discos ni fichas: soy ajeno a todas las formas de eso que Arturo Despouey llamaba "la filatelia cultural". Pero padezco de una admiración ilimitada por Carlos Gardel cantor, mantengo hacia su figura una devoción mucho mayor que la que haya podido sentir nunca por el tango mismo. Alguna vez estampé esta afirmación culterana: Gardel es al tango cantado lo que Homero -el legendario y anciano poeta ciego de la Hélade del Siglo XI A.C.- fue a la epopeya clásica. Antes de cualquiera de ellos dos, nada memorable; luego de cualquiera de ellos dos, nada comparable, por más que les pese a Publio Virgilio Marón y a Edmundo Rivero. Un género que acaba precozmente, cuando lo cursa y agota un genio.

Conozco a los letristas de Gardel, tanto a los que escribieron para el tango (Celedonio Flores, Cátulo Castillo, Delfino, el gran Discépolo) como a quienes lo hicieron para la literatura y fueron cantados ocasionalmente por Gardel, como es el caso del hispano- uruguayo del Tala, José Alonso y Trelles -el Viejo Pancho- o del poeta oriental Fernán Silva Valdés; pero no juntaré ni estudiaré nunca las "letras", porque sin la presencia y la voz de Gardel ellas, en la mayoría de las circunstancias, apenas existirían. Algunas son horribles, otras mejores. Gardel no tenía remilgos y cantaba cualquier cosa, sabiendo de antemano que su canto redimía cualquier horror de truculencia, vulgaridad o cursilería.

Y -además- hoy ni siquiera se trata de Gardel persona o de Gardel cantor inigualable; se trata del mito Carlos Gardel, hecho de la cultura y de la antropología mucho más grande que el mismo Mago, aunque esa proeza parezca difícilmente concebible. (Allá por la década de los 40 se hacía en el Río de la Plata este chiste irreverente y blasfemo: Dios Padre tiene manía de grandeza...: ahora se cree Carlos Gardel).

El mito ya existía entre los iniciados pero irrumpió, como una llamarada, cuando el avión comercial que traía a Gardel con su séquito de regreso a Buenos Aires, viró y se estrelló contra otro avión estacionado en el campo en que carreteaba para despegar en el aeropuerto de Medellín, Antioquía, Colombia. El avión era un F- 31, había hecho simplemente una escala técnica en Medellín y su piloto se llamaba Ernesto Samper (dato importante por lo que después diré). Cuando estaba ya por despegar, un golpe de viento lo proyectó sobre un avión de Manizales, detenido y en calentamiento de motores, sobre su sitio previamente asignado en otra pista. La colisión fue tremenda y los pasajeros quedaron deshechos y/o carbonizados, Gardel entre ellos. Ese día murió Carlos Gardel y nacieron el mito de Gardel y la fama internacional de Medellín, mucho antes de ningún Concilio Vaticano II. Eran las tres de la tarde del 24 de junio de 1935, se está cumpliendo en estos días medio siglo de ese hecho. Nacido en 1887, Gardel tenía entonces 48 años de edad. Hoy, si hubiera continuado viviendo en su gloria casi insoportable, estaría muy cerca de ser centenario. Se había dado a conocer como El Morocho del Abasto, en dúo con El Oriental José Razzano, autor asimismo de algunas de las letras de gatos y estilos, que era principalmente lo que ambos cantaban.

El Mago o, en la suprema exaltación de su genio como cantor, El Mudo, son bautismos que corresponden a la época del Mito. Así como el ditirambo póstumo, de origen anónimo, según el cual Gardel "cada día canta mejor", pórtico de la más portentosa historia de fortuna artística {fortuna llamaban antes, en términos de gloria y posteridad, a la fama perdurable o al predicamento o a la nombradía, creciente a partir de la muerte), de la más asombrosa plenitud de la celebridad post-mortem ejercida a nivel de la vida cotidiana, de que yo pueda dar fe o tenga memoria. Gardel ha sido, durante este medio siglo, la figura más prominente en el rating de las radios del Río de la Plata y el mayor ídolo de multitud que se haya llegado a conocer, en un fenómeno de desmesura popular del que nadie, en el mundo contemporáneo, ha tenido otro ejemplo. ¿Quién es, a su lado, Maurice Chevalier?

Las muertes de aquellos tiempos...

Yo tengo una memoria muy neblinosa de la muerte del galán cinematográfico italiano Rodolfo Valentino, ocurrida en los EE.UU. en 1926, cuando el divo tenía 31 años de edad (había nacido en 1895). Oí, de muy niño, relatar la secuela de suicidios histéricos o románticos -para el caso da lo mismo- que había desatado esa muerte. Puedo evocar, en cambio, la ominosa ejecución de Sacco y Vanzetti -vergüenza para el mundo y, en especial, para los Estados Unidos- ocurrida en agosto de 1927. Debe haber sido la primera afrenta por causa trascendente que experimenté en mi vida.

El 24 de jimio de 1935 -el día de la Noche de San Juan de 1935- yo era ya un adolescente, sabía quién había sido Gardel y vi llorar y gemir, literalmente, a la gente ante la desoladora desgracia. En mi infancia, transcurrida en el norte del Uruguay, mi padre tenía unos discos de 78 revoluciones, entre los cuales algunos en que cantaban Gardel y Razzano. Y había escuchado en el gramófono (la victrola) con un triste y tierno embeleso de niño:

Allá en la noche callada

para que se oiga mejor,

amamemú-choqueasía-moyó

O esta otra endecha más obvia:

A un santo Cristo de acero

le conté mis penas yo.

Mis penas eran tan tristes

que el Santo Cristo lloró.

Un año y días después de la muerte de Gardel, en julio de 1936, el poeta granadino Federico García Lorca fue fusilado por los fascistas en el sur de España. Fue otra muerte clamorosa, aunque resulte extraño llamarlas así. Y, entre las semejanzas en el cúmulo de las varias y resaltantes diferencias, se dio -en los dos casos- la de una ola avasallante de cursilería admirativa. Los más ineptos devotos incondicionales acudían a las radios, en el caso de García Lorca a leer un romance gitano de su propia factura, en el de Gardel a cantar, con acompañamiento de guitarra, una elegía al zorzal inmarcesible y eterno (así decían). Esta avalancha camp de la más baja y Cándida estofa acabó por contaminar los homenajes, deslizándolos desde el terreno de la primitiva emoción hacia el de la burla. Y la frase que anónimamente alguien acuñó, expresaba inmejorablemente ese estado de ánimo popular: "Andá a cantarle a Gardel"-, o sea, vete a infligir tu admiración inepta a quien haya cantado como nadie, haz risible de ese modo lo que más quieras venerar.

La leyenda y sus dientes

La leyenda, invasoramente, comenzó a apoderarse del terreno. Gardel no había muerto (sus fanáticos no podían admitirlo) pero, con unas gafas oscuras y el rostro quemado, vagaba por los campos de Medellín, incapaz -por pudor de su desfiguración- de acercarse a su público. El periodista argentino Rogelio García Luppo cuenta una historia asombrosa. Un eminente cirujano plástico argentino, el Dr. Malbec, hombre de fuertes inclinaciones porteñas y que había sido presidente del Racing Club de Avellaneda, uno de los dos grandes equipos de fútbol de la populosa barriada del sur de Buenos Aires (el otro es Independiente) asistió un día a un congreso médico que se celebraba en Medellín y se sintió irresistiblemente impelido a visitar el campo de aviación en que había muerto Gardel, a quien profesaba una idolatría invencible. Caminaba por el sitio cuando vio acercarse a un sujeto de anteojos oscuros, tocado con el clásico chambergo gardeliano (el "gacho gris arrabalero") y un pañuelo blanco de foulard al cuello. Era la perfecta imagen de un espectro escapado de la tragedia de 1935, y quién sabe si no fue uno de los personajes que alimentó la leyenda fantasmal del Gardel errabundo (o, en la variante, de uno de sus guitarristas sobrevivientes y deflagrados).

"¿Qué hay, tordo? ¿Qué anda haciendo por aquí?" Por el acento y el tordo y el vesre, Malbec lo situó enseguida como a uno de los "hinchas" de Racing. Se entabló la conversación y el porteño le relató su modo de vida: se presentaba a los turistas, según el grado de credulidad que adivinaba en ellos (los gringos eran los más ingenuos) como un admirador de Gardel o como su guitarrista sobreviviente. Si el turista era un porteño, se presentaba como un admirador del Mago que había quedado adherido al lugar del hecho, le relataba los pormenores de la catástrofe, en cuanto cicerone, y se limitaba a recibir una propina. Si el turista era un crédulo extranjero, a poco de entrar en confianza echaba mano a su bolsillo y extraía, con muchas precauciones, envuelto en algodón un diente auténtico. "Un diente del Mago", decía, "lo único que pude recoger en el sitio". La disputa siguiente se producía en cuanto el turista le proponía comprárselo. "Es un recuerdo, lo único que me queda del Mago. No lo vendo por nada del mundo". El diálogo seguía y, en su desenlace, el diente era mercado por treinta o cuarenta dólares. El falso guitarrista quemado vivía de eso. "Llevo veinte años haciéndolo, tordo, y he vendido como 1.300 dientes del Mago". "¿Y dónde conseguís los dientes?" preguntó obviamente el Dr. Malbec. "Con los dentistas de Medellín, tordo" - contestó el estafador con absoluta sencillez. "Todos los dentistas de Medellín trabajan para mí".

Monumentos funerarios que cantan

Entre los monumentos funerarios dedicados a la memoria de Gardel, todo el mundo tiene noticia del que existe en La Chacarita, el cementerio más popular de Buenos Aires: es el lugar más concurrido, visitado y rodeado de flores de toda Chacarita. Nos imaginamos cómo debe haberse visto, alfombrado de ofrendas, en esta ocasión del medio siglo.

Pero no es ese el único monumento. Hay, incluso, algunos "espontáneos", que no son reconocidos como sitios oficiales de peregrinación pero viven su vida varia y rica, alimentada por el ritual de la piedad del pueblo. En Barros Blancos, cerca de Montevideo y más aun de Punta de Rieles -el punto del antiguo terminal tranviario, que ha seguido llamándose así a pesar de la desaparición de los tranvías- un particular levantó un monumento de bronce, con la figura de Gardel, en un predio privado. Se cobra la entrada y la singularidad consiste en que es un monumento que canta, con un mecanismo de gramófono conectado al pie de su estructura. Canta, naturalmente, tangos del Mago y la voz de Gardel brota por los labios de bronce de la estatua. Los Cándidos compran así una ilusión tosca pero que -a su juicio- se aproxima a lo perfecto.

Cuando el gran caudillo blanco Luis Alberto de Herrera murió, ya octogenario, en 1959, el diputado colorado ruralista (chicotacista) Dr. Alberto Manini Ríos, hombre agudo, extravagante y de cierto talento, pronunció en la Cámara un discurso en el cual proponía una forma de pintoresco homenaje, acorde con la personalidad del caudillo recién muerto. Consistiría en un monumento (mi "guarango de bronce", como diría Borges) en cuyo plinto hubiera un mate, una camiseta de Peñarol, el club más popular del fútbol uruguayo, y un gramófono que tocara tangos todo el tiempo. Con o sin invocación expresa de Gardel, el concepto de lo popular legendario seguía dándose de ese modo. La invención de Alberto Manini era acaso surrealista (hace acordar a los "ready made" de Marcel Duchamp) pero no desatinada.

Gardel en la Parapsicología

En la segunda mitad de la década de los años 50, creo (escribo esta nota confiándome enteramente a la memoria) estuvo en Montevideo un alegre Félix Krull catalán, a quien se llamaba, con apellidos no catalanes sino italianos, Rapallo Ronco. El profesor Rapallo Ronco contrató una serie de notas periodísticas con un matutino montevideano que por aquellos años circulaba mucho y cuyo nombre es El País. Ese diario concertó pues con Rapallo Ronco y divulgó profusamente en sus páginas una serie de notas sensacionalistas, que Rapallo Ronco pedía que fueran fiscalizadas por médicos y entendidos, y utilizando a un "médium" de apellido Galli, Rapallo Ronco convocó la imagen de la catástrofe de Medellín. En esa suerte de ensayo de hipnosis o mesmerización, el "médium" evocaba, a bordo del avión que despegaba en Medellín, una trifulca repentina entre los guitarristas de Gardel, por una cuestión de intereses. Se producía un tiroteo entre ellos, uno de esos disparos fulminaba por la espalda al piloto Samper (incluso se escuchaba, en la versión grabada, el ruido como de una tablilla de madera golpeada de súbito) y el avión se precipitaba. El relato congeniaba así con la versión del golpe de viento y la voltereta que proyectó al F-31 contra el avión de Manizales. De las varias jornadas que Félix Krull (es decir, Rapallo Ronco) produjo y grabó en Montevideo y El País difundió, ésta fue la más comentada, porque se inscribía en el aura de la leyenda de Gardel y contribuía a revolverla y alimentarla. ¿Quién tendrá ahora la cinta, a treinta años de impresa?

Los tabúes, la imitación y el humor

Como partes de esa misma leyenda, hay dos aspectos muy curiosos: los tabúes y la imitación, que en sus aspectos concurrentes se contradicen y se compensan. Los tabúes: el público solía no soportar que otros cantantes incidieran en las grandes áreas de bravura (como se dice en la jerga de la ópera y no en la del tango) una vez que las había cantado el Mago. Yo presencié una vez el ejercicio de uno de esos tabúes, pero se daban muy a menudo y me han referido muchos otros que no vi. Cantaba Carlitos Roldan, con pleno éxito y en medio de la desbordante simpatía de su público, en el Teatro 18 de Julio. Pero en un momento anunció que iba a abordar Mano a mano y una voz, desde la galería, lo interpeló: "No, Carlitos, ése no, que lo cantaba el Mago". Roldan se retrajo, como tocado instantáneamente, y alzando la cabeza hacia el paraíso, repuso: "Tenés razón, hermano. Perdóname", y se abstuvo, cosechando la mayor ovación de la noche.

La costumbre de dialogar con la audiencia, especialmente con la de las galerías, tuteándose mutuamente con ella y dándose por amigos, era uno de los rasgos más notorios de la simpatía de Gardel. Lo interpelaban en público para referirle la enfermedad o la muerte de un compañero del antiguo Barrio Sur (Gardel venía de Buenos Aires o de Europa y podía ignorarla). En lo que teatralmente se llama, en el Río de la Plata, "la morcilla" (o sea, la introducción de fragmentos improvisados en. el texto de una canción, dialogando con sus guitarristas y el espectador y sorprendiéndolos a veces auténticamente) Gardel era un maestro consumado. Con la ulterior consecuencia de que, una vez creada "la morcilla", pasaba a formar parte definitiva de la letra y se cantaba en adelante con ella. Una tarde, antes de la presentación escénica, Gardel había andado vagando con un grupo de amigos por el Bajo y había preguntado por uno de sus viejos compañeros. Para desgracia del sujeto, y para suerte del folklore, el amigo estaba mal de la cabeza y alguien se lo comunicó de este modo pintoresco: "Carlitos, ése tiene agua en la bóveda". Gardel, que era muy sensible a los efectos de humor verbal, lo festejó en su momento y aparentemente lo olvidó. Pero, en el trance de cantar esa noche en el Solís y en una de sus improvisaciones habladas, la frase -dicha por Gardel- resurgió de improviso: "Pero che, ¿tenés agua en la bóveda?", palabra más o menos. La interpolación ingresó a la letra del tango y se alojó allí para siempre.

Algunos cantantes quisieron hacer su fama de la habilidad para imitar inflexiones, cadencias, ritmos y hasta caídas de la voz de Gardel, la cual iba desde un gracioso falsete atenorado hasta la riqueza viril de su maravillosa voz de barítono. Entre esos imitadores es posible citar a Charlo, a Hugo del Carril y, en un caso aparte del que ya hablaremos, al uruguayo Julio Sosa. Otros, en cambio, quisieron hacer su mérito de la circunstancia de diferenciársele con toda nitidez: Edmundo Rivero (a mi juicio, el de mayor personalidad entre todos ellos y el de mejor dicción, infinitamente superior a la del mismo Gardel); Fiorentino, el polaco Goyeneche.

Hablo de los serios, porque también estaba el amanerado, vocinglero y en definitiva ridículo Dr. Alberto Castillo.

Por ninguno de los dos caminos, nadie llegó a ponerse a la altura del Mago, que decía "er barcón" (por "el balcón") y solía estar al tono, paródica pero infaliblemente, de las chafalonerías que cantaba. ¿Soberbia, desprejuicio, verdadero duende que no podía tenerle miedo a nada? De todo eso había algo y el tango cantado por Gardel estaba hecho con eso y, sobre todo, estaba hecho intransferiblemente con él.

Una mimesis trágica

Entre sus amigos, había gentes de todas las condiciones; y algunas eran de un pintoresquismo risible, que daba lástima (cuando no llegaba a ser trágico). Uno de esos imitadores devotos, serviles y en definitiva insufribles por engorroso era un uruguayo que se llamaba Ricardo Bonapelch. No tenía ninguna importancia, ni siquiera como individuo. Pero estaba casado con una señora adinerada, hija de uno de los Salvo que construyó ese palacio churrigueresco de 25 pisos que se alza en Andes y 18 de Julio, en uno de los bordes de la Plaza Independencia de Montevideo, y que es una réplica del Pasaje Varolo de Buenos Aires. Ricardo Bonapelch no era nadie pero manejaba el dinero de su esposa y lo despilfarraba. Su obsesión era parecerse a Gardel, de quien imitaba todo: los gestos, la voz, los trajes, la forma de requintarse el chambergo y ponerse la golilla. Quería ser Gardel, aunque nada estuviese más lejos de sus posibilidades. Entre otros dislates, se le ocurrió construir un palacete para los veraneos de Gardel, sobre la calle Gran Líbano, en Playa Verde. Un palacete cursi, con frontón de pelota, que no hay memoria de que Gardel haya frecuentado mucho, pero a raíz del cual, al morir Gardel y sobrevivirlo su madre, Berthe Gardés, hubo que abrir un expediente sucesorio en Montevideo, hecho realmente accidental a partir de cuya ocurrencia pudo develarse definitivamente la incógnita de la nacionalidad del gran cantor, extremo al cual nos referiremos casi en seguida.

Este Ricardo Bonapelch llevaba su servilismo imitativo hasta el punto de reconstruir las instantáneas que había podido tomar a Gardel. Así, sobre las rocas de la playita La Mulata (pedacito de arena entre Playa Verde y Carrasco) aparece Bonapelch, rodeado de sus guitarristas pagos y en el ostensible trance de cantar, seguramente en su obstinada mimesis gardeliana, alguno de los tangos que Gardel había hecho famosos. Así gastaba el patrimonio de su suegro, muerto aparentemente como víctima accidental de un hecho de tránsito ocurrido en El Prado. Hasta que un día, el causante de ese hecho, un anormal de honorable familia, llamado Artigas Guichón, se embriagó y refirió que el presunto accidente había sido un homicidio premeditado, cometido por él e inducido y financiado por Bonapelch, a fin de entrar en plena posesión de la fortuna de Salvo, acaso con la intención de seguir abrumando con sus indeseados homenajes a Gardel. El epílogo fue bien triste: Bonapelch y Artigas Guichón vegetaron años y años en la cárcel, en tanto la sucesión del palacete de Playa Verde se abría y el bien se adjudicaba a Berthe Gardés.

Rafael Alberti y Carlos Gardel

Gardel tenía, todos los testimonios coinciden, verdadero sentido del humor y alegría. Sus amigos se sentían levitados por su presencia y él les prodigaba tanto afecto como el mucho que recogía de ellos: éste es otro de los ingredientes del mito.

En La arboleda perdida, ese espléndido libro de memorias que el poeta gaditano Rafael Alberti escribió en el exilio republicano de su Córdoba argentina, narra la forma en que conoció a Gardel, luego de un partido de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona. Nadie puede sustraerse al humor desenfadado del fragmento:

"Se entonó Els segadors y se ondearon banderines separatistas. Y una persona que nos había acompañado a Cossío y a mí durante el partido, cantó, con verdadero encanto y maestría, tangos argentinos. Era Carlos Gardel.

Con él salimos aquella misma madrugada para Palencia. Una breve excursión, amable, divertida. Gardel era un hombre sano, ingenuo, afectivo. Celebraba todo cuanto veía o escuchaba. Nuestro recorrido por las calles de la ciudad fue estrepitoso. Los nombres de los propietarios de las tiendas nos fascinaron. Nombres rudos, primitivos, del martirologio romano y visigótico. Leíamos con delectación, sin poder reprimir la carcajada: "Pasamanería de Hubilibrordo González"; "Café de Genciano Gómez"; "Almacén de Eutimio Bustamante", y éste sobre todos; "Repuestos de Cojoncio Pérez". Un viaje feliz, veloz, inolvidable. Meses después, ya en Madrid, recibí una tarjeta de Gardel, fechada en Buenos Aires. Me enviaba, con un gran abrazo, sus mejores recuerdos para Cojoncio Pérez. Como a mí, era lo que más le había impresionado en Palencia".

La nacionalidad de Gardel

Durante muchos años la gente discutió si Carlos Gardel era argentino o uruguayo, si había nacido en Buenos Aires o en Montevideo. Con travesura demagógica, Gardel patrocinaba esta ambigüedad y le daba letra: era porteño si estaba en Buenos Aires, montevideano cuando iba al Uruguay. En los días del dúo Gardel-Razzano, era a José Razzano a quien se llamaba El Oriental. A Gardel se le llamaba "El morocho del Abasto", aludiendo al sitio en que empezó a darse a conocer y a cantar. Un patriotismo al modo futbolero se apoderó del asunto e hizo de las suyas. Ecuánimemente, hay que reconocer que Gardel dejó que sus letristas le hicieran hablar (y cantó acerca de) "Mi Buenos Aires querido" y "Lejana tierra mía, bajo tu cielo, bajo tu cielo/quiero morir un día, cor tu corsuelo, cor tu corsuelo", deseo que las circunstancias en definitiva le negaron.

En un tango de su primera época, que me arriesgaría a creer que es "Isla de Flores", nombre que designa al de una calle angostita del sur o Bajo montevideano, muy cerca de la Rambla Sur y a la altura del gasómetro, Carlos Gardel -cuando canta- aparece llamándole "calle de mis orígenes", frase que los "hinchas" de la tesis de la orientalidad de Gardel tomaron como si fuese la atestación de una partida de nacimiento. Pero lo cierto es que, acaso cediendo a celos y susceptibilidades de los porteños, la frase cambió luego en el contexto del tango cantado por Gardel y la calle pasó a ser designada, spencerianamente, "calle... de mis primeros principios".

En compensación, en la actual nomenclatura del sur montevideano, hay una calle "Carlos Gardel" y otra calle "La Cumparsita", esta última para evocar el tango de Matos Rodríguez.

Cuando se jugó la final del primer campeonato mundial de fútbol en el Estadio Centenario de Montevideo, a últimos días del mes de julio de 1930, Carlos Gardel estuvo en el Palco Oficial y hay observadores que recuerdan que festejó como propios los goles del equipo argentino, ambos producidos en el primer tiempo (en definitiva, Uruguay ganó por 4 a 2).[1]

El fanatismo de algunos periodistas pseudoespecializados, llegó hasta inventar una genealogía a Gardel. Habría sido el hijo de un coronel uruguayo de apellido Escayola, de guarnición en Tacuarembó, cuya memoria es perpetuada por el nombre de un teatro, hoy virtualmente en ruinas, de aquella localidad.

En su delirio, un periodista gardeliano, que se llamaba Silva y tuvo el ingenio de fraguarse en pseudónimo Avlis, pasó a más: Gardel era el padre del gran jockey Ireneo Leguisamo, ése sí uruguayo (a quien Gardel exaltó en más de un tango) y Leguisamo era a su vez el padre del cantor Julio Sosa, que se mató una noche, conduciendo su automóvil a excesiva velocidad en uno de los bulevares de Buenos Aires. Julio Sosa sería, en esa elaboración, el nieto de Carlos Gardel, a cuyo estilo -como cantor- se había manifestado siempre bastante fiel.

Pero todo esto duró hasta que, por la casa de Playa Verde, se abrió la sucesión en un Juzgado Letrado de Montevideo. El diccionario francés Larousse dice de Gardel que era un "cantante argentino (1887-1935) famoso intérprete del tango".

"Littré le dit, qui sait bien des choses", se burla Céline del célebre diccionario de Littré. Otro tanto podríamos hacer nosotros con Larousse, porque la partida de nacimiento que inicia el expediente sucesorio hace constar que Charles Romuald Gardés (así realmente se llamaba) había nacido en Toulouse, France, y era fils naturel de Berthe Gardés, blanchisseuse, et de pére inconnu. Cuando el abogado Carlos Angulo Ruiz hizo publicar facsimilarmente esta partida en Marcha, no faltó quien dijera que, en su empecinamiento izquierdista de anti-patria, el semanario nos quitaba hasta la orientalidad indiscutible de Carlos Gardel...

Hoy ya el mito está bien consolidado en sus lineamientos y no cambia por el detalle de que Gardel haya nacido en Toulouse y no haya sido el padre de Leguisamo ni el abuelo de Julio Sosa. Este hijo natural de una lavandera y de un padre desconocido no fue uruguayo ni argentino, pero pertenece de un modo más profundo y raigal que el accidente de un parto a las dos orillas del Plata, donde todo el mundo -sin distinción de clases sociales- lo escucha con una asiduidad y una devoción que ningún pueblo puede haber tenido nunca en mayor grado por ningún cantante que haya nacido en su suelo. Lo escucha y comprueba que, émulo lírico del Cid, cada día canta mejor.

Universidad de México, Volumen XL, número 417, octubre 1985

 

[1] Hace algunos años tuve oportunidad de concurrir, asiduamente, a la Biblioteca Nacional (Montevideo). Ahí leí, en busca de datos de mi interés, una crónica, en un diario de la época, que reseñaba la presencia de Carlos Gardel en la concentración del seleccionado de Uruguay, la noche previa a la final del Mundial de 1930. Según la crónica, Gardel cantó hasta altas horas de la noche para el plantel celeste. Esto me lleva, en broma, a plantear dos tesis: a) Gardel era uruguayo y fue a compartir la noche previa a la gran final con sus ídolos futbolísticos; b) Gardel no era uruguayo y los mantuvo despiertos para que perdieran la final .. Cabe mencionar que la selección uruguaya concentró en la casona propiedad, hoy, del Club River Plate, en la esquina de la Avda. 19 de Abril y Atilio Pellozzi. Esa casa es uno de los pocos testimonios del paso de Buschental por Montevideo. (Nota de Carlos Echinope - editor de Letras-Uruguay)

Por una Cabeza (Original) - Tango - Carlos Gardel

Publicado el 5 jun. 2009

Música: Carlos Gardel
Letra: Alfredo Le Pera

 

Carlos Gardel - Cuesta Abajo

Carlos Martínez Moreno

Diario La Jornada, de México (198-1985)

 

Reproducido en "Ensayos" - Tomo II

Homenaje de la Cámara de Senadores.

Publicación de la obra ensayística del Dr. Carlos Martínez Moreno

Montevideo 1994

 

Ver, además:

Carlos Gardel en Letras Uruguay

 

Este artículo fue escaneado por el editor de Letras-Uruguay e incorporada a la misma el 16 de octubre de 2013.

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