Carlos Martínez Moreno (1917 - 1986)

La lucidez y el coraje

Rosario Peyrou

HACE POCO tiempo, en una crónica sobre una reunión en casa de Pablo Neruda, haciendo la lista de los contertulios ya desaparecidos, Mario Vargas Llosa recordó a "Carlos Martínez Moreno, novelista uruguayo de palabra fluida y gran quijada, que hablaba como escribía, desenterrando viejas palabras olvidadas, rejuveneciendo los diccionarios y haciendo reirá lodos con su entrañable y cordialísima manera de hablar pestes de todo el mundo". La caricatura, que tiene su parte de verdad, al menos en lo que se refiere a las dotes de conversador bien humorado de Martínez Moreno y a su léxico peculiar, debe haber hecho sonreír a un puñado de personas que lo conocieron y trataron.
Los evocados por Vargas Llosa eran los tiempos de pleno esplendor de aquella generación de narradores que Martínez Moreno integró y que significó la circulación internacional de la novela latinoamericana en la década del sesenta. En su Historia personal del boom José Donoso lo incluye (y llama la atención sobre su novela Con las primeras luces) dentro de lo que él llama el grueso del boom, junto con Roa Bastos, Manuel Puig, Salvador Garmendia, David Viñas, Mario Benedetti. Augusto Monterroso y Vicente Leñero, entre otros, para diferenciarlos por su difusión, de lo que bautizó como el "gratín" del boom (Fuentes. Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, él mismo).
UN EXILIO QUE PERMANECE. El Uruguay es un país de memoria escasa. A ocho años de su muerte, ocurrida en su exilio de México, Martínez Moreno es un escritor prácticamente olvidado en su país. En las fatigadas polémicas en tomo a la generación del 45 casi no se lo nombra, y se tiene la impresión de que sencillamente no se lo ha leído. Lo que es curioso, porque a Martínez Moreno pertenece el primer retrato al ácido de la generación del 45, hecho en El Paredón, que le costó no pocas ofensas de algunos de sus contemporáneos.
Es verdad que durante mucho tiempo, y por disposición expresa de las autoridades militares, sus libros habían desaparecido de librerías y bibliotecas públicas y que sólo tardíamente se conocieron aquí Tierra en la boca (1974) y El color que el infierno me escondiera (1981) reeditados por Monte Sexto y Arca, que también editó Animal de palabras (1987) su libro póstumo de relatos. Pero esos esfuerzos aislados no tuvieron la repercusión necesaria, y todavía la mayor parte de la obra de Martínez Moreno es inencontrable en el Uruguay.
Sin embargo. El Paredón fue un verdadero best-seller en la década del sesenta, y el resto de la obra narrativa, traducida a varios idiomas, acumuló importantes reconocimientos dentro y fuera del país.
Había sido además un prestigioso critico teatral en El País, y en Marcha, un agudo crítico literario y un editorialista político que en los años previos al golpe de Estado mostró una lucidez profética sin equivalentes. Eso, sin contar su actividad como penalista (uno de los más brillantes que ha tenido el país) que le costó a la postre el exilio por su trabajo como defensor de presos políticos a partir de 1977.
En su momento, la obra de Martínez Moreno recibió juicios disímiles, desde la admiración sin reservas de Emir Rodríguez Monegal que apostó a que fuera "el mejor narrador (id. est el más denso, el más maduro, el más hábil) de la nueva promoción uruguaya", hasta los reproches de exceso de frialdad y negatividad que le hicieron Visca y Cotelo respectivamente. Su reiterada denuncia de la hipocresía, su ironía implacable, su básico escepticismo sobre la condición humana fueron parejos a la agudeza psicológica, a su capacidad para ver los signos del derrumbe en personajes y situaciones. Su mirada es muchas veces desapacible y hasta cruel; sin embargo una básica piedad se transparenta en el tratamiento de los personajes de Coca, o de los infelices de Tierra en la boca y especialmente en los últimos textos. Una piedad que incluye a tirios y troyanos y envuelve al lector y al mismo narrador en El color que el infierno me escondiera, hasta ahora la más lúcida y valiente reflexión que se ha hecho sobre la historia reciente del país.
Pocos narradores uruguayos han hecho como Martínez Moreno una experimentación formal tan consecuente. La construcción de estructuras complejas, el armado discontinuo de secuencias temporales, las variaciones de punto de vista, el uso expresivo de los tiempos verbales que marcan cambios anímicos y desplazamientos de perspectiva son características de un escritor que fue lector atento de James, de Flaubert, de Faulkner, de Borges, pero también de Dostoievski, de Mairaux, de Greene y, tal vez su afinidad fundamental, de Chejov.
Es cierto que sus primeros libros están demasiado "escritos", que esa prosa impecable parece muchas veces excesiva y asfixiante. Pero también que luchó contra su propensión al regodeo verbal, y que sus últimos libros, particularmente Coca, Tierra en la boca y El color que el infierno me escondiera encuentran una respiración más libre, una precisión menos acumulativa, una dicción más límpida.
Nunca fue, por cierto, un escritor fácil. Sin embargo sobran razones para hacer el esfuerzo. Habría que insistir en el interés y la vigencia de la reflexión casi ensayística de El Paredón, en la capacidad para erigir todo un mundo social y familiar en el momento de su disolución que muestra en Con las primeras luces, en la agudeza de percepción de sentimientos y resortes psicológicos que informan La otra mitad, Coca, y muchos de sus excelentes relatos cortos. Pero sobre todo, en el grado de tensión dramática de Tierra en la boca, su novela sobre el lumpen, tal vez la más redonda de sus construcciones narrativas. Y en la intensidad de muchas páginas de El color—, como las dedicadas al dramático episodio de la estancia "Espartaco", dignas de integrar la más exigente antología de la narración realista uruguaya.

El CRITICO LITERARIO. Pero además del narrador hubo en Martínez Moreno un critico literario que no merece ser olvidado, a pesar de que su actividad en ese campo no fue nunca, como en el caso de Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama, una dedicación central. Dueño de una cultura enciclopédica y de una prosa periodística de casi maniática precisión, Martínez Moreno fue durante toda su vida un lector voraz. Mientras como crítico teatral escribió regularmente durante casi 20 años desde El País y Marcha, como crítico literario esporádico pudo darse el lujo de escribir casi exclusivamente de aquello que le interesaba, así fuera para plantear divergencias. Sus trabajos críticos (que el Senado de la República recopiló en un volumen de próxima aparición) aparecieron en prólogos, fascículos y numerosos artículos de Marcha, Número (cuyo consejo de redacción integró en la segunda etapa de la revista, 1963-1964); Alfar, La Mañana, Maldoror, de Montevideo, Crisis de Buenos Aires, y luego en Texto Crítico de México, Camp de I'arpa de Barcelona, Jaque de Montevideo, Cuadernos de Marcha y La Jornada de México, ya desde el exilio.
En lo que atañe a la literatura nacional su obra critica se integra con naturalidad a la labor que se impuso la generación del 45 de separar la paja del trigo, poniendo en entredicho los valores establecidos para armar su propia valoración del "pasado útil", como le gustaba decir a Carlos Real de Azúa. Así, los trabajos mayores de Martínez Moreno, Montevideo en la literatura y en el arte, los ensayos sobre Carlos Reyles, El aura del novecientos y Las vanguardias literarias, dibujan el canon de sus preferencias y valores: Acevedo Díaz, la Generación del 900, Francisco Espínola, Enrique Amorim, Juan José Morosoli, Líber Falco, Onetti.
Ciertos temas aparecen con insistencia en sus trabajos: uno de ellos es el de la creación de Montevideo como espacio literario. Hasta la irrupción de la generación del 45 la narrativa uruguaya estuvo casi exclusivamente referida a una tradición del relato rural o de las orillas de pueblo, y lo seguía estando aún cuando Montevideo albergaba casi la mitad del país. Ya en 1949 Martínez Moreno saludaba la aparición de Tierra de nadie de Onetti (ambientada en Buenos Aires) porque "es —al fin— nuestra novela, la novela de estas ciudades rioplatenses de crecimiento veloz y desparejo, sin faz espiritual, de destino todavía confuso". Y en un artículo de 1958 ("Crisis del escritor puro") se preguntaba todavía: "Montevideo no tiene tradición literaria y París sí, supongamos. ¿Pero es esa una explicación suficiente, para el hecho literariamente pasmoso de que Montevideo no tenga todavía una novela ciudadana?". Esa insistencia, basada en su general preocupación por la sueñe de la cultura y del país, no lo llevó a ser indulgente frente a la narrativa ciudadana que se desarrolló a partir del 45 (y dentro de la cual su obra es una contribución fundamental). Sabía que "No hay una narrativa montevideano si no empieza por cumplir ciertas exigencias previas de ser narrativa, a secas. Y luego que pertenezca a la ciudad o se evada de ella, es asunto menor". (Montevideo en la literatura y en el arte). Rechazó en consecuencia el particularismo local y el mero pintoresquismo: el arte debe expresar implícitamente a la ciudad, no decirla dócilmente.
En ese sentido su concepto de que el valor de la literatura se juega exclusivamente en el plano estético, nunca claudicó. Como todos los escritores de su generación estuvo inmerso en la polémica en tomo del compromiso del escritor que —Sartre mediante— sacudió los debates de América Latina a partir de la experiencia de la Revolución Cubana. Ni artepurista ni panfletario, Martínez Moreno sostuvo una postura de equilibrio y defendió con claridad los fueros de la literatura. Es significativo que en 1985 escribiera a propósito de Historia de Mayta de Mario Vargas Llosa (una novela que generó polémicas relacionadas con la transformación ideológica del narrador peruano): "Una obra tiene derecho a ser juzgada por sus méritos intrínsecos y no por un cálculo tan aleatorio y frágil como el de la estrategia de lo literario puesta al servicio de lo político".
Esto que ahora puede parecer obvio, no lo fue en medio de las convulsiones políticas latinoamericanas de los años sesenta y setenta. En 1969 y en un Encuentro de escritores en Santiago de Chile, Martínez Moreno había dicho: "Greene y Sartre han predicado para el escritor el fuero de la deslealtad a los ordenamientos estratificados y congelados de toda sociedad política. Yo prefiero utilizar la imagen de su irrenunciable independencia. El escritor es, en efecto, el hombre de las respuestas independientes. Y a menudo en las sociedades políticas nadie cotiza las respuestas independientes". Lo sabía por experiencia propia, porque si algo debe destacarse en Martínez Moreno es el modo como se impuso la obligación de pensar sin preconceptos, asumiendo un compromiso ético que puso siempre por encima de cualquier sujeción o conveniencia políticas. De ahí las incomodidades que provocaron tanto su primera novela El Paredón, como la última. El color que el infierno me escondiera, en distintos sectores de la opinión nacional.
Si exigió para la literatura el máximo de calidad y rigor, supo que ésta no es un fenómeno descolgado de la vida de un país, ni el escritor un ser aislado e incontaminado. Y aunque nunca confundió el quehacer cívico con el ejercicio de la literatura, exigió y se exigió una responsabilidad moral como escritor.
En 1984 escribió en La Jornada de México: "Hay un espectáculo que promueve mi entusiasmo como lector: el de la lucidez acompañada de coraje. Por eso proclamo mi admiración por el prólogo que Ernesto Sábato escribió para el Informe de los Desaparecidos en Argentina. Páginas como esas y como las que en 1978 Leonardo Sciascia redactó en su libro L 'Affaire Moro significan, a mi juicio, una suprema redención del arte de escribir, suspecto y acosado de tantas vanidades". La "lucidez acompañada de coraje" es también una definición pertinente para la obra de Martínez Moreno y especialmente para los artículos casi profetices que escribió en Marcha en épocas previas al golpe de Estado y en el libro colectivo Uruguay Hoy. Esa misma lucidez acompañada de coraje que lo obligó al exilio y le impidió morir en el país por el que había dado sus mejores esfuerzos cívicos e intelectuales.

EL RIGOR SIEMPRE La crítica de Martínez Moreno está signada por el rigor. Huyó de los elogios complacientes y buscó siempre que su opinión estuviera sólidamente fundada. Si no fue incondicional en sus admiraciones, como lo demuestran sus trabajos sobre Paco Espínola y Líber Falco, también evitó la incondicionalidad en sus rechazos. Su actitud crítica frente a la obra de Reyles es bien representativa de su denuedo de objetividad. Hay demasiadas cosas en Reyles que le provocaron rechazo: su vitalismo autoritario, su permanente exaltación del poder y la riqueza. De forma implacable marcó sus defectos de escritor, las limitaciones de estilo, las repeticiones, la comente desprolijidad del diseño de sus peripecias. Pero también sus brillos. Y aún fue capaz de hacer deslindes frente al personaje: en "Réquiem impío por Carlos Reyles" descubre, a través del libro de Gervasio Guillot Muñoz, un Reyles débil y derrotado, "un Reyles no querido por Reyles y mucho mejor que el servido por Reyles".
Es cierto que su valoración de las vanguardias y de los poetas del 20 está demasiado signada por su propia situación generacional, en una visión tal vez deformada por el exceso de cercanía (al fin y al cabo esa es la generación "satisfecha del país" contra la que los del 45 levantaron sus banderas). Y también que en sus escritos sobre Felisberto Hernández experimenta el desasosiego de la falta de afinidad estética, y juzga a veces como torpezas de estilo lo que son lealtades de Felisberto a su propio mundo imaginativo. Pero eso no le impidió afirmar que "su obra marca de tal modo una presencia nueva y enríquecedora, que nadie podrá entender la literatura uruguaya contemporánea si prescinde de Felisberto, si prescinde de Onetti".

Con Jorge Luis Borges y Emir Rodríguez Monegal, hacia 1948

Por otra parte, desconfió de las categorías de la crítica (y como consecuencia, de la suya propia). Aunque puso una atención especial a los contextos sociales y políticos de la obra de arte, no se engañó sobre la pertinencia de explicar el arte en función de su origen y circunstancia "hasta donde estas explicaciones sirven para algo (que no es mucho)", escribió en el ensayo sobre Montevideo. Buscó denodadamente en los textos mismos las claves de lectura que iluminan el mundo del escritor, pero supo que a veces esas claves presuntamente descubiertas por el crítico pueden conducir al lector "demasiado intencionadamente hacia lo que a su ve: el crítico-sujeto con sus traumas propios a generalizar —como cualquier hijo de vecino— quiere o pretende que el escritor haya dicho". Y aunque polemizó en tomo a conceptos puestos de moda por la crítica, aclaró que en su opinión "todos estos vocabularios de la crítica son esencialmente fungibles ". Como Eliot, supo que la crítica —a diferencia de las grandes obras de creación— no está destinada a permanecer, porque cada generación hace su lectura de los clásicos, y no se engañó respecto a que también la suya podría correr esa sueñe.
Vistas desde hoy, sus observaciones críticas siguen siendo revulsivas y estimulantes, y sobre todo su tarea en este terreno deja una lección moral: la del rigor, la de la seriedad profesional, la del rechazo de todo facilismo.

Rosario Peyrou
El País Cultural Nº 227
11 de marzo de 1994

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